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domingo, 20 de noviembre de 2016

Solemnidad de Cristo Rey

Este domingo celebramos la Solemnidad de Cristo Rey, que cierra el Año Litúrgico. Esta fiesta nos recuerda la soberanía universal de Jesucristo, que es Señor del Cielo y de la Tierra, de la Iglesia y de nuestras almas. Encontrarán la explicación de esta celebración, una oración a Cristo Rey y la consagración de la humanidad para el día de Cristo Rey, compuesta por el Papa Pío XI.

La celebración de Nuestro Señor Jesucristo, Rey del Universo, cierra el Año Litúrgico en el que se ha meditado sobre todo el misterio de su vida, su predicación y el anuncio del Reino de Dios.
El Papa Pio XI, el 11 de diciembre de 1925, instituyó esta solemnidad que cierra el tiempo ordinario. Su objetivo es recordar la soberanía universal de Jesucristo. Lo confesamos supremo Señor del cielo y de la tierra, de la Iglesia y de nuestras almas.
Durante el anuncio del Reino, Jesús nos muestra lo que éste significa para nosotros como Salvación, Revelación y Reconciliación ante la mentira mortal del pecado que existe en el mundo. Jesús responde a Pilatos cuando le pregunta si en verdad Él es el Rey de los judíos: "Mi Reino no es de este mundo. Si mi Reino fuese de este mundo mi gente habría combatido para que no fuese entregado a los judíos; pero mi Reino no es de aquí" (Jn 18, 36). Jesús no es el Rey de un mundo de miedo, mentira y pecado, Él es el Rey del Reino de Dios que trae y al que nos conduce.
Cristo Rey anuncia la Verdad y esa Verdad es la luz que ilumina el camino amoroso que Él ha trazado, con su Vía Crucis, el camino hacia el Reino de Dios. "Sí, como dices, soy Rey. Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad.
Todo el que es de la verdad escucha mi voz."(Jn 18, 37) Jesús nos revela su misión reconciliadora de anunciar la verdad ante el engaño del pecado. Esta fiesta celebra a Cristo como el Rey bondadoso y sencillo que como pastor guía a su Iglesia peregrina hacia el Reino Celestial y le otorga la comunión con este Reino para que pueda transformar el mundo en el cual peregrina.  La posibilidad de alcanzar el Reino de Dios fue establecida por Jesucristo, al dejarnos el Espíritu Santo que nos concede las gracias necesarias para lograr la Santidad y transformar el mundo en el amor. Ésa es la misión que le dejó Jesús a la Iglesia al establecer su Reino.
Se puede pensar que solo se llegará al Reino de Dios luego de pasar por la muerte pero la verdad es que el Reino ya está instalado en el mundo a través de la Iglesia que peregrina al Reino Celestial. Justamente con la obra de Jesucristo, las dos realidades de la Iglesia -peregrina y celestial- se enlazan de manera definitiva, y así se fortalece el peregrinaje con la oración de los peregrinos y la gracia que reciben por medio de los sacramentos. "Todo el que es de la verdad escucha mi voz."(Jn 18, 37) Todos los que se encuentran con el Señor, escuchan su llamado a la Santidad y emprenden ese camino se convierten en miembros del Reino de Dios.

Oración a Cristo Rey.

¡Oh Cristo Jesús! Os reconozco por Rey universal. Todo lo que ha sido hecho, ha sido creado para Vos. Ejerced sobre mí todos vuestros derechos.
Renuevo mis promesas del Bautismo, renunciando a Satanás, a sus pompas y a sus obras, y prometo vivir como buen cristiano. Y muy en particular me comprometo a hacer triunfar, según mis medios, los derechos de Dios y de vuestra Iglesia.
¡Divino Corazón de Jesús! Os ofrezco mis pobres acciones para que todos los corazones reconozcan vuestra Sagrada Realeza, y que así el reinado de vuestra paz se establezca en el Universo entero. Amén.

Consagración de la humanidad para el día de Cristo Rey por el Papa Pío XI

¡Dulcísimo Jesús, Redentor del género humano! Miradnos humildemente postrados; vuestros somos y vuestros queremos ser, y a fin de vivir más estrechamente unidos con vos, todos y cada uno espontáneamente nos consagramos en este día a vuestro Sacratísimo Corazón.
Muchos, por desgracia, jamás, os han conocido; muchos, despreciando vuestros mandamientos, os han desechado. ¡Oh Jesús benignísimo!, compadeceos de los unos y de los otros, y atraedlos a todos a vuestro Corazón Santísimo.
¡Oh Señor! Sed Rey, no sólo de los hijos fieles que jamás se han alejado de Vos, sino también de los pródigos que os han abandonado; haced que vuelvan pronto a la casa paterna, que no perezcan de hambre y miseria.
Sed Rey de aquellos que, por seducción del error o por espíritu de discordia, viven separados de Vos; devolvedlos al puerto de la verdad y a la unidad de la fe para que en breve se forme un solo rebaño bajo un solo Pastor.
Sed Rey de los que permanecen todavía envueltos en las tinieblas de la idolatría; dignaos atraerlos a todos a la luz de vuestro reino.
Conceded, ¡oh Señor!, incolumidad y libertad segura a vuestra Iglesia; otorgad a todos los pueblos la tranquilidad en el orden; haced que del uno al otro confín de la tierra no resuene sino ésta voz: ¡Alabado sea el Corazón divino, causa de nuestra salud! A Él se entonen cánticos de honor y de gloria por los siglos de los siglos. Amén.

Los pequeños detalles


El alumno, según él, había terminado el cuadro. Llamó a su maestro para que lo evaluara. Se acercó el maestro y observó la obra con detenimiento y concentración durante un rato. Entonces, le pidió al alumno la paleta y los pinceles. Con gran destreza dio unos cuantos trazos aquí y allá. Cuando el maestro le devolvió las pinturas al alumno el cuadro había cambiado notablemente. El alumno quedó asombrado; ante sus propios ojos la obra había pasado de mediocre a sublime. Casi con reverencia le dijo al maestro:- ¿Cómo es posible que con unos cuantos toques, simples detalles, haya cambiado tanto el cuadro?- Es que en esos pequeños detalles está el arte. Contestó el maestro.Si lo vemos despacio, nos daremos cuenta que todo en la vida son detalles. Los grandes acontecimientos nos deslumbran tanto que a veces nos impiden ver esos pequeños milagros que nos rodean cada día. Un ave que canta, una flor que se abre, el beso de un hijo en nuestra mejilla, son ejemplos de pequeños detalles que al sumarse pueden hacer diferente nuestra existencia.
Todas las relaciones -familia, matrimonio, noviazgo o amistad- se basan en detalles. Nadie espera que remontes el Océano Atlántico por él, aunque probablemente sí que le hables el día de su cumpleaños. Nadie te pedirá que escales el Monte Everest para probar tu amistad, pero sí que lo visites durante unos minutos cuando sabes que está enfermo.
Hay quienes se pasan el tiempo esperando una oportunidad para demostrar de forma heroica su amor por alguien. Lo triste es que mientras esperan esa gran ocasión dejan pasar muchas otras, modestas pero significativas. Se puede pasar la vida sin que la otra persona necesitara jamás que le donaras un riñón, aunque se quedó esperando que le devolvieras la llamada.
Se piensa a veces que la felicidad es como ganar el premio de la lotería, un suceso majestuoso que de la noche a la mañana cambiará una vida miserable por una llena de dicha. Esto es falso, en verdad la felicidad se basa en pequeñeces, en detalles que sazonan día a día nuestra existencia.
Nos dejamos engañar con demasiada facilidad por la aparente simpleza. NO desestimes jamás el poder de las cosas pequeñas: una flor, una carta, una palmada en el hombro, una palabra de aliento o unas cuantas líneas en una tarjeta. Todas estas pueden parecer poca cosa, pero no pienses que son insignificantes.
En los momentos de mayor dicha o de mayor dolor se convierten en el cemento que une los ladrillos de esa construcción que llamamos relación. La flor se marchitará, las palabras quizá se las llevará el viento, pero el recuerdo de ambas permanecerá durante mucho tiempo en la mente y el corazón de quien las recibió.
¿Qué esperas entonces? Escribe ese email, haz esa visita, haz esa llamada con tu teléfono, envía ese whatsapp. Hazlo ahora, mientras la oportunidad aún es tuya. NO lo dejes para después por parecerte poca cosa. En las relaciones no hay cosas pequeñas, únicamente existen las que se hicieron y las que se quedaron en buenas intenciones...

La escucha de María

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Tercer fin de semana de noviembre con María en el corazón. María, el icono de la escucha. El silencio de Nuestra Señora es un silencio completamente orientado a la “escucha”. Es el silencio de la acogida de la Palabra: María siempre está preparada para poder “escuchar” y atender. Primero, porque atiende a las palabras, de saludo e invitación, del arcángel Gabriel; al saludo profético y la bendición de su querida prima Isabel; al canto de los ángeles en el nacimiento de su Hijo; a la profecía del anciano Simeón; a las palabras de Jesús en el templo, con apenas doce años cumplidos…
La escucha de María es una escucha a las palabras y los acontecimientos de la vida de su Hijo. Pero María no solo escuchaba; guardaba con celo para no olvidar fácilmente; conservaba en su corazón para que nada se dispersara; y meditaba en lo más profundo de sí para indagar el significado de la Palabra o el acontecimiento en la vida de Jesús y, en general, en la historia de la salvación. María, meditando, se nos presenta como la mujer sabia, que recuerda y actualiza la palabra y los acontecimientos, y se interroga por el significado de las palabras oscuras sobre las que se proyecta la sombra de la Cruz y acoge los silencios de Dios con su silencio orante.
¡Si yo fuera capaz de lograr más silencios en mi vida, más abierto estaría a la voluntad del Padre y mejor persona sería!

¡Qué escuela la tuya, Señora! ¡Dame, Madre, un corazón silente para acoger con humildad la palabra de tu Hijo! ¡Dame, María, la sencillez de corazón para aceptar la voluntad del Padre y orientar mi vida a la escucha con el fin de estar preparado para apercibir todos los susurros que el Espíritu me regala en la oración diaria! ¡Enséñame, Señora del silencio, a aprender a callar si al hablar voy a dañar la caridad! ¡Enséñame, Señora, a callar lo negativo, lo que avergüence al que está a mi lado, si no defiendo la justicia o la verdad, lo que corrompe mi corazón, lo que comporte sólo crítica destructiva o difamación! ¡Ayúdame a no hablar mal de nadie! ¡Ayúdame, María, a cultivar el silencio en mi corazón para comprenderme primero a mí, para escuchar y atender a mis semejantes, para encontrar y conocer a Dios, para eliminar de mi corazón los pensamientos negativos, las ilusiones imaginarias, los agobios innecesarios, los sufrimientos dañinos! ¡Ayúdame, Madre del amor hermoso, a aprender de tus silencios para aceptar interiormente y con paz en el corazón todo lo que Dios quiere y espera de mi, para aprender a sufrir y amar en la confianza en Dios! ¡Ayúdame, Señora de la oración, a orar en silencio, a vivir con santidad con pureza de corazón! ¡Sagrado Corazón de Jesús, en ti confío!
Del compositor inglés Thomas Damett, uno de los grandes músicos británicos del siglo XV, disfrutamos hoy de su antífona Beata Dei genitrix a tres voces de delicada sensibilidad:

viernes, 18 de noviembre de 2016

Basta una mirada....

En  casa, basta una mirada a mis hermanos para saber cuáles son sus necesidades. Basta una mirada para saber lo que sienten, lo que necesitan, lo que les angustia, lo que les alegra, lo que les preocupa... Es la mirada del amor. La mirada de la comprensión. La mirada del compromiso. La mirada de la complicidad.

Muchas veces, en la oración, en el silencio de una capilla, ante la idea de saberme mirado por Dios, mi corazón siente una fuerte emoción. Al que miro está en la Cruz, aparentemente muerto, pero con una presencia viva. Fijar su mirada en Él es fijar la mirada en el amigo.
Más que cualquier otro gesto, las miradas tienen una fuerte expresividad y son capaces de comunicar muchos más sentimientos que las propias palabras. Cuando te presentas ante Cristo, en la intimidad de la oración, con el corazón abierto, y lo miras, no puedes más que caerte inerte ante tu incapacidad de amar y de comprender ese amor sublime de Cristo y no puedes más que agradecerle esa forma tan maravillosa con la que te mira y te observa con ojos de misericordia.
Hace unos quince días una mujer de mediana edad me pidió dinero en la calle. Le dije «lo siento» con un movimiento de cabeza. Me miró decepcionada. Con una mirada de profunda tristeza. Llevaba conmigo dos barras de pan calientes, recién compradas. Unos cincuenta metros más adelante me di la vuelta para ir a su encuentro. Ésa mirada me había conmovido. Sentí necesidad de darle aquellas dos barras de pan. Pero ya no la encontré. Me pareció un signo. Como si le hubiera negado algo al mismo Cristo. En un entorno tan superficial como el que vivimos de pronto reparamos algo en el interior de las personas... en los ojos de aquella mujer sentí que había una profunda bondad. Me sentí profundamente triste y pensé las muchas veces que negamos algo a las personas que más lo necesitan. Y lo agradecido que es cuando puedes acudir a alguien para pedir y no te lo niega. Y el agradecimiento es mayor cuando el que posa en ti los ojos es el mismo Cristo que no te abandona nunca. Entonces el corazón se te sobrecoge porque sus ojos tienen una manera de mirar muy diferente que no se fija en nuestras múltiples debilidades ni imperfecciones, ni en las dobleces con las que actuamos tantas veces y hace caso omiso de las máscaras que nos colocamos al salir de nuestros hogares. Es una mirada que lee directamente en el interior del corazón. Que sólo se detiene a mirar la belleza de lo que poseemos.
Vivimos tiempos de zozobra, repletos de individualismo, en los que la vida se vuelve muy triste cuando no eres capaz de encontrar a tu alrededor miradas de complicidad, en los que mientras caminas los ojos con los que te cruzas tienen miradas llenas de prejuicios, de indiferencia, de desdén, de crítica, de soledad, de desprecio… lamentablemente vivimos en una sociedad en la que hay cientos de personas con las que nos cruzamos cada día a las que ni siquiera les miramos a los ojos: vecinos, compañeros de trabajo, cajeras del supermercado, desheredados, conductores de autobús, barrenderos… Nuestras miradas se dirigen a otros lugares, la mayoría de las veces a nuestro propio corazón y muy pocas veces esas miradas tienen halos de misericordia. La mirada de aquella mujer caló profundamente en mi corazón. El no poder encontrarla me invitó a pensar que Cristo sí advierte mi presencia. Por eso hoy en la oración sólo me sale darle gracias al Señor porque Él no se detiene a mirar el caparazón que cubre mi cuerpo y mi corazón, sino que entra en lo más íntimo de mi para, sabiendo como soy, dejarme saber que me ama y que está a mi entera disposición para cuanto requiera de Él.

¡Señor, que sea capaz de verte en la mirada de los demás, en los rostros ajenos, las personas que se cruzan en mi camino! ¡Señor, contemplo la Cruz, en esa soledad en la que te encuentras, y que tantas veces miro sin verte y trato de oírte sin escucharte porque en el fondo no estoy cerca de ti sino que estoy en mi propio mundo, centrado en mí yo, centrado en que se haga mi voluntad y no la tuya! ¡Señor, dame la confianza plena de saber que tú caminas a mi lado, que mi fe sea fuerte y confiada para saber que puedo encontrarte cada día y que tú estás vivo, muy presente en nuestro mundo! ¡Señor, que mi razón para vivir y para morir sea el amor, la entrega, la generosidad, el servicio desinteresado a los demás que, en definitiva, fue el ideal que defendiste con tu sangre! ¡Señor, Tú me miras desde la Cruz y tu mirada penetrante llega al fondo de mi alma porque tú conoces lo que anida en ella, en mis pensamientos, en mis sentimientos, en mi proceder, en mi forma de actuar y de darme los demás; tú sabes lo que anida en lo más profundo de mi corazón y por eso te pido que me ayudes en la oración a conocerme más, para dar lo mejor de mi, para contigo tratar de alcanzar la santidad cotidiana! ¡Señor, no permitas que esquive tu mirada; no permitas que cuando golpes en la puerta de mi corazón te cierre la puerta para que no entres en él y no de respuestas a tu llamada! ¡Señor, no quiero ignorarte nunca, no quiero condenarte como hicieron aquellos en Jerusalén, especialmente los Sumos Sacerdotes, o Pilatos, o el pueblo enfurecido al que tanto bien hicistes, como te negó Pedro, o cómo te traicionó Judas, o como te dejaron abandonado los apóstoles antes de Tu Pasión! ¡Señor, basta una mirada tuya para sanarme, por eso quiero llevar mis pequeñas cruces cotidianas junto a ti, con paciencia, con amor, con generosidad, con perdón, con compasión, con servicio desinteresado, para vivir coherente mi vida cristiana y hacer de mis pequeñas cruces un camino de santificación! ¡Señor, desgarra de mi corazón el pesimismo, el orgullo, la soberbia, la disconformidad, la queja, la tristeza, el egoísmo, la tibieza, y haz de mi vida una alegría permanente, una búsqueda constante de ti, para que en ese encuentro diario mi confianza sea infinita! ¡Señor, hazme humilde, sencillo, consciente de que no soy nada y de que tu, Rey de Reyes, entraste en Jerusalén a lomos de un asnillo! ¡Señor, que mirándote en la cruz sea capaz de comprender que nunca estoy solo, que tú estás siempre conmigo, que no me canse de seguirte, de acompañarte, de pedirte, y de ser uno contigo que es lo más grande que una persona puede ser en este mundo!
Tu mirada, con Marcos Witt, acompaña hoy esta meditación:

jueves, 17 de noviembre de 2016

¿Miedo?

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El miedo es la energía más destructiva del ser humano porque no sólo acogota la mente y distorsiona nuestros pensamientos sino que nos conduce a supersticiones sin sentido, creencias falsas y dogmas inverosímiles. Aún así, el miedo nos vence. El hombre necesita certezas, necesita seguridad —emocional, afectiva, económica, moral, de aprobación...—. Necesita saber que no es juzgado, que no perderá prestigio social, que podrá enfrentarse a las dificultades de todo tipo, que podrá hacer frente con valentía a la enfermedad... Así es el hombre, frágil en la debilidad.
El miedo también ejercita sobre cada uno un control emocional que trata de no perjudicar a los demás, para no perjudicarnos a nosotros mismos, para no ser reprendidos, o castigados, o silenciados.
Pero detrás de todas estas situaciones, de esta codicia de la seguridad, de esa búsqueda del bienestar, está la necesidad imperiosa de la certidumbre.
El miedo se convierte en algo superficial porque donde impera al miedo no hay cabida para la libertad. Y, el hombre, sin libertad no puede ser capaz de amar. El miedo, incluso, nos lleva a mentir, corrompe interiormente nuestra alma, deja un poso oscuro en lo más profundo de nuestro corazón, nos hace retroceder en nuestra vida espiritual.
Si tenemos tantos miedos, ¿por que no tememos ofender a Dios, a separarnos de Él, a alejarnos de su voluntad cuando Dios representa al Amor que debe ser respetado y reverenciado? ¡Qué olvidadizos somos los hombres ante el don de temor de Dios con el que nos obsequia el Espíritu Santo!
Estamos ante un don que constituye un temor filial, un don inspirado en el amor de Dios, un don para comprender que además de la fidelidad el hombre debe temer la ofensa al Padre. Es un don para purificar la vida del hombre, para dejar todo en manos de su providencia, para confiar plenamente en Él. Un don para poner todas las certezas en la grandeza de Dios, de colocar el corazón en sus manos providentes, para alejar al hombre de la fascinación por las quimeras de este mundo y rechazar la tentación, para despreciar el pecado, para fomentar la vida de la gracia, para glorificar y venerar a Dios, para exaltar las virtudes en nuestra vida, para desapegarse de los honores y afectos humanos, para alejarse de las apetencias materiales, para someterse plenamente a la voluntad de Dios, para buscar la excelencia personal solidificada sobre la verdad del Evangelio y no sobre las comodidades e incertezas temporales, para llevar una vida presidida por la humildad y la sencillez, para extirpar la soberbia y el orgullo de nuestro corazón, para asumir con amor los padecimientos ajenos, para vivir con paciencia la experiencia de la relación con los demás, para purificar nuestra alma, para perseverar en nuestra vida de fe, para ejercitar la magnanimidad y la mansedumbre...
¿Miedo? ¿Quién puede pronunciar la palabra miedo ante la obra del Espíritu Santo en nuestra vida? ¿Quién puede tener miedo ante la posibilidad de demandar al Espíritu Santo que llene nuestra alma de la bondad de Dios, para aceptar su voluntad y llevar su reino a nuestro corazón y a todos los que nos rodean? ¿Cómo se puede tener miedo si por el don del temor de Dios se alcanza el don de la sabiduría que es sentir con amor delicado y humilde la grandeza infinita de nuestro Creador? ¡Quién puede tener miedo cuando uno es capaz de reconocer la propia debilidad, quien permanece y crece en la caridad, quien tiene sentido de la responsabilidad, quien se presenta ante Diso con un corazón humillado y un espíritu contrito?
¿Miedo? No, Señor, con la fuerza del Espíritu Santo nada a tu lado puede darme miedo.

¡Padre, me presento ante Ti “con el espíritu contrito y con el corazón humillado” sabedor que mi salvación la debo atender “con temor lo que no implica miedo sino sentido de responsabilidad y de fidelidad a tus mandatos y tu palabra! ¡Espíritu Santo,ven a mi vida y lléname del temor de Dios para que se alejen de mi vida los miedos y me someta siempre a su voluntad! ¡Ayúdame, Espíritu de Dios, a huir de la tentación y de todo mal y a través del temor de Dios alcanzar el don de la sabiduría para gustar siempre las cosas de Dios y perfeccionar mi vida! ¡Espíritu Santo, hazme temer a Dios desde el amor, desde la libertad, desde el desapego a lo mundano para gozar de Él, para aborrecer todo lo que pueda ofenderle incluso en aquello en apariencia insignificante! ¡Quiero, Señor, servirte con una fidelidad perfecta y cooperar contigo con rectitud de intención, sin miedo, con un corazón sincero, con unos pensamientos puros, para que todo lo que haga sirva para darte gloria! ¡Libérame, Espíritu de Dios, de los vicios contra el temor de Dios sobre todo de la tibieza, el orgullo y la soberbia!
«No tengo miedo», cantamos hoy: