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martes, 11 de julio de 2017

¿Qué potestad tengo para desenterrar lo que Dios había ocultado de mi vida?

Desde Dios
He abierto la Biblia aleatoriamente y ha surgido la última página del último libro de Miqueas. Mi corazón se llena de consuelo. Leo: «Él volverá a compadecerse de nosotros y pisoteará nuestras faltas. Tú arrojarás en lo más profundo del mar todos nuestros pecados».
Con cierta frecuencia trato de apartar esos pensamientos dolorosos que se hacen presentes; trato de que no se conviertan en asideros para la queja, la resignación o la tristeza. También trato de ahuyentar esas ideas que buscan laminar mis estados de ánimo para que mi espíritu decaiga. No siempre lo logro, esa es la verdad aunque soy consciente de que debo echar al cubo del olvido todo lo que, asumido como error y corregido, no es merecedor de integrar mi vida.
La realidad es que con frecuencia aquello que pensé enterrado resurge entrando por una pequeña rendija de mi corazón ocupando el mismo lugar que tenía en el pasado. Y ahí toman fuerza las palabras del profeta Miqueas, contemporáneo de Isaías. Me surge así la duda de la razón por la cuál tengo la tentación de recuperar eso que conviene dejar enterrado en el olvido de mi historia. Te hace también cuestionarte qué sentido tiene aferrarse a la idea de martirizarse con los fallos y errores cometidos en épocas pasadas cuando en el hoy has rectificado tu camino. Uno es consciente de que ha sido perdonado por Dios, que su misericordia es infinita, que con el arrepentimiento sincero su gracia se derrama a espuertas sobre tualma... Entonces... ¿por qué trato de recuperar de las profundidades aquello que estaba sepultado y que en el ayer me paralizaba, me hería, me impedía avanzar y ponía frenos a mi camino hacia la santidad cotidiana? Y la pregunta crucial: ¿Qué potestad tengo para desenterrar lo que Dios había ocultado y perdonado? Entonces la respuesta surge de inmediato. Los sentimientos y los pensamientos de Dios, su delicadeza y su amor, está a años luz de los míos. Sí, tengo que alejar de mí aquello que me aprisiona y cercena mi libertad. Y, para ello, debo pedirle más al Espíritu Santo, sentirme más cerca de Dios y más unido a Cristo.

¡Señor, ayúdame a sentirte siempre cerca! ¡Ayúdame a sanar todo aquello que me hace daño, Señor, para crecer cada día! ¡Derrama tu paz, Señor, sobre mi vida y acoge mis aflicciones, preocupaciones, tus miedos, angustias, soledades, confusiones, amarguras y vacíos! ¡Te entrego, Señor, mis complejos, culpabilidades, traumas  y debilidades! ¡Señor, siento tu amor y tu bendición por eso todos los días te alabo, te bendigo y te doy gracias por tu amor y tu misericordia! ¡Te dono todos mis problemas porque sé que Tú los acogerás y me llenarás de paz! ¡Señor, que no me acostumbre a verte crucificado! ¡Que no me canse de adorar y besar la Cruz de cada día! ¡Señor, ayúdame a ponerme a los pies de Tu Cruz para abandonarme enteramente a Ti y confiar en que Tu me darás siempre lo que es mejor para mi! ¡María, Madre, ayúdame a contemplar el misterio inefable de la Cruz! ¡Te ofrezco, Señor, mi cruz de cada día! ¡Cuando lleguen, Señor, esos momentos de Cruz que tanto me cuesta aceptar que sea capaz de ofrecértelos con amor! ¡Ayúdame, Señor, a no rebelarme, a no quejarme, a no protestar, a no agitarme ni perturbarme! ¡Ayúdame a penetrar en los secretos de tu corazón doliente, Señor, para corresponder en mi limitada vida cotidiana a tu fidelidad y a tu amor!
Tienes la llave, canción para avanzar en la vida:

sábado, 8 de julio de 2017

Descargar las cargas a los pies de la Cruz

desde Dios
Hay días, como ayer, que al terminar la jornada —agotadora— se busca especialmente el refugio del hogar para encontrar la paz y la tranquilidad. Paso antes por un templo para poner ante el rostro sufriente de Cristo en la Cruz mis agobios, cansancio, preocupaciones y penalidades de la jornada. Los descargo a los pies del Sagrario. Allí coloco el peso de mi cruz, una carga pesada y dolorosa. Así, puedo entrar en casa con la descarga de la pena.¡Qué fortuna la de los creyentes que tenemos al Señor que se ofrece a aliviar nuestros agobios y cansancios! ¡Qué consuelo saber que es posible cargar el yugo de quien es manso y humilde de corazón para encontrar el descanso para nuestras almas!

Te das cuenta de que la jornada, el día a día, avanza inexorablemente. Que las ocupaciones cotidianas te van ahogando, quitándote el tiempo, a veces incluso la ilusión. Hay días, incluso, que has hecho mucho, tu jornada ha estado repleta de reuniones, de ir de aquí para allá, de llamadas telefónicas, de resolver problemas, «de apagar fuegos»... pero en realidad están vacías; lo están porque Cristo no está en el centro.
No caemos en la cuenta de que muchos de los abatimientos que nos pesan, de los cansancios que nos ahogan, de los agobios que martillean nuestra vida... tienen mucho que ver con esa incapacidad para vislumbrar la acción que el Señor ejerce en cada uno de los acontecimientos de nuestra vida.
Ante la Cruz, ante el rostro sufriente del Cristo crucificado, donde puedes depositar tus cansancios y tus agobios, uno recibe grandes dosis de paz interior, de serenidad, de esperanza, de reposo.
Pero esto, que real, se convierte muchas veces en una teoría: ¡cuánto cuesta ponerlo en práctica y echarse de verdad en las manos misericordiosas y amorosas del Señor, que acoge las preocupaciones para aliviarlas y las fatigas para darles descanso!

¡Señor, deposito mis cargas pesadas a los pies de la Cruz! ¡Te doy gracias, Señor, por tu presencia en mi vida, porque tu carga es liviana y tu te ofreces para que descargue en ti mis agobios y preocupaciones! ¡Gracias, Señor, por la paz y la serenidad que ofreces A quien se acerca a ti, por eso quiero confiar siempre en tu providencia! ¡Te ruego que calmes mis tempestades interiores y exteriores y ante las pruebas que me toca vivir, a veces difíciles, que seas tú la fuerza que me permita seguir adelante! ¡Envía tu Espíritu, Señor, para que vení salgan siempre pensamientos positivos y aleja de mí aquella negatividad que tanto daño hace a mi corazón y tanto me aleja de ti! ¡Señor, te entrego por completo mis cargas, mis tristezas, mis miedos, mis pensamientos, mis debilidades, mis tentaciones, mis dudas, mis luchas, mis amarguras, mis miedos, mis caídas, mis angustias, mis soledades, mis temores, a mis pecados, mis errores, mis preocupaciones, mi alma, mis tentaciones, mi fragilidad, mis debilidades, mis deseos, mis ansiedades, mi pasado, presente y futuro y, sobre todo mi espíritu; hazme fuerte para salir con firme y comprometido de mis batallas y que tu fuerza y tu poder me acompañenen cada momento de mi vida! ¡Sagrado Corazón de Jesús, en vos confío!
Del compositor austriaco Johann Joseph Fux ofrezco hoy este bella pieza de su catálogo: Victimae paschali laudes K. 276
 

Abandonar la seguridad de los propios criterios

desde Dios
Me ocurre con frecuencia. El trajín de lo cotidiano me lleva a deambular de un lado a otro apagando fuegos y sorteando las frecuentes dificultades que surgen como hongos. Cuento con una gran ventaja y es que puedo despreocuparme por las cosas porque tengo mucha confianza en la «mano que todo lo puede». Y en la Cruz salvadora. Allí es donde uno reconoce el trazo santo del Amor indicando con claridad cual es el horizonte donde fijar la mirada. Así es más sencillo reconocer al Señor en los quehaceres cotidianos y ver su reflejo en sus resultados. Al mismo tiempo esa presencia se manifiesta claramente en los propios pensamientos, en las propias palabras, en los propios actos, en los actos de amor y servicio a los demás, en los gestos más sencillos y también en los de más enjundia. O al menos ese es el deseo que surge del corazón.

A Cristo se le puede reconocer de la manera más inesperada. ¿Acaso los dos de Emaús, discípulos abatidos y desalentados, no reconocieron a Jesús cuando sentados a la mesa se dispuso a partir el pan? Me sorprendo como el Señor hace lo mismo conmigo y mi familia: el Señor parte diariamente entre los míos ese «pan de cada día», ese pan que —por gracia de Dios— no falta en nuestra mesa y que es motivo para dar gracias, alabanza y reconocimiento.
Pero también lo reconozco entre mis dolores, sufrimientos y lágrimas. Él lo acoge todo y todo lo hace suyo.
Tengo, es verdad, un deseo; un anhelo nada sencillo de ver cumplido pero vivo en mi corazón. Que sea capaz de mostrar Su vida a través de la mía. Basta con que mi pobre persona —mi pobre humanidad, en realidad— roce suavemente la divinidad de Cristo. Mientras escribo esto tengo delante un hermoso crucifijo. Y fijo mi mirada en Él. Ahí está el Señor destilando su gran misericordia, ternura, amor y perdón sobre mi. Esto llena mi corazón siempre repleto de interrogantes y lleno de mundanidad.
Uno comprende que la experiencia de Dios en lo cotidiano es, en realidad, una invitación clara a abandonar la seguridad de los propios criterios y de nuestra razón para vivir el proyecto de Dios que se hace experiencia encarnada en nuestra propia vida. El encuentro con Dios en lo cotidiano implica tener la madurez humana de alguien para vivir orientado hacia la propia interioridad y volcarse hacia el prójimo y, sobre todo, hacia aquello que Dios mira y ama. Ardua tarea que se convierte en un reto en este último día del mes del Sagrado Corazón.

¡Señor, te doy gracias por el don de la vida y del amor! ¡Concédeme, Señor, la capacidad de escuchar tu voz con el corazón abierto y con la docilidad para acoger tu voluntad! ¡Hazme, Señor, una persona abierta a tus santas inspiraciones! ¡Otórgame, Señor, con la fuerza de tu Santo Espíritu, el poder para sentir humildemente cada una de las manifestaciones de amor con las que me llenas cada día! ¡Señor, tu lo sabes todo y sabes que te amo, aunque tantas veces te abandono como hizo Pedro; tú conoces mi debilidad y mis flaquezas! ¡No permitas, Señor, que me deje guiar por las inspiraciones de mi corazón sino por tu Palabra y tus enseñanzas; que seas Tú, Señor, mi guía! ¡Envía tu Santo Espíritu sobre mí, Señor, porque son muchas veces las que me desvío del camino; que venga el Espíritu Consolador para que me anime a levantarme y seguir avanzando cada día! ¡Soy consciente, Señor, de que tu seguimiento exige esfuerzo y mucho sacrificio pero si me acerco a Tí, Jesús, sé a ciencia cierta que borrarás de mi corazón la soberbia, el orgullo, la autosuficiencia, la falta de caridad, y todo aquello que me aparta de ti! ¡Y en este último día de tu mes del Sagrado Corazón, me consagro a Ti, te glorifico por el amor infinito que tu corazón siente por mi pequeño ser; te alabo y te bendigo, Señor Jesús, porque tu Corazón está siempre abierto a dar amor y misericordia! ¡Recibe, Señor, mi ofrenda y mi entera disponibilidad para ser capaz de dar amor, dar esperanza, dar alegría, dar disponibilidad y ser signo de tu Amor, testigo de tu Reino y constructor de la civilización del Amor!
Hoy acompaño la meditación con la canción de Jeremy Camp, Christ in me.

jueves, 6 de julio de 2017

El pecado que vive en mi

desde dios
Uno de los aspectos que más me impresionan de la figura del apóstol san Pablo, ese espejo que tenemos los cristianos para fortalecer nuestra fe, es su confesión de que de una manera reiterada tenía que luchar contra los demonios que combatían su espíritu. San Pablo se declara en la carta los Filipenses como un ser imperfecto, consciente de su absoluta vulnerabilidad, confesión que reitera en la carta a los Corintios; se considera el primero de los pecadores, aspecto que incide cuando escribe a Timoteo; e, incluso, duda de que algún día pueda llegar a salvarse, como manifiesta en la epístola a los Romanos. Si Paulo de Tarso, apóstol del cristianismo y uno de los mayores protagonistas de su expansión tras la muerte de Cristo, mantiene consigo mismo una idea tan profunda de su pequeñez, ¿en qué situación me encuentro yo, hombre con pies de barro, que se cree tan perfecto, con una vida interior tan ínfima, tan pobre, tan angostada?Pensar en san Pablo es entender que el pecado vive en mí a pesar de mis desvelos por desterrarlo de mi alma y de mi corazón, cautivo como estoy a los estímulos del pecado, con una experiencia espiritual que no es más que una retahíla de fracasos y de caídas permanentes, con negaciones constantes al Señor…
Asumiendo la vida del apóstol siempre hay esperanza. Y esa esperanza viene de Dios. De ese Dios hecho carne, de esa salvación prometida, de ese cumplimiento para que yo pueda salvarme, de ese gesto impresionante de morir en mi lugar para que yo pueda redimirme del pecado. Contemplo la Cruz y veo la grandeza de ese Cristo yaciente, su santidad, su muerte redentora, la grandeza de ese gesto y no me queda más que exclamar con convincente gozo: ¡Gracias, Dios mío, por darme a Jesucristo, que se ha ofrecido a si mismo sin mancha, y me hace entender que estoy en este mundo para servirte a Ti como un verdadero hijo tuyo!
Mi camino es imperfecto aunque tantas veces me crea un ser superior pero si hay algo que Dios tiene claro es lo que quiere de mí y cómo conseguirlo. Y todo pasa por desterrar la soberbia del corazón para vivir entregados a Él y a los demás con humildad, amor, servicio y generosidad. Y cuando me crea perfecto… basta con tratar de leer los renglones torcidos que Dios escribe en mi vida para entender por donde debe ir mi transformación interior.

¡Señor, sé que lo que te agrada de mi es que sea sencillo, mi pequeñez, mi humildad, mi camino paso a paso! ¡Bendice, Tú Señor, mi caminar! ¡Perdóname, Señor, por las ocasiones en que no me someto a tu voluntad sino que hago lo que creo que es más conveniente para mí si tenerte en cuenta a Ti! ¡Perdóname, Señor, por esas obras pecaminosas que me apartan de tu corazón inmaculado! ¡Perdóname, por los acuerdos con el enemigo que me hacen ver el pecado como algo liviano y trivial! ¡Te pido, Señor, que selles mi mente, mi espíritu, mi cuerpo y mi alma con tu sangre! ¡Señor de misericordia, abre mi ojos para que siempre sea capaz de descubrir el mal que hago! ¡Toca con tus manos mi corazón para que me convierta sinceramente a Ti! ¡Restaura en mi corazón tu amor, Señor, para que en mi vida resplandezca con gozo la imagen de tu Hijo Jesucristo! ¡Señor, tu exclamaste que querías la conversión del pecador; aquí estoy yo Señor para confesar mis pecados y reclamar tu perdón! ¡Ayúdame, Señor, a escuchar tu Palabra, a hacerla mía! ¡Ayúdame, Espíritu Santo, dador de vida, a comportarme con sinceridad en el camino del amor y la entrega a los demás, y a crecer en Jesús en todos los acontecimientos de mi vida! ¡No tengas en cuenta mis negaciones, Señor, y mírame cada vez que caiga con tu mirada de amor misericordioso porque sabes que esto mueve a mi corazón a prometerte fidelidad!
Himno al amor, para acompañar el pensamiento de hoy:

Santificar el trabajo cotidiano

orar con el corazon abierto
No siempre la vida laboral es sencilla porque surgen dificultades o porque acomodarse al trabajo con otras personas no resulta fácil. Y pese a todos los inconvenientes que surjan, mi trabajo tengo que hacerlo siempre por amor a Dios. En realidad, la dignidad del trabajo radica en el amor. Lo pequeño y lo grande, lo aparentemente monótono y ordinario, lo escondido y lo más vistoso, lo que en apariencia parece insignificante, si está bien hecho y tiene un noble ideal es grande a los ojos de Dios.
Y si lo hago por amor a Él, al Señor se le tengo que ofrecer todo en su conjunto. No le puedo ofrecer nada —insignificante o vistoso— que no sea constante, impecable, perfecto, honesto, digno, recto de intención y sin tacha. Cada jornada laboral de mi vida tiene que convertirse en una ofrenda amorosa a Dios, en Dios y para Dios.
Y no debo olvidar nunca que allí donde está mi trabajo también está Dios; en el trabajo puedo tener un hermoso encuentro cotidiano con el Señor. Mi trabajo es, así, mi camino de santificación. Un espacio para amar a Dios, al que ofrecerle mi tarea cotidiana; y un lugar para amar al compañero, al que servirle, ayudarle y serle de utilidad.
La realidad de mi vida laboral pasa como decía un santo contemporáneo por santificar mi trabajo, santificarme en el trabajo y santificar al prójimo con el trabajo. Sabiendo todo esto, ¿Es mi vida laboral, mi trabajo, un camino para mi santificación personal?

¡Señor, concédeme la gracia de convertir mi vida laboral en un medio para servir a la sociedad! ¡Concédeme, Señor, la gracia, de que mi trabajo sea un camino para llegar a la santidad, que sea un momento de oración, que tenga un sentido redentor! ¡Ayúdame, Señor, a hacer bien el trabajo como la hacías Tú cuando trabajabas en la carpintería de Nazaret! ¡Espíritu Santo, ayúdame que mi trabajo, mis esfuerzos cotidianos, mis laborales diarias incluso las más insignificantes sean una manera de honrar a Dios! ¡Que no me olvide cada día de ofrecer mi trabajo antes de comenzar para hacerlo honesto, profesional, digno, eficaz, imperfecto y recto de intención! ¡Concédeme, Espíritu Santo, a hacer las cosas con alegría! ¡Oriéntame siempre, Espíritu Santo, en mi tarea como un modo de santificarme cada día y de servir a los demás! ¡Haz, Espíritu Santo, que mi corazón comprenda siempre que lo que dignifica y dar valor a mi trabajo es el amor que ponga en él; amor a Dios y a amor a los demás! ¡Ayúdame a hacer siempre las cosas con profesionalidad, con interés, como un modo de santificación!
Mi trabajo es creer, cantamos en el día de hoy: