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ADORACIÓN EUCARÍSTICA ONLINE 24 HORAS

Aquí tienes al Señor expuesto las 24 horas del día en vivo. Si estás enfermo y no puedes desplazarte a una parroquia en la que se exponga el...

lunes, 26 de junio de 2017

¿Y cómo es mi relación de agradecimiento al Señor?

Con frecuencia levantamos la voz enérgicamente contra aquellas personas que no han sabido agradecer aquello que hemos hecho por ellas. Nos duele que no tengan en cuenta nuestro esfuerzo y nuestro sacrificio. Nos cuesta aceptar que el darse no tenga un retorno en afecto, en agradecimiento, en reconocimiento. Pero al mismo tiempo, nos cuesta mucho aceptar que hemos sido desagradecidos con aquellos que nos han entregado su generosidad. ¡Qué fácil es mirar la paja en el ojo ajeno!¿Y cómo es mi relación de agradecimiento al Señor? No hay que olvidar que el ser humano no existiría si previamente Dios no lo hubiera amado de manera especial, única, individual. Los seres humanos existimos porque Dios así lo ha querido. Nuestra mera existencia por voluntad de Dios debería hacer imposible que existan hombres y mujeres frustrados, desalentados, viviendo en la amargura, sin alegría, sino hombres y mujeres felices, siempre arrimados a la mano de su Creador. ¿Cuántas veces a lo largo del día, de la semana, del mes, del año agradezco a Dios que me haya otorgado el don de la vida? ¿Cuántas veces al levantarme por la mañana le digo al Señor, «¡Gracias por la vida que me has dado! ¡Permíteme amarte, permíteme dar frutos, permíteme ser testimonio!». Como cristiano que comprendo que mi vida tiene sentido en el camino de la fe, ¿qué es lo que me da la seguridad en la vida, la razón de mi cristianismo? Aviva en mi corazón esas palabras tan intensas, tan profundas, tan impresionantes de la santa de Ávila: «¡Nada te turbe, nada te espante, a quien Dios tiene nada la falta». Sin fe mi vida sería una vida de desesperanza, de tristeza, de desazón, de amargura pero la fe es un don que Dios me entrega gratuitamente. Si es así, ¿cuántas veces al día, a la semana, al mes, al año le agradezco a Dios la gracia de la fe que me ha transmitido gratuitamente?

Con frecuencia levantamos la voz enérgicamente contra aquellas personas que no han sabido agradecer aquello que hemos hecho por ellas. Nos duele que no tengan en cuenta nuestro esfuerzo y nuestro sacrificio. Nos cuesta aceptar que el darse no tenga un retorno en afecto, en agradecimiento, en reconocimiento. Pero al mismo tiempo, nos cuesta mucho aceptar que hemos sido desagradecidos con aquellos que nos han entregado su generosidad. ¡Qué fácil es mirar la paja en el ojo ajeno!
¿Y cómo es mi relación de agradecimiento al Señor? No hay que olvidar que el ser humano no existiría si previamente Dios no lo hubiera amado de manera especial, única, individual. Los seres humanos existimos porque Dios así lo ha querido. Nuestra mera existencia por voluntad de Dios debería hacer imposible que existan hombres y mujeres frustrados, desalentados, viviendo en la amargura, sin alegría, sino hombres y mujeres felices, siempre arrimados a la mano de su Creador. ¿Cuántas veces a lo largo del día, de la semana, del mes, del año agradezco a Dios que me haya otorgado el don de la vida? ¿Cuántas veces al levantarme por la mañana le digo al Señor, «¡Gracias por la vida que me has dado! ¡Permíteme amarte, permíteme dar frutos, permíteme ser testimonio!». Como cristiano que comprendo que mi vida tiene sentido en el camino de la fe, ¿qué es lo que me da la seguridad en la vida, la razón de mi cristianismo? Aviva en mi corazón esas palabras tan intensas, tan profundas, tan impresionantes de la santa de Ávila: «¡Nada te turbe, nada te espante, a quien Dios tiene nada la falta». Sin fe mi vida sería una vida de desesperanza, de tristeza, de desazón, de amargura pero la fe es un don que Dios me entrega gratuitamente. Si es así, ¿cuántas veces al día, a la semana, al mes, al año le agradezco a Dios la gracia de la fe que me ha transmitido gratuitamente?
Esa falta de agradecimiento a Dios, pero también a los que nos rodean por todo lo que han hecho por nosotros, indica nuestra imperfección como hombres. Pero como Dios nunca se cansa de concedernos el perdón, de agraciarnos con su misericordia día a día, semana a semana, mes a mes, año a año nos da la posibilidad de poder rehacer nuestra vida. Sólo por eso deberíamos estar dándole gracias, agradeciéndole esa misericordia, esa paciencia, ese amor para con nosotros.
Y… ¿Cómo estoy yo de comprensión, de tolerancia, de paciencia, de generosidad hacia los demás especialmente con los que constituyen mi círculo más cercano?

¡Señor Jesús, gracias, porque has vendido al mundo a salvarnos del pecado y darnos vida eterna! ¡Gracias por la vida! ¡Gracias por tu Cruz, Señor, en la que has dado Tu vida para salvarnos y devolvernos la nuestra muerta por el pecado! ¡Quiero bendecirte, Dios de la vida, quiero bendecir a tu Hijo, que nos rescató de la muerte y quiero darte gracias por todos los dones recibidos! ¡Señor, eres mi respuesta a la necesidad, mi refugio en las tormentas que pasan por mi vida, mi consuelo ante la tristeza y mi fortaleza ante mi debilidad! ¡Señor, gracias, gracias porque todo es por tu gracia y tu amor! ¡Espíritu Santo, ayúdame a que la gracia entre en mi corazón y que la Palabra se avive en mi! ¡No permitas que me cierre a las palabras del Señor y que me aleje de Él! ¡Gracias, Señor, por la fe recibida que me has dejado como la mejor herencia para fortalecer mi vida cada día! ¡Gracias, Señor, por la vida, por mi familia, por mi hogar, por mis amigos, porque me permites compartir todo lo que Tu nos provees con ellos! ¡Gracias, Señor, por tu infinita bondad! ¡Sagrado Corazón de Jesús, en vos confío!

La Cantata 76 Die Himmel erzählen die Ehre Gottes (Los cielos cuentan la gloria de Dios) BWV76 de Juan Sebastian Bach el compositor nos recuerda en la XIV Chorale: “Es danke, Gott, und lobe dich” (“Gracias, Dios, te alabamos“) que tan bien se ajusta a la meditación de hoy:



¿Qué sucede cuándo transcurre el tiempo y los cambios que uno anhela no llegan?

orar con el corazon abierto
¿Qué sucede cuándo van sucediéndose los días, las semanas, los meses, los años y los cambios que uno anhela no llegan? ¿Cuándo ese milagro que uno está esperando no se produce?

En la mayoría de las ocasiones ocurre que la paciencia se va perdiendo, dominada por la impaciencia; que sus pilares que parecían tan firmes en la fe se van desquebrando poco a poco; y que esas cuestiones que nunca te habías planteado empiezan a remover tus pensamientos y a llevarte de cabeza. Sí, crees en Dios, pero las dudas te embargan, la incertidumbre te supera y el dolor te adormece. Y en estas circunstancias uno está determinado a tomar decisiones poco sensatas, carentes de sentido son muy propensas a lo irracional.
Y si en estos casos cuando más se demuestra la confianza en el Padre. Buscar en el interior y hacer caso omiso de esas voces estruendosas que vienen del exterior. Estar atento al susurro del Espíritu, que trasmite siempre en lo más profundo del corazón la voluntad del Padre. Claro que esto no es sencillo porque siempre uno camina sobre la línea del precipicio y, sin esa luz que ilumina para dar pasos certeros. Esa luz que es Cristo es la que permite al que confía mantenerse atento, paciente, dispuesto y expectante. Es el que te permite, a la luz de la oración, vislumbrar la voluntad de Dios y alejar de los pensamientos aquello que no es conveniente.
¿Qué sucede cuándo van sucediéndose los días, las semanas, los meses, los años y los cambios que uno anhela no llegan? ¿Cuándo ese milagro que uno está esperando no se produce? A la luz de la razón, llega la congoja y la angustia. Cuando no hay respuesta, cuando no se vislumbra un futuro, llega la desesperación del alma. De la mano de Dios, sin embargo, la paz y la serenidad interior se convierten en compañeras del alma.Y así el corazón descansa.
Las experiencias vitales te enseñan a ponerlo todo en las manos misericordiosas del Padre. Esas manos toman tus preocupaciones y tus angustias y las acaricia y, suavemente, van calmando la angustia interior. La vida te enseña que no puedes caminar con orgullo sino que el Señor te acompaña firme cuando te sientes frágil y pequeño, cuando contemplas la Cruz y aceptas por amor el sacrificio porque uno es un pobre Cirineo que se dirige con Cristo al Calvario, que es decir la eternidad. Miras al Señor y comprendes que todo tiene un propósito. Y ese propósito tiene un fin. ¡Bendito fin!

¡Padre de Bondad, Dios Todopoderoso, Tú me has creado con un propósito y yo quiero cumplirlo haciendo Tu voluntad! ¡Ayúdame a crecer en santidad para llevarlo a término! ¡Padre, Tú tienes un plan para mí mucho antes de mi nacimiento: ayúdame con la fuerza del Espíritu Santo a cumplirlo! ¡Concédeme la gracia, Padre de Amor y Misericordia, a vivir acorde a tus mandamientos y a vivir acorde a lo que tienes pensado para mí! ¡No permitas, Padre, que nada me detenga, que nada me desanime y nada me frene! ¡Capacítame, Padre, con los dones de tu Santo Espíritu! ¡Señor, recuérdame con frecuencia que a Ti no de detienen ni te desconciertan los problemas! ¡Mantente, Padre, cerca siempre de mis familiares y amigos, de aquellos que sufren persecución, enfermedad, soledad, dolor, carencias económicas y laborales! ¡No nos abandones nunca, Padre!¡Enséñame a aceptar todo lo que me das y, aunque no entienda los motivos y las circunstancias, haz que se convierta siempre en una bendición y me haga una persona agradecida! ¡Gracias, Padre, porque me puedo acercar a Ti y presentarte en cualquier momentos mis plegarias, por darme la paz que tanto anhelo y el descanso en tiempos de turbulencia! ¡Gracias, Dios mío, por tu bondad, tu amor y tu misericordia!
¿Por qué tengo miedo?, buena pregunta que se responde en esta canción:

miércoles, 21 de junio de 2017

Abrir el corazón para entregar las fragilidades del alma

Una de las maravillas de la oración: acercarse a Dios. Abrir el corazón para que pueda reinar en mi alma. Abrir el corazón y presentarle una a una todas mis debilidades con sinceridad, rectitud de intención, escrutando hasta el más recóndito de los rincones para enfrentar a la luz del Espíritu Santo la propia realidad ante los ojos de Dios. En el abismo de su misericordia podré luego ir a confesarme y comulgar en paz.Abrir el corazón para entregar las fragilidades del alma y no caminar con una apariencia de virtud sino con la auténtica belleza de estar limpiamente unido al Señor.
Abro una página del Evangelio. Allí surge la figura del leproso. Su lepra es corporal no del alma. Siente la cercanía del Señor que se aproxima a él. Ha visto en su mirada el amor misericordioso del Dios vivo. Y se postra a los pies de Jesús. Pone su cabeza a ras de suelo, mordiendo el polvo del camino. Es una imagen tremenda, demoledora. El leproso sufría por la condena de sus llagas. Así tiene que ser mi sentimiento por mis pecados. Orar ante Dios con el corazón abierto, con el rostro mordiendo el polvo del suelo, consciente de mi fragilidad y mi indigencia moral para presentar como el enfermo de lepra mi indignidad ante los ojos de Dios.
Y pronunciar, como el leproso: “No soy digno”. No soy digno pero por la gracia, Cristo puede sanarme. “Si quieres, puedes sanarme”, dice el leproso con fe y esperanza. Es una oración sencilla; profunda en su contenido, bellísima en su forma. No le dice a Cristo, el que todo lo puede: “Cúrame esta lepra”. Es más humilde la petición, más delicada, muy consciente de quien tiene delante: “Si quieres… puedes curarme”.
Soy consciente de que tantas veces acudo al Señor con clamores imperativos. No es eso lo que quiere Jesús de mí. Quiere que primero ponga mis faltas, todo mi corazón y toda mi alma y hacerlo con confianza bajo su divina persona para humildemente exclamar: “No soy digno, Señor, pero si quieres puedes curarme”. Lograré así, seguramente, que Cristo reine de verdad en un corazón tan pobre como el mío.
¡Señor, acudo hoy a ti con el corazón abierto a tu misericordia, a tu amor, reconociendo que no soy digno pero necesito que me cures mi parálisis y todo aquello que me aleja de Ti y de los demás!
¡Señor, si quieres puedes curarme porque necesito que me liberes de mis fracasos y de mis caídas, de mis cegueras y mis fragilidades, porque todo eso me impide verte a ti como el auténtico Señor de mi vida y a los demás como las personas a las que debo servir como un cristiano que vive la verdad del Evangelio! ¡Ayúdame, Señor, a abrirme a tu amor para no esconder mi realidad y ser consciente de que necesito de tu misericordia! ¡Hazme consciente, Señor, de que si ti no puedo caminar seguro! ¡Señor, hay cosas que me ciegan, es la lepra del orgullo y la soberbia, el pensar que si ti todo lo puedo, me autoengaño, no me permita ver la realidad! ¡Enciende mi fe, Señor, fortalece mi esperanza, da luz a mi camino para que pueda postrarme a tus pies como aquel leproso que se sentía indigno para que tus manos sane todo aquello de mi interior que deba ser sanado! ¡Sí, Señor, vengo a ti como el leproso del Evangelio porque estoy profundamente necesitado de tu gracia! ¡Te amo, Señor, si quieres puedes curarme! ¡Porque te amo, Señor, quiero amarte también en cada uno de las personas que se crucen a mi lado! ¡Sagrado Corazón de Jesús, en vos confío!
Adoration, la música de hoy:

lunes, 19 de junio de 2017

Corpus Christi, Fiesta de Dios

img_4155Ayer fué la Fiesta de Dios porque es la vida de los hombres, compartida y celebrada por Cristo. Celebramos hoy la festividad del Corpus Christi. La celebración de la Eucaristía es el eje vertebrador de la vida de la Iglesia. El centro de la Santa Misa es la Plegaria Eucarística en la que recordamos el sacrificio de Cristo entre gracias y alabanzas a Dios. Y el culmen tiene lugar en la Sagrada Comunión, donde Cristo nos entrega su ser mismo. Y los bautizados tenemos el gran privilegio de comer y beber su Cuerpo y su Sangre. Con este gesto tan hermoso, en cada liturgia eucarística, Cristo alimenta y forma de manera permanente a su Iglesia en su peregrinación hacia el cielo prometido. Antes de recibir la Sagrada Comunión, el sacerdote anuncia de manera alegre y con palabras sencillas que vamos a recibir al Señor: «Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo. Dichosos los invitados a la cena del Señor». Y, ante un don tan inmenso, los fieles exclamamos con humildad rememorando las palabras del centurión: «Señor, yo no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme». A consecuencia de nues­tra condición pecadora, nadie es digno de un don tan grande. Y, sin embargo, el amor de Jesús es tan espléndido que se nos acerca en la Eucaristía para hacernos partícipes de su vida divina.

Más tarde, mientras muestra a los feligreses el pan eucarístico antes de comenzar su distribución, el sacerdote dice: «Dichosos los llamados a la cena del Señor».
Personalmente, me siento profundamente dichoso de poder acercarme a comulgar y encontrarme con el Señor que alimenta mi vida y mi fe. Es el gesto central de mi jornada. Es mi momento de mayor intimidad con Él. Pero en un día como hoy la fuerza del sacramento de la Eucaristía sobrepasa los muros de las Iglesias.
En muchas ciudades y pueblos del mundo hoy se paseará en procesión la figura del pan. Es un día para encomendar al amor misericordioso en Cristo nuestra comunidad de vecinos, nuestro pueblo, nuestra ciudad, nuestra parroquia, nuestras calles, nuestro lugar de trabajo... en definitiva, nuestra vida cotidiana.
En tiempos donde lo religioso trata de ser apartado y escondido, donde algunos movimientos sociales se hacen oír despreciando la verdad del Evangelio, siento que como cristiano debo hacer que las calles de mi ciudad sean hoy más de Jesús, que mi hogar sea más de Él, para que se sienta cómodo entre los míos. es la mejor manera de responder a ese mandato del: «Tomad y comed… Bebed todos».
Pero hacerlo también acompañado de María quien nos enseñó realmente que significa entrar en comunión con Cristo.

¡Señor, gracias por tu presencia ante nosotros en en el Sacramento de la Eucaristía! ¡Señor Jesucristo, gracias porque te nos ofreces de manera tan admirable y porque te quedas entre nosotros de forma tan amorosa! ¡En tu solemnidad deseo exaltar y glorificar la presencia de tu Cuerpo, de tu Sangre y de tu Divinidad! ¡Ayúdame a creer más en ti, Señor, por eso te pido que aumentes mi fe! ¡Señor, no solo eres el pan vivo que me alimenta, eres mi refugio, mi esperanza, mi fortaleza, mi consuelo! ¡Bendito y alabado seas, Señor! ¡Concédeme la gracia, Señor, de que la celebración de hoy me ayude a seguir tu ejemplo y me ayude a comprender que, además del pan y el vino, también debo compartir mi tiempo, mi cariño, mi compañía, mi amor, mis esperanzas y devolver a los demás todo lo que tu me regalas! ¡Y cuando hoy comulgue sienta especialmente que entro en comunión contigo y que este acto sea un dejarme penetrar por Ti, que eres mi Señor, mi Creador y mi Redentor! ¡Que sea capaz de asimilar mi vida con la tuya, mi transformación y configuración contigo que eres el Amor vivo! ¡Sagrado corazón, en vos confío!

sábado, 17 de junio de 2017

Pobreza enorme

Oficiaba la Santa Misa del jueves de Corpus Christi un sacerdote anciano. Su voz apagada, temblorosa y lenta hacia cadenciosa la ceremonia. En el momento de la consagración eleva sus manos temblorosas para ensalzar la Hostia. ¡Un hecho tan extraordinario en tanta pobreza humana! Y, sin embargo, en esas manos frágiles y desgastadas del sacerdote se encierra el mayor símbolo del Amor y de la entrega. ¡Impresionante!Una de las características de Jesús es su entrega absoluta. Se despoja de su condición divina y, haciéndose hombre, se dispone a servir al prójimo. Pero esa entrega es tan radical que va unida a la mayor de las pobrezas. Solo así puedo darse la muerte en Cruz y la redención.
La pobreza es innata al ser de la Iglesia. Pobreza en María y José; pobreza en san Juan, pobreza en la vida del primer colegio apostólico, pobreza en los seguidores de Jesús y, sobre todo, pobreza —¡santa pobreza!— en la Cruz.
Todo en Jesús rezuma pobreza. No la pobreza material sino la del corazón donde se asienta la mayor de las grandezas: el desprendimiento, la caridad, el amor... Y, mientras, los hombres buscamos siempre los oropeles y la grandeza, el corazón pobre de Cristo busca nuestra debilidad y nuestras fragilidades, esas que no relucen a los ojos de los hombres. Lees en tu propio corazón: ¿estoy dispuesto a renunciar a todo? ¿Qué apegos me encadenan? ¿Qué seguridades me esclavizan? ¿Qué actitudes disparan mis egos? ¿Qué honras vacías busco? ¿Qué compensaciones me llenan? ¿Qué autosuficiencias me llevan a engaño? ¿Qué agrieta mi corazón? ¿Por qué me autoengaño con tanta frecuencia?
Te lo preguntas, sí. Te lo cuestionas sobre todo admirando esa Hostia elevada en la Eucaristía. Y cuesta comprender que lo que Cristo desea de uno es la sencillez de su propia vida. ¡Su pobreza interior! Esa pobreza que se convierte en un tesoro valiosísimo cuando uno aparta de su lado las lisonjas, la búsqueda del reconocimiento de los demás, los aplausos, las honras estériles, las máscaras que impiden mostrar como uno en realidad es, las apariencias, la fama efímera, la volatilidad del dinero, la gloria vana del ser y el poseer... todo son migajas frente al gran tesoro que encierra todo corazón pobre. Es aquí donde Dios se siente a gusto, guarnecido. Es en torno a esa pobreza interior donde Dios gusta permanecer por eso duele ese empecinamiento por poner freno a la presencia del Señor en el corazón.

Las manos frágiles del sacerdote elevan la Hostia consagrada y, ante tanto Amor, uno solo puede exclamar consciente de su nada: «Sagrado Corazón de Jesús, en ti pongo mis debilidades y mi fragilidad, acógela en tu misericordia y despréndeme de todo lo que me aparta de Ti; haz de mi algo provechoso y santo y no permitas que mi orgullo y mis egoísmos me alejen de Ti; no permitas que mis ambiciones me separen de Ti; que mi cerrazón me impida ver la grandeza de tu amor; ayuda a ser humilde y pequeño; Sagrado Corazón de Jesús, en vos confío!»

¡Señor, concédeme la gracia de que la única riqueza que anhele sea poseerte a Ti! ¡Ayúdame a ser un siervo inútil, que no posea nada más que Tu amor y tu misericordia para llevarla a los demás! ¡Señor, tu conoces a la perfección mis imperfecciones; tu sabes de mis debilidades y mis fragilidades; conoces mi pequeñez... sostenme, Señor, y ayúdame a sobrellevar con entereza mis propias imperfecciones porque te las ofrezco con toda mi humildad! ¡Ayúdame a ser libre a tu lado, sin esperar honras ni aplausos! ¡No permitas, Señor, que me duela mi pobreza; es más, te pido que me ayudes a ahondar en ella para que mi miseria sea el asiento de tu misericordia! ¡Señor, no te puedo ofrecer nada más que mi indigencia y mi pobreza, mis necesidades y mis penurias y las pongo en tus manos para que seas Tu el que me guíe y me sustente! ¡Me abandono en tus manos, Señor, donde encuentro la felicidad y el consuelo, la paz y la esperanza! ¡Ayúdame a eliminar todo lo que sobra de mi vida, a dejar de vivir preocupado e imponer mis criterios! ¡Y ayúdame a abandonarme en tu voluntad! ¡Sagrado Corazon de Jesús, en vos confío!
O Salutaris Hostia, la música que acompaña la meditación de hoy: