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viernes, 21 de octubre de 2016

“Para conocer a Jesús no basta el catequismo, hay que rezar”

Oración, adoración y reconocerse pecadores. Son tres elementos indispensables para conocer verdaderamente a Jesús. Y es por ello que no basta el catecismo, como indicó Papa Francisco en la homilía de la misa que presidió hoy, 20 de octubre, por la mañana en la capilla de la Casa Santa Marta, según indicó la Radio Vaticana.
 
El Pontífice reflexionó sobre el pasaje de la Carta de San Pablo a los Efesios, primera lectura de hoy: «Ganar a Cristo», es el tema. El Apóstol de los gentiles pide que el Espíritu Santo le de a los efesios la gracia de «ser fuertes, reforzados» para que Cristo  pudiera vivir en sus corazones. Porque «ahí está el centro».

Pablo, dijo Bergoglio, «se sumerge» en el «mar inmenso que es la persona de Cristo» Después se preguntó: «¿Cómo podemos conocer a Cristo? ¿Cómo podemos comprender el amor de Cristo que supera todo conocimiento?». Cristo, respondió Papa Francisco, «está presente en el Evangelio. Leyendo el Evangelio conocemos a Cristo. Y todos nosotros hacemos esto. Al menos escuchamos el Evangelio cuando vamos a Misa. Con el estudio del catecismo. El catecismo nos enseña quién es Cristo. Pero esto no es suficiente. Para ser capaces de comprender cuál es la amplitud, la longitud, la altura y la profundidad de Jesucristo es necesario entrar en un contexto, primero, de oración, como hace Pablo, de rodillas: ‘Padre envíame al Espíritu para conocer a Jesucristo’».
Par conocer verdaderamente a Cristo, reafirmó Francisco, «es necesaria la oración»; pero Pablo, añadió, «no sólo reza, sino que adora este misterio que supera todo conocimiento y en un contexto de adoración pide esta gracia» al Señor. «No se conoce al Señor —explicó el Papa— sin esta costumbre de adorar, de adorar en silencio. Adorar. Creo (si no me equivoco) que esta oración de adoración es la menos conocida por nosotros, es la que hacemos menos. Perder el tiempo (me permito decir) ante el Señor, ante el misterio de Jesucristo. Adorar. Y allí en silencio, el silencio de la adoración. Él es el Señor y yo adoro».
El Pontífice concluyó su homilía diciendo que «para conocer a Cristo es necesario tener conciencia de nosotros mismos», es decir, tener la costumbre de acusarnos a nosotros mismos, reconociendo que  somos «pecadores».
«No se puede adorar sin acusarse a sí mismo —explicó. Para entrar en este mar sin fondo, sin orilla, que es el misterio de Jesucristo, son necesarias estas cosas. La oración: ‘Padre, envíame al Espíritu para que Él me conduzca a conocer a Jesús’. Segundo: la adoración del misterio, entrar en el misterio, adorando. Y tercero: acusarse a sí mismo. Soy un hombre de labios impuros’».

jueves, 20 de octubre de 2016

El pecado de omisión.

En ocasiones, hemos oído hablar del "pecado de omisión". ¿Sabemos realmente en qué consiste? Para entenderlo bien, os propongo la lectura de un texto que lo explica:

La defino como "el bien que podemos hacer y no hacemos"; he ahí tal vez el más grande pecado que cometemos, quedándonos de brazos cruzados.
Justificamos nuestra indiferencia diciendo "eso no tiene que ver conmigo", "yo no tengo la culpa" y otras frases de cajón, que adormecen la conciencia ante aquello que pudiéndolo dar, no lo dimos.

La lágrima que vimos rodar en el rostro de quien camina a nuestro lado y por no querernos involucrar, no la enjugamos... El papel que tirado en el piso, no lo recogimos; porque fue otro quien lo arrojó, nosotros no lo hicimos...

El pedazo de pan que no compartimos, porque nadie nos lo regaló, de nuestro propio esfuerzo lo obtuvimos... El no querer trabajar un minuto más, porque el contrato dice el tiempo exacto con el cual nos comprometimos...

La riña que no quisimos evitar, para no meternos en problemas que no son míos, la herida que no quisimos curar, porque no fuimos nosotros quién la hicimos... La palabra de aliento que nunca regalamos, a quien encontramos afligido; por temor o por cualquier cosa que justifique ese bien que pudiéndolo hacer, omitimos...

El tiempo que negamos para escuchar a alguien que necesitaba hablar; diciendo que no hay tiempo que perder, aún hay mucho por hacer y trabajar... La limosna que no ofrecimos, porque no queremos contribuir a la mendicidad y ociosidad; la mano que no estrechamos para que otros no piensen mal y no sentirnos juzgados...

La respuesta igual de desagravio que al que nos hirió le dimos; porque si callamos y no nos vengamos, creerán que somos idiotas y pueden siempre herirnos y pisotearnos...
La sonrisa que no regalamos a aquel que encontramos en el camino, porque no tiene nada que ver conmigo...

La oración que no elevamos por el que nadie oró, el perdón que no ofrecimos, la carta que alguien esperó y nunca escribimos; la visita a ese enfermo que solo quedó en el olvido, tanto pero tanto bien, que pudiéndolo hacer, por mil excusas que inventamos para justificarnos, no lo hicimos...

Esa es la rutina en la que a diario vivimos, ese es el camino que se nos presenta cada día pero que no elegimos; porque nos dejamos llevar por lo que dicen y hacen los demás; pensamos en el bien propio e ignoramos lo que siente, piensa y necesita el resto de la humanidad...

Vivimos creyendo que con hacer lo que nos toca o evitar realizar algún mal, nos hemos ganado el cielo, y ya somos buenos... No nos damos cuenta que estamos haciendo lo que no nos cuesta, somos igual que los demás; es más valioso marcar la diferencia, si nos esforzamos un poco más en regalar amor al que lo ha de necesitar; eso es lo que nos hace semejantes a Dios; quien para salvar la humanidad, hizo realidad el amor, y no se conformó con sanar y predicar; sino que inventó una nueva definición del amor, algo que le da su inigualable valor, y es ser capaz de amar tan al extremo que la vida dar por amor... y no sólo lo dijo, sino que así lo vivió, porque por amor, su vida en la cruz entregó...

Aún estamos a tiempo, hay mucho bien que sin darnos cuenta, podemos realizar...

martes, 18 de octubre de 2016

Futuro repleto de negros nubarrones… ¿Y?

nubarrones
Hay personas que confunden la desesperanza —la enfermedad del alma del hombre actual—con decepción o desesperación. La primera es esa percepción de una expectativa que se ha visto defraudada mientras que la segunda es perder la paciencia y la paz interior a consecuencia de un estado repleto de angustia y ansiedad que hace ver el futuro inmediato repleto de negros nubarrones. La desesperanza es esa agobiante percepción de que no hay nada que hacer —ni ahora ni nunca—, lo que conduce a una resignación forzada y el abandonar cualquier ambición o sueño personal y en el que el amor, el entusiasmo, la ilusión, la alegría e, incluso, la fe se debilitan y se extinguen. Observo, a muchas personas cercanas que por sus circunstancias vitales han perdido la esperanza porque su vida en lugar de ser una sucesión de experiencias hermosas y plenas están llenas de circunstancias dolorosas, desalentadoras y frustrantes. De sus labios sólo se escucha aquello tan dramático de «estoy desesperado».

En algún momento de mi vida, cuando el dolor ha sido muy profundo, cuando era incapaz de ver que Cristo camina a mi lado, la desesperanza se hacía muy presente en mi andar cotidiano. Con el tiempo, he comprendido que en realidad me faltaba la fe, la confianza y el abandono en Dios. Por eso ahora, aunque haya momentos muy difíciles, no permito que la desesperanza se cuele en mi vida, no dejo que se aloje en el sagrario de mi corazón donde mora el Dios de la esperanza. Ante lo único que estoy dispuesto a arrodillarme es ante el Padre Dios, pero no ante la ingratitud de la desesperanza. Cuando uno se postra ante la desazón tiñe de negro los pensamientos positivos y la esperanza —que siempre viste de verde— acaba diluyéndose ante la negatividad de la confusión interior. Cuando uno desespera deja de luchar, deja vía libre a los vicios pues considera que no los podrá corregir, se aleja de las buenas acciones y se aparta del camino de la virtud. Todo ello le hunde en las aguas movedizas de la tristeza que paralizan cualquier acción del hombre.
Pero cuando te postras ante el Cristo crucificado —y observas sus manos y sus pies llagados y tanto sufrimiento callado— comprendes que en el sacrificio del amor está la esperanza. Y toda desesperanza revierte en fe, el miedo desaparece, las lágrimas se secan, el peso de las cargas cotidianas se descargan al pie de la Cruz aliviando el peso del dolor.
Contemplando y adorando la Cruz es posible depositar toda la voluntad de mi vida, cualquier problema, tristeza, desolación, cansancio, sufrimiento, dolor… porque ese Cristo colgado de la Cruz que sostiene mi vida sabe hasta qué punto puedo llegar a soportar el sufrimiento que me embarga y será Él mismo quien me de la fuerza necesaria para salir airoso de la prueba. Es Él —y solo Él— el que me ayuda a cambiar la percepción de las cosas, a mirar la vida con otra perspectiva, a aumentar esa fe débil que me embarga, a pulir todas aquellas aristas que necesitan ser cambiadas y, sobre todo, a perfeccionar los trazos de mi vida. Cuando uno deposita en Dios toda su confianza el camino es siempre más fácil y la desesperanza se aleja hasta perderla en el horizonte.

¡Señor, no permitas que cuando llegue la cruz a mi vida me desoriente y experimente la impotencia de mi humanidad! ¡Ayúdame, Señor, en Los momentos de oscuridad a ir buscando a tientas Tu rostro! ¡Señor, Tu sabes que las pruebas se me hacen muy duras y pierdo la seguridad y la confianza porque no estoy seguro de nada ni estoy para nada! ¡Señor, Te contemplo en la Cruz y aún así tengo dudas y el desaliento me derrumba muchas veces! ¡Espíritu Santo, en los momentos de aflicción no permitas que deje de rezar que mi oración no rebote en los fríos muros del silencio! ¡Yo sé, Señor, que estás aquí, que me observas y que me escuchas per muchas veces tengo miedo y aunque a veces no sienta nada quiero creerlo de verdad! ¡Aquí tienes, Señor, mis pesares, mis miedos, mis mi futuro… ocúpate Tú ahora de todos ellos y de mis cosas, de la incertidumbre dolorosa que impregna mi alma que solo Tú sabes llena de miserias! ¡Haz, Señor, que Tu rostro ilumine la oscuridad de mi confusión! ¡Sin sentirte a mi lado todo es más difícil! ¡Ven, Señor, ven pronto y sálvame de mi mismo, toma mi corazón y dame la fuerza y el valor para líbrame de mis inquietudes e iniquidades! ¡Te pido, Señor, el don de la alegría a pesar de mis dificultades y del sufrimiento! ¡Te quiero, Señor, y espero sólo en Ti! ¡Ayúdame a sacar fruto abundante de los momentos de dificultad abrazándome a Tu Cruz, junto a María!
Dios, qué grande es tu amor, le cantamos al Señor:

El “himno del farolero”: un canto bizantino de vísperas.


Este himno, el Oh, hermosa luz, también conocido como elHimno del farolero, por cantarse al final de la tarde, cuando comienzan a encenderse las luces, es un himno de vísperas –la oración del final de la tarde-  que se precia de ser el más antiguo registrado en el cristianismo, fuera de aquellos que están basados en diversos pasajes de las Escrituras (como en el caso del Benedictus, los Salmos o el Nunc Dimittis o el Magnificat, este último, el más antiguo himno mariano del que se tenga conocimiento).
La primera referencia a este himno se consigue en las Constitutiones Apostólicas del siglo III, y san Basilio el Grande consideró el canto de este himno como una de las tradiciones más queridas de la Iglesia.
Hasta la fecha, se recita diariamente durante las vísperas, entre cristianos de rito bizantino.
En el video, compartimos el himno, en su versión en inglés, cantada por los monjes del monasterio de Valaam, en Rusia.

lunes, 17 de octubre de 2016

Etiquetas marcadas

etiquetas-marcadas
Aunque durante mucho tiempo he tenido la tendencia a etiquetar ahora no me gustan las etiquetas —y no siempre lo logro—. Es un impulso muy común entre los seres humanos. En cuanto conocemos a alguien lo calificamos de alguna forma, por su tono de voz, por sus gestos, por su manera de vestir, por su aspecto físico... e, inmediatamente, lo clasificamos en una determinada categoría. Incluso, muchas veces, decidimos que esa persona no nos atrae o no nos gusta pero no sabemos el porqué.
No me gusta etiquetar por qué no me gusta crear límites a mi alrededor, juzgar sin conocer, poner cruces sin profundizar en una identidad, comentar sin conocimiento de causa. No siempre es fácil. Si eso ocurre en lo cotidiano, en lo religioso ocurre algo semejante. Si ese es muy piadoso, si ese está muy perdido, si ese es un hipócrita, si ese profesa de cara a la galería… En la vida cristiana no hay que etiquetar nunca. Nadie conoce lo que anida en el interior del hombre.
La fe no tienen etiquetas porque ante todo somos seguidores de Cristo y ese es el único elemento calificativo válido. Ser seguidor de Jesús es el título más valioso que tiene el hombre por encima de su prestigio social, de sus títulos universitarios, del éxito profesional, y del respeto que uno tenga a nivel familiar, social o laboral…
Cuando tienes ocasión de hablar de Cristo, de su amor, de su misericordia, de su justicia, de su magnanimidad, de su poder, de su compasión… se hace imposible limitarlo a un ámbito concreto. Por eso, cada vez que tengo ocasión de hablar con alguien de Dios en primer lugar no saco mi «carnet» de cristiano, ni le muestro mis credenciales, ni siquiera trato de mostrar cuál es mi fe católica. Simplemente hago indirectamente referencia a ese Dios que es amor, a ese Dios que es cercanía, a ese Dios con el que es posible mantener una relación de amistad íntima, particular, única, inigualable y muy especial. Es el Dios de los pequeños detalles. A la gente que no conoce a Dios o que está alejada de la Iglesia acoge con más facilidad el testimonio personal y el abrazo cariñoso, la palabra amable, la mano extendida, la escucha silenciosa, el consejo amoroso... luego ya habrá tiempo de hablar de Dios y de religión, pero es primero en esos pequeños detalles de cercanía repletos de sencillez donde Dios se manifiesta y llega al corazón del hombre.
Ese es el motivo por el cual no puedo juzgar nunca —a nadie—, ni tan siquiera plantearme el porque actúa de una manera o de otra, eso anida lo más profundo de su corazón y Dios, que habita en él, lo sabe.
Cuando levanto mi mano para arrojar una piedra contra alguien, a mis pies quedan todavía muchas piedras para ser arrojadas y, tristemente, muchas de ellas me pueden tener a mí como destinatario.

¡Señor mío Jesucristo, te pido grabes en mi corazón las leyes de tu amor, de tu perdón y tu misericordia, para que mi vida se mueva en una única dirección y que los valores de justicia, equidad, generosidad, entrega, solidaridad, perdón, amor y misericordia sean muchos mis verdaderos referentes! ¡Gracias por todos los talentos recibidos de tu mano generosa y que me entregas para ser un fiel imitador tuyo, ser un auténtico portador de tu bondad, no juzgar ni condenar y perdonar y dar siempre a manos llenas! ¡No permitas, Señor, que me deje llevar por la soberbia y el orgullo y no permitas que caiga en la tentación del juzgar y criticar a los demás cuando yo me equivoco tantas veces! ¡Ayúdame a amar como Tú amas y a perdonar como Tú perdonas y no permitas que mire las acciones de los demás con soberbia y prepotencia sino hazme ver la miseria de mi interior! ¡Espíritu divino ayúdame a descubrir en los demás lo mejor de cada uno, todas sus virtudes y sus buenas obras! ¡Ayúdame Señor, a olvidar con prontitud todas las ofensas recibidas! ¡Aleja, Señor, de mi corazón todos los sentimientos negativos, destructivos y rencorosos y cualquier tipo de emoción negativa que se enquiste en mi corazón para evitar resentimientos y malos deseos! ¡Ven Señor a mi corazón y sopla en él a fuerza de tu Espíritu para que me llenes de humildad, mansedumbre y caridad!

Cristo yo te amo en Espíritu y en Verdad, cantamos alabando al Señor: