Entrada destacada

ADORACIÓN EUCARÍSTICA ONLINE 24 HORAS

Aquí tienes al Señor expuesto las 24 horas del día en vivo. Si estás enfermo y no puedes desplazarte a una parroquia en la que se exponga el...

lunes, 19 de junio de 2017

Corpus Christi, Fiesta de Dios

img_4155Ayer fué la Fiesta de Dios porque es la vida de los hombres, compartida y celebrada por Cristo. Celebramos hoy la festividad del Corpus Christi. La celebración de la Eucaristía es el eje vertebrador de la vida de la Iglesia. El centro de la Santa Misa es la Plegaria Eucarística en la que recordamos el sacrificio de Cristo entre gracias y alabanzas a Dios. Y el culmen tiene lugar en la Sagrada Comunión, donde Cristo nos entrega su ser mismo. Y los bautizados tenemos el gran privilegio de comer y beber su Cuerpo y su Sangre. Con este gesto tan hermoso, en cada liturgia eucarística, Cristo alimenta y forma de manera permanente a su Iglesia en su peregrinación hacia el cielo prometido. Antes de recibir la Sagrada Comunión, el sacerdote anuncia de manera alegre y con palabras sencillas que vamos a recibir al Señor: «Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo. Dichosos los invitados a la cena del Señor». Y, ante un don tan inmenso, los fieles exclamamos con humildad rememorando las palabras del centurión: «Señor, yo no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme». A consecuencia de nues­tra condición pecadora, nadie es digno de un don tan grande. Y, sin embargo, el amor de Jesús es tan espléndido que se nos acerca en la Eucaristía para hacernos partícipes de su vida divina.

Más tarde, mientras muestra a los feligreses el pan eucarístico antes de comenzar su distribución, el sacerdote dice: «Dichosos los llamados a la cena del Señor».
Personalmente, me siento profundamente dichoso de poder acercarme a comulgar y encontrarme con el Señor que alimenta mi vida y mi fe. Es el gesto central de mi jornada. Es mi momento de mayor intimidad con Él. Pero en un día como hoy la fuerza del sacramento de la Eucaristía sobrepasa los muros de las Iglesias.
En muchas ciudades y pueblos del mundo hoy se paseará en procesión la figura del pan. Es un día para encomendar al amor misericordioso en Cristo nuestra comunidad de vecinos, nuestro pueblo, nuestra ciudad, nuestra parroquia, nuestras calles, nuestro lugar de trabajo... en definitiva, nuestra vida cotidiana.
En tiempos donde lo religioso trata de ser apartado y escondido, donde algunos movimientos sociales se hacen oír despreciando la verdad del Evangelio, siento que como cristiano debo hacer que las calles de mi ciudad sean hoy más de Jesús, que mi hogar sea más de Él, para que se sienta cómodo entre los míos. es la mejor manera de responder a ese mandato del: «Tomad y comed… Bebed todos».
Pero hacerlo también acompañado de María quien nos enseñó realmente que significa entrar en comunión con Cristo.

¡Señor, gracias por tu presencia ante nosotros en en el Sacramento de la Eucaristía! ¡Señor Jesucristo, gracias porque te nos ofreces de manera tan admirable y porque te quedas entre nosotros de forma tan amorosa! ¡En tu solemnidad deseo exaltar y glorificar la presencia de tu Cuerpo, de tu Sangre y de tu Divinidad! ¡Ayúdame a creer más en ti, Señor, por eso te pido que aumentes mi fe! ¡Señor, no solo eres el pan vivo que me alimenta, eres mi refugio, mi esperanza, mi fortaleza, mi consuelo! ¡Bendito y alabado seas, Señor! ¡Concédeme la gracia, Señor, de que la celebración de hoy me ayude a seguir tu ejemplo y me ayude a comprender que, además del pan y el vino, también debo compartir mi tiempo, mi cariño, mi compañía, mi amor, mis esperanzas y devolver a los demás todo lo que tu me regalas! ¡Y cuando hoy comulgue sienta especialmente que entro en comunión contigo y que este acto sea un dejarme penetrar por Ti, que eres mi Señor, mi Creador y mi Redentor! ¡Que sea capaz de asimilar mi vida con la tuya, mi transformación y configuración contigo que eres el Amor vivo! ¡Sagrado corazón, en vos confío!

sábado, 17 de junio de 2017

Pobreza enorme

Oficiaba la Santa Misa del jueves de Corpus Christi un sacerdote anciano. Su voz apagada, temblorosa y lenta hacia cadenciosa la ceremonia. En el momento de la consagración eleva sus manos temblorosas para ensalzar la Hostia. ¡Un hecho tan extraordinario en tanta pobreza humana! Y, sin embargo, en esas manos frágiles y desgastadas del sacerdote se encierra el mayor símbolo del Amor y de la entrega. ¡Impresionante!Una de las características de Jesús es su entrega absoluta. Se despoja de su condición divina y, haciéndose hombre, se dispone a servir al prójimo. Pero esa entrega es tan radical que va unida a la mayor de las pobrezas. Solo así puedo darse la muerte en Cruz y la redención.
La pobreza es innata al ser de la Iglesia. Pobreza en María y José; pobreza en san Juan, pobreza en la vida del primer colegio apostólico, pobreza en los seguidores de Jesús y, sobre todo, pobreza —¡santa pobreza!— en la Cruz.
Todo en Jesús rezuma pobreza. No la pobreza material sino la del corazón donde se asienta la mayor de las grandezas: el desprendimiento, la caridad, el amor... Y, mientras, los hombres buscamos siempre los oropeles y la grandeza, el corazón pobre de Cristo busca nuestra debilidad y nuestras fragilidades, esas que no relucen a los ojos de los hombres. Lees en tu propio corazón: ¿estoy dispuesto a renunciar a todo? ¿Qué apegos me encadenan? ¿Qué seguridades me esclavizan? ¿Qué actitudes disparan mis egos? ¿Qué honras vacías busco? ¿Qué compensaciones me llenan? ¿Qué autosuficiencias me llevan a engaño? ¿Qué agrieta mi corazón? ¿Por qué me autoengaño con tanta frecuencia?
Te lo preguntas, sí. Te lo cuestionas sobre todo admirando esa Hostia elevada en la Eucaristía. Y cuesta comprender que lo que Cristo desea de uno es la sencillez de su propia vida. ¡Su pobreza interior! Esa pobreza que se convierte en un tesoro valiosísimo cuando uno aparta de su lado las lisonjas, la búsqueda del reconocimiento de los demás, los aplausos, las honras estériles, las máscaras que impiden mostrar como uno en realidad es, las apariencias, la fama efímera, la volatilidad del dinero, la gloria vana del ser y el poseer... todo son migajas frente al gran tesoro que encierra todo corazón pobre. Es aquí donde Dios se siente a gusto, guarnecido. Es en torno a esa pobreza interior donde Dios gusta permanecer por eso duele ese empecinamiento por poner freno a la presencia del Señor en el corazón.

Las manos frágiles del sacerdote elevan la Hostia consagrada y, ante tanto Amor, uno solo puede exclamar consciente de su nada: «Sagrado Corazón de Jesús, en ti pongo mis debilidades y mi fragilidad, acógela en tu misericordia y despréndeme de todo lo que me aparta de Ti; haz de mi algo provechoso y santo y no permitas que mi orgullo y mis egoísmos me alejen de Ti; no permitas que mis ambiciones me separen de Ti; que mi cerrazón me impida ver la grandeza de tu amor; ayuda a ser humilde y pequeño; Sagrado Corazón de Jesús, en vos confío!»

¡Señor, concédeme la gracia de que la única riqueza que anhele sea poseerte a Ti! ¡Ayúdame a ser un siervo inútil, que no posea nada más que Tu amor y tu misericordia para llevarla a los demás! ¡Señor, tu conoces a la perfección mis imperfecciones; tu sabes de mis debilidades y mis fragilidades; conoces mi pequeñez... sostenme, Señor, y ayúdame a sobrellevar con entereza mis propias imperfecciones porque te las ofrezco con toda mi humildad! ¡Ayúdame a ser libre a tu lado, sin esperar honras ni aplausos! ¡No permitas, Señor, que me duela mi pobreza; es más, te pido que me ayudes a ahondar en ella para que mi miseria sea el asiento de tu misericordia! ¡Señor, no te puedo ofrecer nada más que mi indigencia y mi pobreza, mis necesidades y mis penurias y las pongo en tus manos para que seas Tu el que me guíe y me sustente! ¡Me abandono en tus manos, Señor, donde encuentro la felicidad y el consuelo, la paz y la esperanza! ¡Ayúdame a eliminar todo lo que sobra de mi vida, a dejar de vivir preocupado e imponer mis criterios! ¡Y ayúdame a abandonarme en tu voluntad! ¡Sagrado Corazon de Jesús, en vos confío!
O Salutaris Hostia, la música que acompaña la meditación de hoy:

viernes, 16 de junio de 2017

Emoción eucarística

La Misa de ayer fue hermosa. Muy hermosa. Todas las Eucaristías lo son por el misterio que encierran. La de ayer, sencilla, fue como estar en el cielo. Cuando el sacerdote, al concluir la ceremonia, exclamó «la Misa ha terminado, podemos ir en paz, demos gracias a Dios. Que tengáis un feliz día bendecido por la gracia del Señor» me senté parsimoniosamente en el banco, incliné mi cuerpo hacia delante, cubrí el rostro con mis manos y me eché a llorar. De emoción, de gozo, de alegría, de esperanza, de fe, de agradecimiento.El sacerdote —el mismo Cristo— contribuyó a esta emoción. Sensible en las formas, amoroso en la palabra y delicado y emocionado durante la consagración contribuyó a abrir mi corazón. Tuve el sentimiento de que la Santa Misa se quedaba corta, que necesitaba más, pero la bendición dejaba constancia del final.
El «podéis ir en paz» es una llamada. Son las palabras del envío a una misión ardua y tenaz de anunciar la Buena Nueva de Jesús.
Salí del templo profundamente convencido de que lo hacía unido al sacrificio de Cristo. Que ese Cristo alimenta mi interior, está en mi y yo en Él. Sentirse como en el cielo con Cristo en mi interior. Sentir el compromiso de vivir el misterio de la Eucaristía en medio de mi vida ordinaria, para llevar al prójimo a Cristo con mis actos, mis gestos y mis palabras.
Una Santa Misa oficiada con amor y vivida con amor es como sentirse en el cielo. Momentos de oración intensa, alabanza, acción de gracias... tiempo de escucha, petición, conversación... tiempo para entregar tu vida, tus necesidades y tus anhelos, para encomendar a las personas que amas, para descargar tus preocupaciones, para pedir paz y serenidad interior, para buscar intimidad con el Amado...
«La Misa ha terminado, podéis ir en paz, demos gracias a Dios». Y hacerlo feliz, dando gracias al Señor por el envío, por la misión, por haberme encomendado una tarea que no puede quedarse en meras palabras sino en hechos concretos porque así es el misterio del amor de Dios.

¡Jesús, gracias por la Eucaristía; eres el Hijo de Dios hecho Hombre y me siento muy unido a ti después de comulgar y quiero hacer de mis actos una unión con la Santísima Trinidad! ¡Gracias, Jesús, porque te conviertes en mi acción de gracias, en mi Eucaristía, supliendo todas mis deficiencias, mis enfermedades, mis fragilidades y mis flaquezas! ¡Quiero darte gracias, Jesús, que estás presente en mi corazón para adorarte en el Padre, en unión contigo, y con el Espíritu Santo! ¡Te doy gracias, Señor, porque iluminas mi entendimiento y escucho tu palabra para saber lo que deseas de mí y avivas mi voluntad para que pueda hacer lo que tú esperas que yo haga! ¡Padre, quiero escucharte también a ti y dejar que moldes mi alma de acuerdo a tu Voluntad! ¡Señor eres mi Pastor, nada me falta, en verdes praderas me haces reposar, me conduces hasta fuentes tranquilas y reparas mis fuerzas! ¡Gracias, Jesús, por la Eucaristía que tanta seguridad y confianza me da en Ti! ¡Gracias, Jesús, porque no soy yo el que te elijo a ti si no que eres tú quien me eliges, y no me llamas siervo si no amigo y permaneces junto a mí para siempre y lo atestiguas en la Eucaristía! ¡Señor, quiero que mi oración sea de adoración, de abandono, de confianza, de alabanza, de acción de gracias, de entrega porque Tú, que eres el Señor y el Dueño del mundo, habitas con gran humildad en la especie del pan en mi corazón después de la comunión! ¡Dame, Jesús, cosas buenas como mucha fe, auméntamela; más humildad, auméntamela; más docilidad para hacer tu voluntad; ser más pobre en el espíritu porque tú sabes que mucho tengo que cambiar; más pequeñez porque tú sabes Señor que sin ti nada soy y nada puedo; dame capacidad para aceptar los sufrimientos y los problemas; ayúdame a crecer en generosidad y en magnanimidad con el prójimo y con los que me rodean; dame gran capacidad para perdonar y olvidar las ofensas ajenas; y, sobre todo, Señor, dame mucha templanza y mucho control sobre mi mismo para poder ser dócil a tu llamada! ¡Gracias, Señor, por la Eucaristía que instituiste en la Última Cena y que es el Sacramento de la unión con Dios; ayúdame a permanecer en ti para que Tú, Jesús, puedas permanecer en mi! ¡Espíritu Santo, ayúdame a acrecentar la vida de Dios en mí y aumentar la comunión e identificación con Jesús por medio de la oración, de mi entrega a los demás, de mis buenas obras, de la aceptación de la voluntad divina en mí, en la vida de penitencia, en el ejercicio de mis virtudes, en el abandono del pecado, en la colaboración activa con los designios que tienes pensados para mi...! ¡Gracias, Jesús, por el sacrificio de la Eucaristía, por esta entrega amorosa por todos nosotros, alimento para nuestro viaje a la eternidad! ¡Sagrado Corazón de Jesús, en vos confío!
Milagro de amor, hermosa canción que pone de relevancia el valor de la Eucaristía como un acto de amor del Señor:

miércoles, 14 de junio de 2017

El granjero y el Noble

Su nombre era Fleming, y era un granjero escocés pobre. Un día, mientras intentaba ganarse la vida para su familia, oyó un lamento pidiendo ayuda que provenía de un pantano cercano. Dejó caer sus herramientas y corrió al pantano. Allí, entró hasta la cintura en el estiércol húmedo negro. Se trataba de un muchacho aterrado, gritando y esforzándose por liberarse. El granjero Fleming salvó al muchacho de lo que podría ser una lenta y espantosa muerte. Al día siguiente, llegó un carruaje elegante a la granja. Un noble elegantemente vestido salió y se le presentó como el padre del muchacho que el granjero Fleming había ayudado.
-"Yo quiero recompensarle", dijo el noble. "Usted salvó la vida de mi hijo."
-"No, yo no puedo aceptar un pago por lo que hice," contestó el granjero escocés . En ese momento, el hijo del granjero vino a la puerta de la familia de la cabaña. "¿Es su hijo?" el noble preguntó.
-"Sí," el granjero contestó orgullosamente.
- "Le propongo un trato. Permítame proporcionarle a su hijo el mismo nivel de educación que mi hijo disfrutará. Si el muchacho se parece a su padre, no dudo que crecerá hasta convertirse en el hombre del que nosotros dos estaremos orgullosos".
Y el granjero aceptó. El hijo del granjero Fleming asistió a las mejores escuelas y con el tiempo, se graduó en la Escuela Médica del St. Mary's Hospital en Londres, y siguió hasta darse a conocer en el mundo como el renombrado Dr. Alexander Fleming, el descubridor de la Penicilina.

Años después, el hijo del mismo noble que fue salvado del pantano estaba enfermo de pulmonía. ¿Qué salvó su vida esta vez? La penicilina.
¿El nombre del noble? Sir Randolph Churchill.
¿El nombre de su hijo? Sir Winston Churchill.
Alguien dijo una vez: Lo que va, regresa.
Trabaja como si no necesitaras el dinero.
Ama como si nunca hubieses sido herido.
Baila como si nadie estuviera mirando.
Canta como si nadie escuchara.
Vive como si fuera el Cielo en la Tierra.
Nada pasará si no lo haces. Pero si lo haces, alguien sonreirá gracias a ti.
Haz el bien y no mires a quién.

Ayúdate, que yo te ayudaré

Con cierta frecuencia tendemos a apoyarnos en nosotros mismos y en nuestras propias fuerzas en lo que atañe a la vida, la salud, la pobreza o la riqueza, las empresas, el apostolado, las relaciones con las personas que nos rodean.Es lo que denominamos confianza; algo tan humano y tan natural cuando las cosas van sobre ruedas, cuando la vida sonríe, y cuando todo brilla alrededor de uno.

Hay un proverbio popular que no aparece en la Biblia pero que muchos ponen en boca de Dios que dice así: «Ayúdate, que yo te ayudaré»; esta frase pone de relieve la importancia de la iniciativa propia. El problema, es que imbuidos como estamos de un manto materialista, relativista, egoísta, interesado… hacemos indirectamente un uso de este proverbio, creyéndolo y exagerándolo. Damos gran importancia a la primera parte de la frase —«ayúdate»—, pero damos insignificancia a la segunda que llega a perder el verdadero sentido. Y en un momento determinado, lo que antes sonreía ahora produce lágrimas: sufrimientos, peligros, soledad, dolor, enfermedad, fracasos, desencuentros, problemas… y esa gran confianza que uno tenía en sí mismo desaparece diluyéndose paulatinamente. En la tribulación, ya no se busca la autosuficiencia si no la omnipotencia, la Providencia, la misericordia y el amor de Dios que en las dificultades ejerce un papel fundamental y que se acerca a nosotros por una senda diametralmente opuesta a la que nosotros teníamos concebida.
Con el tiempo vas comprendiendo que el camino de la vida cristiana es creer en Dios y no en uno mismo. Es confiar en Cristo y no en tus propias fuerzas. Que no se trata de contentar a Dios con tus propios esfuerzos pues la confianza perfecta es aquella que deposita todo el peso no en uno si no en el otro. La fe no es creencia sin pruebas; es confianza sin reservas. La fuerza llega entonces cuando uno escoge confiar y lo pone todo en manos de Dios en la oración, sobre la mesa del altar y en el corazón sin dejar de poner su propio empeño. Las circunstancias y las situaciones tal vez no cambien pero uno si cambia interiormente.

¡Me pongo en tus manos como nunca, Dios mío, para en mi mediocridad entregarme a Ti! ¡Unido a Ti no tengo miedo! ¡Te ofrezco en mi vida el Cuerpo Místico de Cristo, haciéndolo mío para mi propia santificación! ¡Ruega por mí, Madre de la esperanza, que soy un pobre pecador y necesito de tu maternal protección! ¡Fundo mi vida en tu bondad y en tu poder, Padre mío, y en toda circunstancia de mi vida confío y creo en Ti! ¡Quiero en este día, darte gracias Señor, porque me siento fortalecido en Ti, experimento la alegría, la confianza y la paz, de alguien que se sabe amado y bendecido por Ti! ¡Qué gozo es estar a tu lado, Señor, que tranquilidad es estar cerca de Ti mi Dios porque Tu eres grande, eres misericordioso, eres poderoso, eres mi Dios y mi rey! ¡Señor, pongo en Ti mi confianza, pues Tú eres mi fortaleza, eres mi protector y en Ti confío! ¡Sagrado Corazón de Jesús, en vos confío!

Honramos hoy a María con este bellísimo Magnificat del compositor alemán Johann Kuhnau: