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domingo, 20 de noviembre de 2016

La escucha de María

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Tercer fin de semana de noviembre con María en el corazón. María, el icono de la escucha. El silencio de Nuestra Señora es un silencio completamente orientado a la “escucha”. Es el silencio de la acogida de la Palabra: María siempre está preparada para poder “escuchar” y atender. Primero, porque atiende a las palabras, de saludo e invitación, del arcángel Gabriel; al saludo profético y la bendición de su querida prima Isabel; al canto de los ángeles en el nacimiento de su Hijo; a la profecía del anciano Simeón; a las palabras de Jesús en el templo, con apenas doce años cumplidos…
La escucha de María es una escucha a las palabras y los acontecimientos de la vida de su Hijo. Pero María no solo escuchaba; guardaba con celo para no olvidar fácilmente; conservaba en su corazón para que nada se dispersara; y meditaba en lo más profundo de sí para indagar el significado de la Palabra o el acontecimiento en la vida de Jesús y, en general, en la historia de la salvación. María, meditando, se nos presenta como la mujer sabia, que recuerda y actualiza la palabra y los acontecimientos, y se interroga por el significado de las palabras oscuras sobre las que se proyecta la sombra de la Cruz y acoge los silencios de Dios con su silencio orante.
¡Si yo fuera capaz de lograr más silencios en mi vida, más abierto estaría a la voluntad del Padre y mejor persona sería!

¡Qué escuela la tuya, Señora! ¡Dame, Madre, un corazón silente para acoger con humildad la palabra de tu Hijo! ¡Dame, María, la sencillez de corazón para aceptar la voluntad del Padre y orientar mi vida a la escucha con el fin de estar preparado para apercibir todos los susurros que el Espíritu me regala en la oración diaria! ¡Enséñame, Señora del silencio, a aprender a callar si al hablar voy a dañar la caridad! ¡Enséñame, Señora, a callar lo negativo, lo que avergüence al que está a mi lado, si no defiendo la justicia o la verdad, lo que corrompe mi corazón, lo que comporte sólo crítica destructiva o difamación! ¡Ayúdame a no hablar mal de nadie! ¡Ayúdame, María, a cultivar el silencio en mi corazón para comprenderme primero a mí, para escuchar y atender a mis semejantes, para encontrar y conocer a Dios, para eliminar de mi corazón los pensamientos negativos, las ilusiones imaginarias, los agobios innecesarios, los sufrimientos dañinos! ¡Ayúdame, Madre del amor hermoso, a aprender de tus silencios para aceptar interiormente y con paz en el corazón todo lo que Dios quiere y espera de mi, para aprender a sufrir y amar en la confianza en Dios! ¡Ayúdame, Señora de la oración, a orar en silencio, a vivir con santidad con pureza de corazón! ¡Sagrado Corazón de Jesús, en ti confío!
Del compositor inglés Thomas Damett, uno de los grandes músicos británicos del siglo XV, disfrutamos hoy de su antífona Beata Dei genitrix a tres voces de delicada sensibilidad:

viernes, 18 de noviembre de 2016

Basta una mirada....

En  casa, basta una mirada a mis hermanos para saber cuáles son sus necesidades. Basta una mirada para saber lo que sienten, lo que necesitan, lo que les angustia, lo que les alegra, lo que les preocupa... Es la mirada del amor. La mirada de la comprensión. La mirada del compromiso. La mirada de la complicidad.

Muchas veces, en la oración, en el silencio de una capilla, ante la idea de saberme mirado por Dios, mi corazón siente una fuerte emoción. Al que miro está en la Cruz, aparentemente muerto, pero con una presencia viva. Fijar su mirada en Él es fijar la mirada en el amigo.
Más que cualquier otro gesto, las miradas tienen una fuerte expresividad y son capaces de comunicar muchos más sentimientos que las propias palabras. Cuando te presentas ante Cristo, en la intimidad de la oración, con el corazón abierto, y lo miras, no puedes más que caerte inerte ante tu incapacidad de amar y de comprender ese amor sublime de Cristo y no puedes más que agradecerle esa forma tan maravillosa con la que te mira y te observa con ojos de misericordia.
Hace unos quince días una mujer de mediana edad me pidió dinero en la calle. Le dije «lo siento» con un movimiento de cabeza. Me miró decepcionada. Con una mirada de profunda tristeza. Llevaba conmigo dos barras de pan calientes, recién compradas. Unos cincuenta metros más adelante me di la vuelta para ir a su encuentro. Ésa mirada me había conmovido. Sentí necesidad de darle aquellas dos barras de pan. Pero ya no la encontré. Me pareció un signo. Como si le hubiera negado algo al mismo Cristo. En un entorno tan superficial como el que vivimos de pronto reparamos algo en el interior de las personas... en los ojos de aquella mujer sentí que había una profunda bondad. Me sentí profundamente triste y pensé las muchas veces que negamos algo a las personas que más lo necesitan. Y lo agradecido que es cuando puedes acudir a alguien para pedir y no te lo niega. Y el agradecimiento es mayor cuando el que posa en ti los ojos es el mismo Cristo que no te abandona nunca. Entonces el corazón se te sobrecoge porque sus ojos tienen una manera de mirar muy diferente que no se fija en nuestras múltiples debilidades ni imperfecciones, ni en las dobleces con las que actuamos tantas veces y hace caso omiso de las máscaras que nos colocamos al salir de nuestros hogares. Es una mirada que lee directamente en el interior del corazón. Que sólo se detiene a mirar la belleza de lo que poseemos.
Vivimos tiempos de zozobra, repletos de individualismo, en los que la vida se vuelve muy triste cuando no eres capaz de encontrar a tu alrededor miradas de complicidad, en los que mientras caminas los ojos con los que te cruzas tienen miradas llenas de prejuicios, de indiferencia, de desdén, de crítica, de soledad, de desprecio… lamentablemente vivimos en una sociedad en la que hay cientos de personas con las que nos cruzamos cada día a las que ni siquiera les miramos a los ojos: vecinos, compañeros de trabajo, cajeras del supermercado, desheredados, conductores de autobús, barrenderos… Nuestras miradas se dirigen a otros lugares, la mayoría de las veces a nuestro propio corazón y muy pocas veces esas miradas tienen halos de misericordia. La mirada de aquella mujer caló profundamente en mi corazón. El no poder encontrarla me invitó a pensar que Cristo sí advierte mi presencia. Por eso hoy en la oración sólo me sale darle gracias al Señor porque Él no se detiene a mirar el caparazón que cubre mi cuerpo y mi corazón, sino que entra en lo más íntimo de mi para, sabiendo como soy, dejarme saber que me ama y que está a mi entera disposición para cuanto requiera de Él.

¡Señor, que sea capaz de verte en la mirada de los demás, en los rostros ajenos, las personas que se cruzan en mi camino! ¡Señor, contemplo la Cruz, en esa soledad en la que te encuentras, y que tantas veces miro sin verte y trato de oírte sin escucharte porque en el fondo no estoy cerca de ti sino que estoy en mi propio mundo, centrado en mí yo, centrado en que se haga mi voluntad y no la tuya! ¡Señor, dame la confianza plena de saber que tú caminas a mi lado, que mi fe sea fuerte y confiada para saber que puedo encontrarte cada día y que tú estás vivo, muy presente en nuestro mundo! ¡Señor, que mi razón para vivir y para morir sea el amor, la entrega, la generosidad, el servicio desinteresado a los demás que, en definitiva, fue el ideal que defendiste con tu sangre! ¡Señor, Tú me miras desde la Cruz y tu mirada penetrante llega al fondo de mi alma porque tú conoces lo que anida en ella, en mis pensamientos, en mis sentimientos, en mi proceder, en mi forma de actuar y de darme los demás; tú sabes lo que anida en lo más profundo de mi corazón y por eso te pido que me ayudes en la oración a conocerme más, para dar lo mejor de mi, para contigo tratar de alcanzar la santidad cotidiana! ¡Señor, no permitas que esquive tu mirada; no permitas que cuando golpes en la puerta de mi corazón te cierre la puerta para que no entres en él y no de respuestas a tu llamada! ¡Señor, no quiero ignorarte nunca, no quiero condenarte como hicieron aquellos en Jerusalén, especialmente los Sumos Sacerdotes, o Pilatos, o el pueblo enfurecido al que tanto bien hicistes, como te negó Pedro, o cómo te traicionó Judas, o como te dejaron abandonado los apóstoles antes de Tu Pasión! ¡Señor, basta una mirada tuya para sanarme, por eso quiero llevar mis pequeñas cruces cotidianas junto a ti, con paciencia, con amor, con generosidad, con perdón, con compasión, con servicio desinteresado, para vivir coherente mi vida cristiana y hacer de mis pequeñas cruces un camino de santificación! ¡Señor, desgarra de mi corazón el pesimismo, el orgullo, la soberbia, la disconformidad, la queja, la tristeza, el egoísmo, la tibieza, y haz de mi vida una alegría permanente, una búsqueda constante de ti, para que en ese encuentro diario mi confianza sea infinita! ¡Señor, hazme humilde, sencillo, consciente de que no soy nada y de que tu, Rey de Reyes, entraste en Jerusalén a lomos de un asnillo! ¡Señor, que mirándote en la cruz sea capaz de comprender que nunca estoy solo, que tú estás siempre conmigo, que no me canse de seguirte, de acompañarte, de pedirte, y de ser uno contigo que es lo más grande que una persona puede ser en este mundo!
Tu mirada, con Marcos Witt, acompaña hoy esta meditación:

jueves, 17 de noviembre de 2016

¿Miedo?

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El miedo es la energía más destructiva del ser humano porque no sólo acogota la mente y distorsiona nuestros pensamientos sino que nos conduce a supersticiones sin sentido, creencias falsas y dogmas inverosímiles. Aún así, el miedo nos vence. El hombre necesita certezas, necesita seguridad —emocional, afectiva, económica, moral, de aprobación...—. Necesita saber que no es juzgado, que no perderá prestigio social, que podrá enfrentarse a las dificultades de todo tipo, que podrá hacer frente con valentía a la enfermedad... Así es el hombre, frágil en la debilidad.
El miedo también ejercita sobre cada uno un control emocional que trata de no perjudicar a los demás, para no perjudicarnos a nosotros mismos, para no ser reprendidos, o castigados, o silenciados.
Pero detrás de todas estas situaciones, de esta codicia de la seguridad, de esa búsqueda del bienestar, está la necesidad imperiosa de la certidumbre.
El miedo se convierte en algo superficial porque donde impera al miedo no hay cabida para la libertad. Y, el hombre, sin libertad no puede ser capaz de amar. El miedo, incluso, nos lleva a mentir, corrompe interiormente nuestra alma, deja un poso oscuro en lo más profundo de nuestro corazón, nos hace retroceder en nuestra vida espiritual.
Si tenemos tantos miedos, ¿por que no tememos ofender a Dios, a separarnos de Él, a alejarnos de su voluntad cuando Dios representa al Amor que debe ser respetado y reverenciado? ¡Qué olvidadizos somos los hombres ante el don de temor de Dios con el que nos obsequia el Espíritu Santo!
Estamos ante un don que constituye un temor filial, un don inspirado en el amor de Dios, un don para comprender que además de la fidelidad el hombre debe temer la ofensa al Padre. Es un don para purificar la vida del hombre, para dejar todo en manos de su providencia, para confiar plenamente en Él. Un don para poner todas las certezas en la grandeza de Dios, de colocar el corazón en sus manos providentes, para alejar al hombre de la fascinación por las quimeras de este mundo y rechazar la tentación, para despreciar el pecado, para fomentar la vida de la gracia, para glorificar y venerar a Dios, para exaltar las virtudes en nuestra vida, para desapegarse de los honores y afectos humanos, para alejarse de las apetencias materiales, para someterse plenamente a la voluntad de Dios, para buscar la excelencia personal solidificada sobre la verdad del Evangelio y no sobre las comodidades e incertezas temporales, para llevar una vida presidida por la humildad y la sencillez, para extirpar la soberbia y el orgullo de nuestro corazón, para asumir con amor los padecimientos ajenos, para vivir con paciencia la experiencia de la relación con los demás, para purificar nuestra alma, para perseverar en nuestra vida de fe, para ejercitar la magnanimidad y la mansedumbre...
¿Miedo? ¿Quién puede pronunciar la palabra miedo ante la obra del Espíritu Santo en nuestra vida? ¿Quién puede tener miedo ante la posibilidad de demandar al Espíritu Santo que llene nuestra alma de la bondad de Dios, para aceptar su voluntad y llevar su reino a nuestro corazón y a todos los que nos rodean? ¿Cómo se puede tener miedo si por el don del temor de Dios se alcanza el don de la sabiduría que es sentir con amor delicado y humilde la grandeza infinita de nuestro Creador? ¡Quién puede tener miedo cuando uno es capaz de reconocer la propia debilidad, quien permanece y crece en la caridad, quien tiene sentido de la responsabilidad, quien se presenta ante Diso con un corazón humillado y un espíritu contrito?
¿Miedo? No, Señor, con la fuerza del Espíritu Santo nada a tu lado puede darme miedo.

¡Padre, me presento ante Ti “con el espíritu contrito y con el corazón humillado” sabedor que mi salvación la debo atender “con temor lo que no implica miedo sino sentido de responsabilidad y de fidelidad a tus mandatos y tu palabra! ¡Espíritu Santo,ven a mi vida y lléname del temor de Dios para que se alejen de mi vida los miedos y me someta siempre a su voluntad! ¡Ayúdame, Espíritu de Dios, a huir de la tentación y de todo mal y a través del temor de Dios alcanzar el don de la sabiduría para gustar siempre las cosas de Dios y perfeccionar mi vida! ¡Espíritu Santo, hazme temer a Dios desde el amor, desde la libertad, desde el desapego a lo mundano para gozar de Él, para aborrecer todo lo que pueda ofenderle incluso en aquello en apariencia insignificante! ¡Quiero, Señor, servirte con una fidelidad perfecta y cooperar contigo con rectitud de intención, sin miedo, con un corazón sincero, con unos pensamientos puros, para que todo lo que haga sirva para darte gloria! ¡Libérame, Espíritu de Dios, de los vicios contra el temor de Dios sobre todo de la tibieza, el orgullo y la soberbia!
«No tengo miedo», cantamos hoy:

miércoles, 16 de noviembre de 2016

Ser un alma en Jesús

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Viajando por el corazón de África te vas encontrando en pequeñas y grandes ciudades decenas de rebaños de ovejas escuálidas con sus pastores de cuerpos frágiles. Me vienen a la memoria esas palabras de Jesús a San Pedro: «Apacienta mis corderos». Palabras sensibles y tiernas que salen del corazón de Jesús. Y realmente me siento una oveja de Cristo porque, en mi fragilidad, soy su familia y mi alma es una con Él. Porque Cristo, el Buen Pastor, se identifica conmigo y lo dice claramente en el Evangelio: «lo que hagáis al más pequeño de los míos me lo hacéis a Mi mismo». Y eso me llena de gran consuelo y de alegría porque Cristo se considera uno en mi, porque me ayuda sobrenaturalmente, porque me ama tal y como soy con mis virtudes y mis imperfecciones.
Ser un alma en Jesús. ¡Qué hermoso! Y esto me llena de confianza porque, por ejemplo, cuando el demonio tortura mi corazón y mi mente también está torturando a Jesús. Porque Cristo está en mi, está siendo herido y atacado en mí porque Cristo vive en mí. Y esta identificación tan sencilla y tan amorosa de Cristo me muestra la fascinante caridad que Dios tiene con las criaturas que ha creado. Y no puedo más que darle gracias, porque desde el momento en que fui bautizado tengo vida en Él; ya lo decía el apóstol Pablo «no soy yo quien vive si no que es Cristo quien vive en mí».
Ser un alma en Jesús. ¡Qué gran dicha! Porque sé que Jesús va a cuidar mi alma como si fuese propia, porque yo soy parte del cuerpo de Cristo y Él va a procurar por mis cuidados espirituales, va a tratar de no abandonarme nunca —aunque esto sólo dependa de mi libertad—; pero hay algo que es absolutamente irrefutable: Él siempre va a tener piedad de mí porque Él sufre lo que yo sufro y vive lo que yo vivo.
Ser un alma en Jesús. ¡Qué gozo sentirlo! Saber que Cristo limpia la suciedad de mi corazón, arranca aquellas cadenas que sujetan mis pecados, retira las malas hierbas que lo emponzoñan todo, refuerza mis virtudes y fortalece mis riquezas morales, me ayuda a vencer mis imperfecciones y mis defectos y me guía con la sabiduría de un maestro hacia la cima del bien.
Ser un alma en Jesús. Ahora sólo me queda ser digno de ello... el problema es que todavía me queda mucho por recorrer y purificar para que Él se sienta muy a gusto y cómodo en mi interior.

¡Señor, quiero estar íntimamente unido a ti, quiero tomar la Cruz y negarme a mí mismo y arrepentirme para recibir tu gracia, para vivir una vida cristiana ejemplar, una vida sobria, piadosa y justa que tenga como fin entrar en tu Reino! ¡Quiero, Señor, vivir en unión contigo, caminar por la tierra a la luz de Dios, como hijo de la luz, porque tu Señor eres la luz y estás cerca, en ti vivimos, en ti nos movemos, y en ti existimos! ¡Señor, quiero amarte, guardar tu palabra y convertirme en tu morada! ¡Espíritu Santo, sabes que aspiro a ser como Dios, te pido que me ayudes a ser piadoso, puro, misericordioso, generoso, justo, amable, caritativo, servicial…! ¡Ayúdame a ser un instrumento utilizado por Dios! ¡Elimina de mi corazón la necesidad de vivir acorde con mi propia voluntad, con mi propia mente carnal, con mis propias inclinaciones al mal, con mis conductas equivocadas, con mis errores paulatinos o con mi caminar de acuerdo a los caminos tortuosos de este mundo! ¡No permitas que el demonio gane la partida de mi corazón y que todos mis deseos sean siempre hacer la voluntad de Dios, cumplir su palabra y sus mandatos, seguir siempre a Cristo y desconfiar de mi propia voluntad! ¡Quiero, Espíritu Santo, que me ayudes a ser alma en Jesús, ser completamente dirigido por Dios, para ser esclavo del amor, de la amabilidad, de la bondad, de la virtud, de la fidelidad, de la entrega, de la humildad, de la santidad, de la misericordia, de la gloria, del servicio, del amor, de la paz...! ¡Quiero cada día estar en Cristo y en el Padre para que ellos estén en mí, para llegar a ese punto en que tenga siempre en mi mente puesta en Cristo y seamos uno con ambos, para estar muy unido a Dios, a ser uno con Dios! ¡Espíritu Santo, ayúdame a tener a Cristo completamente resucitado en mi interior, sentirme verdadero hijo adoptivo de Dios, vivir de acuerdo con la voluntad del Padre, tener comunión con Cristo y con el Padre en el cielo mientras todavía esté peregrinando en la tierra, y que todas mis palabras y acciones estén guiadas por Dios!
Del maestro alemán Juan Sebastian Bach nos deleitamos hoy con su cantata Ich bin in mir vergnügt, BWV 204 ("Estoy feliz con mi suerte"):

“No a los cristianos tibios, su tranquilidad engaña y es infeliz”

Dios trata de despertar a los hombres de su sueño constantemente. Quiere sacar a las almas adormiladas del torpor. Y por eso hay que tener cuidado para no volverse «cristianos tibios», porque así se pierde de vista el Señor. Papa Francisco volvió a lanzar esta advertencia en la homilía de esta mañana, 15 de noviembre, en la misa que presidió en la capilla de la Casa Santa Marta, según indicó la Radio Vaticana. El Pontífice exhortó a estar listos para discernir cuándo Jesús «toca a nuestra puerta».
El obispo de Roma reflexionó sobre la Primera lectura de hoy, en la que se narra el regaño de Dios a los cristianos «tibios» de la Iglesia de Laodicea. El peligro de la tibieza en la Iglesia, para Francisco, existe hoy como en esa época. El Papa subrayó que el Señor usa un lenguaje duro para los «tibios», es decir esos cristianos «que no son ni fríos ni calientes». A ellos les dice: «Estoy por vomitar de mi boca».
Dios no acepta esa tranquilidad «sin consistencia» de los tibios. Porque es una «tranquilidad que engaña».
Y el Pontífice se pregunto: «¿Qué piensa un tibio? Lo dice aquí el Señor: piensa que es rico. “Me he enriquecido y no necesito nada. Estoy tranquilo”. Esa tranquilidad que engaña. Cuando en el alma de una Iglesia —advirtió—, de una familia, de una comunidad, de una persona todo está siempre tranquilo, ahí no está Dios».
Y a los tibios el Papa les pidió con fuerza que no se quedaran dormidos, que no cayeran en la convicción (un poco presuntuosa) de no necesitar nada, de no hacerle daño a nadie.
El Señor describe a estas personas como infelices y miserables. Conceptos duros, severos, pero que no surgen de una especie de «maldad», sino del «amor» de Dios por los seres humanos: son estímulos para que se descubra otra riqueza que solo Él puede dar.
No es «esa riqueza del alma —precisó— que tú crees tener porque eres bueno, haces las cosas bien, todo tranquilo: otra riqueza, la que viene de Dios, que siempre lleva una cruz, siempre trae una tempestad, siempre provoca alguna inquietud en el alma». Francisco aconsejó: «comprar ropa blanca» para vestirse, «para que no se vea tu vergonzosa desnudez: los tibios no se dan cuenta de que están desnudos, como la fábula del rey desnudo en la que es un niño el que le dice: “Pero, ¡el rey está desnudo!”… Los tibios están desnudos».
Además, «pierden la capacidad de contemplación, la capacidad de ver las grandes y bellas cosas de Dios». Es por ello que Cristo trata de despertarlos, trata de ayudarlos a convertirse.
Y más: Dios «está presente» de otra manera: «está para invitarnos: “Heme aquí, toco a la puerta”». Papa Bergoglio subrayó la importancia de ser capaces y de estar listos para «sentir cuándo el Señor toca a nuestra puerta, porque quiere darnos algo bueno, quiere entrar a nuestra casa».
El obispo de Roma observó que hay cristianos que no se dan cuenta «cuando el Señor toca, cada ruido es el mismo para ellos». Entonces hay que «entender bien» cuándo toca Dios. Porque Cristo está delante de cada uno también para «que lo inviten».
Dios «está. Alza los ojos y dice: “Pero, ven, invítame a tu casa”. El Señor está, siempre está con amor: o para corregirnos o para invitarnos a cenar o para que lo inviten. Está para decirnos: “Despiértate”. Está para decirnos “Abre”. Está para decirnos “Baja”. Pero siempre es Él».
 
Francisco propuso hacer un examen de conciencia: «¿yo sé distinguir en mi corazón cuándo me dice el Señor “Despiértate”? ¿Cuándo me dice “Abre”? ¿Y cuándo me dice “Baja”?. Que el Espíritu Santo, concluyó, «nos dé la gracia de saber discernir siempre estas llamadas».