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sábado, 3 de diciembre de 2016

El trabajo no lo es todo, desde que lo comprendí empecé a vivir

El tiempo que dedicaba íntegramente al trabajo, lo destiné a... la recuperación de los olvidados moldes desmontables para tartas.


Esto será como un acto de la auto-crítica. Durante el último año y pico anterior no era una persona demasiado social. No respondía a los mensajes de correo electrónico. Las llamadas telefónicas privadas las atendía de vez en cuando. Aceptaba invitaciones sólo a eventos inusuales.

No era porque me sintiera una estrella en la sociedad o despreciara algunas amistades. Tampoco es que me llamara muchísima gente. Simplemente, no tenía tiempo para nada. Todo momento lo dedicaba al trabajo, que me gusta mucho.

Pasaba las noches, tardes y mañanas entre las personas que, como yo, habían dejado de disfrutar de tonterías, y cuya vida comenzó a cerrarse en torno a los pasos que daban moviéndose entre las ollas de la cocina.

El cambio fue posible cuando se me ocurrió que, puesto que soy tan disciplinado en el trabajo, no tendré obstáculos para demostrarle al tiempo que lo puedo estirar como una goma, siempre que yo lo desee. Y la vida comenzó para mí.

El plan de juego era simple. Hacer caso a las personas con las que coincido. Responder a sus invitaciones (aunque fuera sutilmente). Dedicar tiempo a todos los que lo necesitan. Conocer, por lo menos, a una nueva persona cada día. Al menos una vez al día ponerme en contacto con alguien que ya conozco. En una palabra: practicar exactamente lo que los psicólogos llaman “atención plena”.

Así que almorcé con un hombre ciego, quien sugirió que si “ya que le invitaba, yo también podría invitarme a mí mismo”. Me encontré con una amiga embarazada que estaba esperando a su hijo para diciembre y me informó del sexo del bebé (y le juré que no sabía nada y que con su marido periodista había hablado sólo de política y sólo durante unos 15 minutos).

La última media hora de trabajo, que por lo general la empleaba en hacer retoques innecesarios de algunos encargos, la aproveché para reunirme con el dueño temporal de mi molde desmontable para tartas.

De esos moldes desmontables simbólicos hubo unos cuantos en mi vida, porque, después de todo, no importaba tanto el objeto, sino la persona que estaba detrás de él. Aunque cuando me interesaba por estas ollas, o por bolígrafos o por cajas viejas nunca estaba seguro de si no les parecería raro que les diera tanta importancia a objetos que no valían ni 2 euros.

En lugar de estar sentado durante horas, concentrado en un solo proyecto, que según mis predicciones histéricas, no iba a salir bien sin mi constante presencia, fui a tomar un café con el chico a quien conocí en la cola del médico y a quien, como a mí, le pareció divertido perder dos horas en nuestra propia compañía, después de haber perdido otras dos haciendo cola.

Hablé un cuarto de hora en el bus con una chica y pasé una estupenda noche con una estupenda amiga con una gran taza de la deliciosa infusión de melisa (no vamos a pretender decir que la elección de la bebida fuera casual, porque aún tenía un fuerte mono por desconectarme de la cocina, y sólo una enorme taza de este tipo de bebida podía frenarme de maniobrar con el teléfono).

Y… no sé como fue posible, pero no pasó nada malo. No se colapsó el mundo ni se derrumbó mi proyecto.

Hice todo lo que había querido. Realicé los pedidos con precisión, sólo que dediqué menos tiempo en su perfeccionamiento y su cosmética. La disciplina, que hasta ahora solía utilizar para cumplir con mis obligaciones, comenzó a servirme para poder disfrutar conscientemente de la vida en en Dios.

Los efectos fueron sorprendentes. Desaparecieron muchas de mis frustraciones. Dejé de preocuparme con la falta del tiempo, cuando yo mismo lo perdía a petición propia. Aumentó mi sensación de seguridad.

El mundo me empezó a parecer más amable, ya que dejé de pensar que estaba solo en él. Empecé a levantarme más temprano, porque tenía ilusión de vivir cada día, pensando en los momentos emocionantes que me esperaban. Salía de casa corriendo sin ni siquiera tomar el café de la mañana. Poco a poco empecé a entender el lema: “Cuanto más se pierde, más se gana”. 

Me encanta mi situación actual. Seguiré corriendo y brincando al amanecer, pero puede ser que no al trabajo, sino para recoger mi molde de tartas, porque podría ser el inicio de un importante acontecimiento de mi biografía, que no quiero perderme mientras estoy concentrado en el diseño de un nuevo plato. Como le sucedió a un cierto timonel italiano que estaba tan abstraído con su iPhone, que no se percató de la presencia de una ballena al lado de su barco.

Lo que soy, lo que quiero cambiar y lo que quiero mejorar

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El teléfono móvil me «invita» a actualizar algunas de sus funcionalidades. Entre ellas los emoticonos que contienen una gran variedad de imágenes que representan estados de ánimo. Tristeza, ira, felicidad, cansancio, desesperación, decepción, esperanza, enojo, aceptación, amor, desprecio, agobio, miedo, alegría... Nuestros estados de ánimo espirituales y vitales son tan cambiantes como la rapidez con la que podemos introducir con los dedos de nuestra mano un emoticono en un texto del teléfono.
¿Cómo repercute el estado ánimo en nuestra vida? ¿es lo mismo la emoción que el estado de ánimo? ¿se pueden regular los estados de ánimo? Sin el conocimiento sincero de uno mismo, que supone el primer y fundamental paso para convertirse en el artífice de la propia vida, es una tarea difícil. Con la observación de uno mismo nos alejamos de nuestra propia subjetividad, para vernos desde una ligera distancia, como hace el artista que se aleja unos pasos para observar su cuadro e ir contemplando cómo va dando forma a su obra.
El conocimiento de uno mismo exige no sólo un trabajo cotidiano sino también ser capaz de salir de la propia subjetividad para entrar en la objetividad, tratar de verme como realmente soy, no tratar de vivir en la ensoñación y la fantasía, tratar de no pactar constantemente con mis propias debilidades y limitaciones o sobrevalorar otras muchas, no permitir que el pesimismo, la tristeza, la indecisión o las emociones desgarradoras se acomoden en mi corazón o, simplemente, subestimar todo aquello que me impide luchar contra la adversidad.
El conocimiento de uno mismo tiene mucho que ver con la vida de oración, con el encuentro con Jesús desde la intimidad y, desde la apertura del corazón; trasmitirle al Señor aquello que soy, aquello que quiero cambiar y aquello que quiero mejorar.
Somos tan frágiles como una vasija de barro. Tan quebradizos que cualquier movimiento brusco nos rompe. Eso se nota en nuestras opiniones cambiantes; en nuestros estados de ánimo volubles; en nuestra incapacidad para ser constantes; en nuestros amores y desamores que funcionan cual montaña rusa; en nuestras interpretaciones maliciosas o positivas de las cosas en función de los entornos; en la informalidad de nuestra palabra y nuestros compromisos; en nuestra búsqueda de afectos o en el dolor que nos producen los desafectos; en nuestra manera de sentir una cosa y la contraria en cuestión de poco tiempo... Sí vasijas de barro, pero también índices del mercado bursátil que tanto suben como bajan.
Cristiano es aquel que trata de mantenerse en una linea de coherencia, que no se deja manejar por la fuerza de la marea o por los soplidos del viento del ánimo interior. ¿Acaso a Cristo le gustó nacer en un pobre pesebre, pasar por el desprecio de la gente, por los comentarios maliciosos, por la ignominia de la flagelación, por el abandono de tantos, por la muerte en la Cruz? La coherencia de Cristo estuvo en mantener una vida de oración firme, entregada al Padre. Y así tiene que ser mi vida: humilde y auténtica en la oración; vivificante en la vida sacramental, coherente en mi examen personal antes de acostarme, sacrificada en mi entrega a los demás, orante en el caminar diario. Y asi cada día, aunque cueste, aunque las fuerzas mermen, aunque las circunstancias personales inviten a darlo todo por perdido, aunque un vacío interior llene mi alma y mi corazón. La vida del cristiano es cuestión de fidelidad. Y la fidelidad tiene mucho que ver con el amor, la entrega y el desprenderse del yo. Cuanto más fiel a Cristo, menos vaivenes tendrán mis estados de ánimo personales y más vivificante será mi vida personal.

¡Señor, ayúdame con la fuerza de Tu Espíritu a conocerme mejor, a identificar los rasgos de mi manera de ser y de comportarme, de aprender de mis fortalezas y debilidades, de sacar partido de mis posibilidades y límites, de mejorar mis virtudes y limar mis defectos, de no complacerme en mis aciertos y aprender de mis errores! ¡Señor, con la fuerza de tu Espíritu ayúdame a distinguir entre los sufrimientos padecidos, los buscados, los deseados y los no comprendidos; a saber distinguir las alegrías positivas de las merecidas!¡Señor, tú me conoces perfectamente, tú sabes todo lo que hago y lo que anida en mi corazón, tú penetras desde lejos mis ideas; tú me ves, mientras camino o mientras descanso; tú sabes cada cosa que emprendo o abandono; tú sabes cuáles serán mis palabras antes de pronunciarlas; lees mis labios! ¡Señor, tu mano siempre me rodea, no me dejes caer! ¡Oh Dios, ponme a prueba y mira si mis pasos van hacia la perdición y guíame por el camino eterno! ¡Ayúdame a conocerme mejor a mi mismo para conocerte mejor a Ti!
Solo por ti, Jesús, cantamos hoy acompañando esta meditación:

miércoles, 30 de noviembre de 2016

¿A dónde iríamos si…?

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El recuerdo y la obra de Cristo llena la historia, ¡un hombre que murió hace veintiún siglos! Sorprende que las gentes de hoy lo tengamos tan abandonado cuando su nacimiento cambió la historia de la humanidad, lo revolucionó todo, transformó la vida de todos aquellos que se cruzaron en su camino desde los pobres pastores de Belén a los Reyes de Oriente, desde el ciego Bartimeo al centurión de Cafarnaun, de los doce apóstoles a María Magdalena, de María, Marta y Lázaro al Buen ladrón, de José Arimatea a San Pablo… Y así con millones de personas que a lo largo de la historia, día a día, se levantan y caminan porque creen en Él, en sus milagros, en la fuerza de su amor y en la gracia de sus sacramentos.
Cada día, son muchos los que escuchan su llamamiento de intimidad, los que le siguen en la vida consagrada o en el sacerdocio, los que lo abandonan todo para complacer a este corazón sagrado, viven en el silencio de la oración y entregan su vida por los demás.
Hay tantos otros que entregamos nuestra vida al matrimonio, a la procreación, al amor conyugal, y otros que se inclinan sobre las miserias de la vida, aceptan los sufrimientos, la enfermedad, la pobreza económica, la desesperanza y el sacrificio.
Son miles también los que cada día entran en los templos para darle alabanza, para adorarle, para recibirle en el sacramento de la Eucaristía y para confesar sus faltas.
Desde hace varios siglos pequeñas capillas y grandes templos se erigen en su nombre en pueblos y grandes ciudades pero también en lugares recónditos. Sin embargo, es en el corazón donde encontramos a Jesús, el amigo, el hermano, el dador de vida, el que marca el camino, el que nos lleva a la vida eterna.
¿Y cómo es posible vivir sin Él si es el que nos da la paz y nos lo entrega todo? ¿A dónde iríamos si no tuviéramos a la figura de Jesús que lo ilumina todo con la grandeza de su amor y su misericordia?

¡Te necesito, Señor Jesús! ¡Necesito que entres en mi corazón y para esto quiero creer más en ti, conocerte mejor, confiar más, amarte más intensamente,

abandonarme con mayor confianza! ¡Señor, te necesito porque eres necesario en mi vida y sin ti no soy nada y no valgo nada! ¡Jesús, amigo, quiero hacerte cada día más mío para que descanses en lo más profundo de mi corazón! ¡Señor, despoja de mi vida el orgullo y la soberbia porque no me quiero encontrar a mí mismo sino solo a Ti! ¡Quiero tener un encuentro contigo, Jesús, en mis alegrías y mis éxitos pero también en mis fracasos, mis problemáticas, mis dificultades y mis angustias! ¡Señor, tu lo sabes todo y tu sabes que te amo a pesar de mi miseria y mi pequeñez! ¡Te doy como ofrenda mi nada y como donación mi pequeño corazón! ¡Y te doy gracias, Señor, porque sin merecerlo me has dado la gracia de conocerte y amarte, de sentirme profundamente unido a ti, porque a tu lado no he perdido nada y lo he ganado todo! ¡Gracias, Jesús, gracias! ¡Pero no olvides que necesito sentirte cerca, sentirte dentro y encontrarte en la pobreza de mi ser!

Quiero enamorarme más de Ti, cantamos hoy al Señor:

Charles de Foucauld y el “misterio de Nazaret”

El jueves primero de diciembre se cumple el primer centenario de la muerte del beato Charles de Foucauld, figura fundamental de la espiritualidad cristiana reciente, un hombre que —dijo Papa Francisco— «tal vez como pocos otros intuyó el alcance de la espiritualidad que emana de Nazaret»; un hombre cuyo carisma —observó el teólogo Pierangelo Sequeri– «fue donado y destinado, anticipadamente, para este tiempo de la Iglesia».
El oficial, el explorador
Charles de Foucauld nació en Estrasburgo, Francia, el 15 de septiembre de 1858. Durante la adolescencia sufrió la influencia del escepticismo religioso y del positivismo científico que caracterizaban su época; escribió, refiriéndose a esa época: «desde la edad de 15 o 16 años toda la fe había desaparecido en mí». Entró a la escuela militar y se convirtió en oficial. Due enviado con su regimiento a Argelia. En 1882 abandonó el ejército y emprendió un viaje de exploración que lo condujo primero a Marruecos y después al desierto argelino y tunecino.
«¡Dios mío, haz que yo Te conozca!»
Volvió al seno familiar parisino, en 1886, con la intención de preparar un texto sobre sus descubrimientos: fue un tiempo decisivo para su conversión. Escribió: «He iniciado a ir a la iglesia, sin ser creyente, pasaba largas horas repitiendo una extraña oración: “¡Dios mío, si existes, haz que yo Te conozca!”». Su conversión, acompañada por el abad Henry Huvelin, fue en octubre de ese mismo año: «Apenas creí que había un Dios, comprendí que no podía más que vivir para Él»
Jesús, obrero de Nazaret
Hizo inmediatamente un largo peregrinaje a la Tierra Santa, durante el que anotó: «Deseo conducir la vida que he entrevisto y percibido al caminar pos las calles de Nazaret, en donde Nuestro Señor, pobre artesano perdido en la humildad y en la oscuridad, apoyó los pies». Dirigiéndose a Jesús, escribió: «¡Cuán fértil en ejemplos y lecciones es esta vida de Nazaret! ¡Gracias! ¡Gracias! ¡Qué bueno fuste al habernos dado esta instrucción durante 30 años!».
Al volver a su patria entró a la Trapa Notre-Dame des Neiges y después due enviado a la Trama de Akbés, en Siria. Pero se dio cuenta de que en la Trama no es posible «conducir la vida de pobreza, de abyección, de desapego efectivo, de humildad, diría incluso de recogimiento de Nuestro Señor en Nazaret». Un episodio significativo que vivió en ese tiempo: «Una semana me mandaron a rezar un poco al lado de un pobre obrero del lugar, católico, que murió en la fracción de al lado: ¡qué diferencia entre esta casa y nuestras habitaciones! Yo anhelo Nazaret».
La misma vida de Nuestro Señor
Al darse cuenta de que «ninguna congregación de la Iglesia da la posibilidad de conducir hoy y co Él esta vida que Él condujo de esta manera», se preguntaba si «no era hora de buscar a algunas almas con las cuales […] formar un inicio de pequeña Congregación de este tipo: el objetivo sería el de conducir cuanto lo más exactamente posible la misma vida de Nuestro Señor, viviendo únicamente del trabajo de las manos, sin aceptar ningún don espontáneo ni oblación, y siguiendo al pie de la letra todos sus consejos, sin poseer nada, privándonos de lo más posible, antes que nada para conformarnos a Nuestro Señor y después para darle lo más posible en la persona de los pobres. Añadir a este trabajo muchas oraciones».
Nazaret es la vida de Jesús, no simplemente su prefacio
Surgió algo conscientemente inédito en la geografía religiosa, observó Sequeri en el volumen «Charles de Foucauld. El Evangelio viene de Nazaret» (Vita e Pensiero): «La novedad de la intuición se da, en primer lugar, por la neta referencia cristológica de la imitación/secuela de Nuestro Señor Jesús: “la misma vida de Nuestro Señor” Jesús, es decir “la existencia humilde y oscura de Dios, obrero de Nazaret”». En otras palabras: «Nazaret no es el “prólogo” de la vida pública, el simple momento “preparatorio” de la misión, ni la forma de una “pre-evangelización” que ofrece un genérico compartir y un anónimo testimonio […] Nazaret es la vida de Jesús, no simplemente su prefacio. Es la misión redentora en acto, no su mera condición histórica. Nazaret es el trabajo, la cercanía, la proximidad doméstica del Hijo que se nutre durante largos años de lo que le importa al “abba-Dios” (“¿No sabían que debo ocuparme de las cosas de mi Padre?”, Lc. 2, 49). ¿De dónde podría partir una nueva evangelización sin detenerse por todo el tiempo necesario en el fundamento en el que Dios la puso para el Hijo mismo?».
La lectura de los Evangelios
En 1897, el hermano Charles deja la Trapa y se muda a Nazaret, en donde vivió durante 3 años, en una casita en el monasterio de las clarissa. Marcaban sus días el trabajo, la adoración silenciosa de la Eucaristía y la lectura de los Evangelios. «De Foucauld desea vivir imitando a Jesús, “obrero de Nazaret”: y para hacerlo decide encomendarse a los Evangelios, que lee cotidianamente y sobre los que medita por escrito», cuenta Antonella Fraccaro, religiosa de las Discípulas del Evangelio (Instituto religioso que forma parte de la Asociación de Familias Espirituales Charles de Foucauld) y autora del volumen «Charles de Foucauld y los Evangelios». «Sus meditaciones —algunos miles de páginas— tienen un corte intimista y auto referencial; sacan a la luz sobre todo el vínculo intenso y afectuoso que Foucauld vive con el Señor. En el centro de las meditaciones no está su autor, sino la persona de Jesús y Su estilo, que debe ser asimilado día a día con Su gracia. Los motivos que inspiran la lectura de los Evangelios se expresan en un breve texto, muy significativo, escrito en una pequeño papel utilizado como separador. Anotó el hermano Charles dirigiéndose a Jesús: “Leo: 1o) para darte una prueba de amor, para imitarte, para obedecerte; 2o) para aprender a amarte mejor, para aprender a imitarte mejor, para aprender a obedecerte mejor; 3o) para poder hacer que los otros te amen, para poder hacer que los demás te imiten, para poder hacer que los demás te obedezcan”».
Con el pueblo del desierto
Durante el tiempo que pasó en Nazaret maduró en su interior la vocación al sacerdocio: fue ordenado en 1901 en Francia, y al año siguiente se estableció en Beni Abbès, en la parte argelina del Sahara, «entre las ovejas más perdidas, entre las más abandonadas». En esos días escribió: «De las 4.30 de la mañana a las 20.30 de la noche, no dejo de hablar, de ver gente: esclavos, pobres, enfermos, soldados, viajeros, curiosos […] Quiero que se acostumbren todos los habitantes de la tierra a considerarme un hermano, el hermano universal». En 1905 decidió dirigirse hacia el sur, entre los Tuareg, a Tamanrasset, en donde no hay «ni guarniciones, ni telégrafos, ni europeos».
La belleza doméstica de la radicación evangélica
La Nazaret que Charles anhelaba no estaba en la Trapa sino en el desierto. Sequieri comenta al respecto: «El punto no es tanto el de la dureza de la ascesis sino el de una imitación “real” de Nazaret: que tiene que encontrar las condiciones del propio rigor en la normalidad del contexto en el que las condiciones ya están dadas y no son artificialmente buscadas o reconstruidas religiosamente. En esas condiciones, efectivamente, el “pequeño hermano universal” se radica como su “bien amado hermano Jesús”, porque los hombres y las mujeres ya se han radicado: porque son la vida cotidiana, el horizonte de su mirada sobre el mundo». El rigor de esta “inhabitación” incluye «un principio de simplificación y un criterio de afinidad que liberan la singular belleza doméstica de la radicación evangélica».
Hermano y familiar de los Tuareg
Charles fue pródigamente generoso con sus Tuareg. «Quiso vencer las desconfianzas, conquistar su confianza, fraternizar, volverse un familiar; quiso hacer que conocieran la bondad de Jesús», dice Fraccaro. «Su tiempo estaba dividido entre la oración, las relaciones con los indígenas, a los que ayudaba y apoyaba de diferentes maneras, y los estudios de la lengua tuareg: redactó incluso un diccionario tuareg-francés. En las cartas a sus amigos lejanos les pedía que rezaran por estas almas abandonadas, y también por él: “Récenle para que yo haga lo que quiere de mí para ellos, porque yo soy el único, desgraciadamente, que me ocupo de ellos por Su parte y para Él».
La presencia eucarística
Los gestos de atención, la tenaz dedicación a los hombres y a las mujeres del desierto, conviven con una total relación/conversación con el Señor presente en la Eucaristía. Foucauld lo llevó entre quienes no lo conocían porque también ellos son “suyos”. Es una presencia, una bendición que todos perciben, todos sienten la oración y las palabras que la habitan, todos intuyen el vínculo especial al que da vida. La presencia eucarística del Señor condensa en sí la palabra y el gesto cristiano menos “anónimos” que existan (Sequeri).
 
Si el grano de trigo no muere

Charles de Foucauld murió el primero de diciembre de 1916, en Tamanrasset. Lo golpeó una bala durante una escaramuza provocada por las tropas rebeldes del Sahara. Él, que desde 1893 hasta el final de su vida se aplicó a la redacción de «Reglas» para estar agregaciones que tanto había deseado, murió solo. En las décadas siguientes, nacieron muchas familias de religiosos, religiosas, sacerdotes y laicos que se inspiran en él: en la actualidad son veinte y tienen presencia en todo el mundo. Reunidas en la Asociación de Familias Espirituales Charles de Foucauld, incluyen a alrededor de 13 mil personas. «En su diversidad —concluye Fraccaro– estas familias tienen rasgos comunes: la radicación en los contextos de la existencia ordinaria, la vida en pequeñas comunidades unidas por un espíritu fraterno, la meditación de la Palabra de Dios, la dedicación a las almas que más sufren y más abandonadas. El grano de trigo, muriendo, ha dado fruto, justamente como De Foucauld –tan vinculado a este versículo del Evangelio de Juan (12, 24)— esperaba que sucediera».

¡No soy digno!

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Me explicaba un indio que reside en Benarés, situada a orillas del río Ganges, una de las siete ciudades sagradas del hinduismo, cómo es la vida en su país. Me habla de las castas, de la enorme desigualdad que existe entre sus ciudadanos, de la pobreza endémica de millones de compatriotas y de la cantidad de leprosos que todavía pululan por este inmenso país. ¡Leprosos en el siglo XXI!
En realidad, leprosos somos todos que, aunque no tenemos lepra corporal, si la tenemos espiritual. Es la lepra del alma. La lepra del alma herida. La lepra del alma egoísta e intransigente. El alma dormida dispuesta a no seguir la voluntad de Dios. La lepra es el cáncer del espíritu del hombre. El cáncer mina la bondad del alma. Me cuenta el sufrimiento doloroso e infernal del que padece lepra; como sus llagas despedazan a jirones la piel desfigurando rostros y miembros. Así es también el cáncer del alma. Por eso no puedo más que pensar en tener un alma noble y no con lepra. ¡Noble para hacer el bien e interpretar concienzudamente las consecuencias del mal! ¡Noble para no dejarse dominar por la tentación! ¡Noble para no desfallecer ante las pruebas! ¡Noble para aspirar a la comunión espiritual! ¡Noble para que Cristo pueda reinar en mi interior! ¡Noble para, poniéndome humildemente en oración, presentarle al Dios del Amor las debilidades de mi corazón y confesarlas en el sacramento de la penitencia y en la dirección espiritual! ¡Noble para no aparentar virtud! ¡Noble para acoger a Dios con pureza de alma! ¡Noble para exclamar, como aquel pobre, pero rico en gracia, leproso del Evangelio: «Señor no soy digno, pero si tú quieres puede sanarme»!

¡Padre, me acerco a ti consciente de mi miseria y mi pequeñez, de mi indignidad y mi pecado y de la lepra que levanta a jirones mi corazón! ¡Me acerco a ti, Padre, porque no soy digno y anhelo tu perdón y tu sanación interior! ¡No soy digno, Señor, pero te amo y quiero tener contigo encuentros de intimidad! ¡Señor, soy como un leproso de alma y sólo tú puedes curarme! ¡Señor, te contemplo y comprendo que es tu misericordia y tu amor el que me salvan! ¡Señor, si quieres puedes sanarme! ¡Dame tus ojos, tu corazón, tu empatía, tus entrañas, tu compasión y líbrame del mal! ¡Espíritu de Dios, ayúdame a ser cada día mejor para que Cristo pueda reinar cada día en mi corazón! ¡Purifícame, Espíritu Santo, renuévame, límpiame, transfórmame! ¡Y a ti, María, Señora del corazón puro inmaculado, que pueda imitarte siempre en tu pureza de acción y de intención!
Del maestro cordobés Fernando de las Infantas escuchamos hoy su Credo in Deum, a 5 voces de su colección Sacrarum cantionum: