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martes, 21 de marzo de 2017

El plan divino de Dios para mi

orar-con-el-corazon-abiertoDurante la Cuaresma es habitual marcarse metas, establecer objetivos, hacer proyectos, predisponer el corazón a un encuentro auténtico con el Cristo Resucitado. Cuando nuestros deseos se ven realizados es comprensible que la alegría se apodere de nuestro corazón y nos desborde la alegría, pero habitualmente el éxito mundano no es lo que el Señor desea para nosotros. Lo frecuente es que en esa singular contradicción que es la Cruz se manifieste la voluntad de Aquel que vino a servir y no ser servido y a entregarse para la salvación de todos.

Para todos los que creemos en el poder de la Gracia lo importante es tener siempre presente cuál es el plan divino para cada uno, y por muchas aspiraciones y anhelos que tengamos —por muy lícitos que éstos sean— siempre deben estar condicionados a que coincidan plenamente con la gracia, para no convertir los mandatos del Evangelio en meros cumplimientos interesados. Al final no hay que olvidar que es el Señor el que nos auxilia y nos guarda.
La tendencia es tratar de lograr el reconocimiento, el aplauso, la reafirmación y las felicitaciones de los demás y, a ser posible, colocarnos los primeros. Y de esta forma tan mediocre y humana, medimos el éxito o el fracaso de nuestra vida. Nos ocurre como les sucedía a los discípulos de Cristo, que con frecuencia discutían entre ellos para saber quién ocuparía los primeros lugares, colocando su yo por encima de lo que realmente es fundamental. Pero la medida de la vida no es el éxito externo sino lo que es justo ante el Señor, y eso pasa por el Amor, por la entrega verdadera a los que nos rodean.
Cualquier iniciativa que trata de alcanzar la realización personal, por muy digna y honesta que ésta sea, puede inducirnos a cometer la misma equivocación que tuvieron aquellos dos discípulos preocupados en saber en qué lugar, si a la derecha o a la izquierda, iban a ocupar en la gloria eterna. A Dios le interesa que cada uno ejecute con libertad el plan que Él le ha encomendado, pero eso es imposible si no hay amor en nuestros actos.

¡Señor, nos has hecho depositarios de tu gracia, de tu amor y de paz, de tu perdón y de tu palabra! ¡Nos envías, Señor, para que lo transmitamos a todas las personas que se cruzan en nuestro camino! ¡Concédeme, Señor, tu gracia para que pueda vivir fielmente los carismas que el Espíritu Santo depositó en mí el día mi bautismo! ¡Señor, conviértete en la pasión de mi vida! ¡Quiero entregarte mi vida a todas horas! ¡Bendícela con tu gracia, Señor! ¡Bendice todos los trabajos que tengo que afrontar este año, los trabajos en la familia, laborales, pastorales, comunitarios! ¡Bendícelos, Señor, en este año de gracia y de misericordia! ¡Bendícelos, Señor, para que todo mi esfuerzo, mi voluntad y mi energía busquen sólo tu gloria y tu alabanza porque Tú eres para mí el único y verdadero Maestro! ¡Concédeme, Señor, la gracia para ser yo también un buen maestro para mi cónyuge, para mis hijos, para mis amigos, para mis compañeros de trabajo y de comunidad! ¡Haz, Señor, que me convierta en un buen modelo de confianza, de paz, de misericordia y de comprensión! ¡Que con mi vida, Señor, sea un testimonio de tu gracia! ¡Espíritu Santo, abrásame con el fuego de tu amor! ¡Graba en mi corazón, Espíritu de Dios, tu ley, ábreme al tesoro de tus gracias! ¡Ilumíname, Espíritu Santo, en el camino de la vida y condúceme por el camino del bien, de la justicia y de la salvación! ¡Llena, Espíritu Santo, los corazones de todos los que me rodean y hazles rebosantes de tu amor y de tu gracia!
Un hombre clavado en una cruz, símbolo del Amor:

lunes, 20 de marzo de 2017

Aquí tienes mi pequeño corazón, hazlo tuyo

Para comunicarme su infinito amor Dios necesita que me haga pequeño. Humilde. Sencillo. Dios nunca espera. Actúa y lo hace otorgando su gracia. Puro don. Es la alegría plena de celebrar la obra de su gran amor en cada uno. Siento esta alegría mientras camino hacia la fiesta de la Pascua; la más grande celebración del amor en la historia de la humanidad.

En el amor se presentan dos estadios. Uno hace referencia a la entrega. El que mas da más entrega, porque el amor es pura entrega. Este principio se une al segundo. El amor está íntimamente unido a las obras más que a las palabras. El lazo que une todo es la humildad.
Para comprender el infinito amor del Padre, fruto de su generosidad, debo hacerme pequeño, buscar la pequeñez en mi vida porque Dios sólo se revela a los pequeños y humildes de corazón. Hacer pequeño mi corazón, hacer pequeña mi alma que no implica hacer grandes gestos de amor.
Cada secuencia de la Pasión de Cristo, cada estación del Vía Crucis, cada misterio de dolor del Rosario es un testimonio del amor que Dios siente por el hombre a través de Cristo. Es un sello de su ternura. Esta contemplación me fortaleza. Me da confianza. Me levanta. Me ayuda a tomar mi cruz, «porque tú, Señor, estás conmigo» y me salva ante mi relatividad mundana.
Hacerme pequeño para conquistar el mundo. ¡Qué incongruencia aparente! Pero esta es la historia de Cristo, el manso y humilde de corazón; el que renunció a la gloria y el poder, al prestigio del mundo; el que se abajó sorprendentemente para aceptar la misión del Padre y recibir también su amor misericordioso.
¡Qué hermoso es el amor de Dios! Cuando uno llega, Dios ha tiempo que estaba esperando. Cuando uno le busca incansablemente, Él hacía tiempo que esperaba. Cuando uno le llama, su oído está atento a la llamada. Y, sus brazos abierto, esperan estrecha los cuerpos heridos con su corazón generoso.
En esta semanas de preparación para la Pascua necesito poner a los pies de la Cruz y exclamar: «Aquí tienes mi pequeño corazón, Señor, hazlo tuyo».


¡Señor, aquí tienes mi pequeñez, mis fragilidades, mis debilidades, mi nada! ¡Te lo entrego todo para que lo santifiques! ¡Te doy gracias, Señor, porque tu también te haces pequeño en la grandeza de la Eucaristía, en el Santísimo, en el ejemplo de tus enseñanzas! ¡Quiero ser como tu, Señor, manso y humilde de corazón pero tu sabes lo mucho que me cuesta! ¡Concédeme la gracia, Señor, de aprender de ti para salir de mi mismo y darme a los demás! ¡Despójame, Señor, de mis egoísmos para ir al encuentro del hermano, desprenderme de mis oyes y servir con el corazón abierto! ¡Gracias, Señor, porque soy débil y tu me perdonas cada vez que caigo, me aconsejas en lugar de reprenderme cada vez que fallo, me das fortaleza cada vez que desfallezco! ¡Gracias, Señor, porque se que siempre me esperas y me llamas aunque muchas veces no sea capaz de escucharte! ¡Quiero ir a tu encuentro, Señor! ¡Aquí tienes mi pequeño corazón, hazlo tuyo!
Tu mano me sostiene, cantamos hoy:

No resulta sencillo

orar con el corazon abierto
No resulta sencillo poder mirar con ojos de amor a aquel que me ha hecho daño.
No resulta sencillo ponerse de rodillas, ceñirse un paño y lavar delicadamente los pies de los que me rodean en señal de servicio.
No resulta sencillo obviar los desprecios y las críticas sino acogerlas conjugando el verbo amar con la palabra humildad.
No resulta sencillo abrazar a alguien que te ha herido o extender de nuevo la mano a aquel que siempre te la ha negado.
No resulta sencillo suspirar profundo, contar hasta diez, y callar para no dañar al otro con palabras necias, juicios desafortunados o comentarios desacertados.
No resulta sencillo ofrecer una sonrisa al que siempre tiene cara agriada y es un «me quejo por todo».
No resulta sencillo enmudecer para no resaltar nuestros méritos y ensalzar nuestro orgullo.
No resulta sencillo renunciar a nuestras apetencias mundanas.
No resulta sencillo ofrecer la mejilla setenta veces siete.
No resulta sencillo cuando el agotamiento hace mella ofrecer las manos para cuanto el otro disponga.
No resulta sencillo olvidar cuando la herida es profunda.
No, nada de todo esto resulta sencillo. Pero resultaría más fácil si si hiciese con una mirada diferente, sin esperar recompensa, pensando que en positivo todas estas actitudes agradan al Señor. No hay que hacerlo por uno mismo o por los demás, basta con hacerlo por Él. Amar por Él; servir por  Él; servir por Él; comprometerse por Él; renunciar a uno mismo por Él...
Ser prójimo —prójimo seguidor de Cristo, quiero decir— implica mucho. Significa hacerse hermano de los hermanos, de los amigos y de los enemigos, de los que amamos y de los que nos hacen daño. No es sencilla la tarea. Pero si quiero estar a la altura de lo que este tiempo de conversión demanda de mí necesito tomar la insignia del amor y ser luz que ilumina, sal que sazona y lumbre que calienta.

¡Señor, deseo buscarte con todo mi corazón porque reconozco que si encuentro contigo durante este periodo cuaresmal puede transformar mi vida! ¡No permitas, Señor, que nada me aparte y Santo Espíritu la gracia de la perseverancia! ¡Señor, quisiera coger un poco de la virtud de cada una de las personas que me rodean para a través de ellas saber siempre hacer el bien! ¡Señor, ayúdame a ser consciente de lo decisivo que es encontrarse contigo para encontrar esa paz que mi alma tanto anhela! ¡Hay muchas cosas en la vida que no me resultan sencillas de aplicar, por eso quiero exponerlo todo a tu mirada Señor, porque a la luz de tu rostro las mentiras, los egoísmos, las malas actitudes y las hipocresías  caen por si solas! ¡Quiero ser discípulo de esperanza para el prójimo, Señor! ¡Concédeme vivir con una actitud de entrega durante todo el día para escuchar tu voz y ser un poco mejor!
Hoy el Miserere de Gregorio Allegri para acompañar el texto:

Santidad y realización personal

orar con el corazon abiertoLa vida de cada uno se mide por la grandeza de sus ideales. No importa que estos sean pequeños. Se trata de imitar al Señor a través de las tareas cotidianas. Ser santo donde Dios me quiere y hacerlo siempre con el mayor de los amores. Pero hay muchos defectos que se convierten en obstáculos para alcanzar la santidad –amor propio, soberbia, orgullo, tibieza, pereza, envidia, falta de caridad, alta de recogimiento, vanidad, poca humildad, juicios, malhumor, susceptibilidad, espíritu de murmuración, temperamento fuerte, negatividad, ver las cosas con la botella medio vacía, desaliento…–.
Sin embargo, a pesar de estos defectos del carácter, mi camino es tratar de ser santo. La perfección se obtiene a base de pequeños retoques. Se trata de trabajar bien e ir tomando decisiones en función de mis defectos para evitar que dominen mi carácter. Trabajar, cueste lo que cueste, intentado ser santo con la gracia de Dios. Hacer mío el programa sublime de san Pablo: «No soy yo, es Cristo quien vive en mí».
Intentar realizar mi vocación eterna aquí en la tierra y convertir mi vida en una permanente entrega a Dios. De su mano tengo la certeza de que siendo pequeño puedo ser capaz de hacer cosas verdaderamente grandes; fe en una creación nueva en mi corazón; fe de que, por muy frágil que sea mi vida, la fuerza del Señor me sostiene y se manifiesta en mi. Y aunque cueste, aunque encuentre mil obstáculos, aunque sea un ideal en apariencia inalcanzable, distante y encomiable, lo digo en voz alta: ¡Quiero ser santo! Quiero ser santo porque esto es a lo que Cristo me llama; a lo que me invita para alcanzar este horizonte pleno e intenso; porque esta es la grandeza de mi vocación; porque este es el camino de plenitud al que Cristo me invita a recorrer para que yo, como cristiano, me realice como persona. Quiero ser santo porque, pese a mis muchas imperfecciones, el santo es aquel abierto siempre al encuentro de Dios.
¡Padre nuestro que estás en el Cielo, santificado sea tu nombre, que no olvide que en esta época de arrepentimiento tu misericordia es infinita! ¡Transforma mi vida, Padre, por medio de mi oración, mi ayuno y mis buenas obras! ¡Quiero ser santo, Señor, es mi grito de hoy y de mañana! ¡Convierte mi egoísmo en generosidad, mis enfados en alegría, mis desesperanzas en confianza, mis poca humildad en entrega, mi falta de caridad en servicio generoso, mi espíritu de negatividad en alegre esperanza…! ¡Abre mi pequeño corazón, Señor, a tu Palabra! ¡Transforma, Padre, todo lo que tenga que ser cambiado por mucho que yo me resista continuamente por vanidad, orgullo o tibieza! ¡Solo Tu, Padre, me haces ver en la oración lo que hay dentro de mi corazón! ¡Moldéame, Señor, con tus manos aunque me resista y el dolor por ver mis faltas me haga gritar de tristeza! ¡Señor, Tú conoces perfectamente mis debilidades, renuévame con la gracia de tu Espíritu para que me haga perfecto como eres Tu perfecto, Padre celestial! ¡Transforma mi corazón, mi memoria, mi mente; ábreme los ojos y lávame las manos! ¡Haz mi corazón más sensible a tu llamada pues son muchas las veces que no te permito entrar cuanto me reclamas! ¡Entra cuando quieras, Señor! ¡Anhelo la vida eterna, Señor, por eso te pido que me conviertas rápido porque el tiempo de Cuaresma pasa volando y no habrá tiempo para cambiarme! ¡Gracias, Padre, porque siento que me amas tanto que te has entregado a través de tu Hijo por mí en la cruz! ¡Gracias también a ti, Jesús, porque eres la razón última de mi conversión!
 Lo que me duele eres tu, una profunda canción que invita a la conversión personal:

La fe que sostiene

orar con el corazon abierto¡Como me ha sostenido la fe tantas veces a lo largo de mi vida! ¡Como me ayudado la fe a llevar también la razón! ¡Por eso le pido a Dios cada día el don de la fe iluminada por el Espíritu Santo!

La fe es ese don que Dios otorga para que la razón no se vea oscurecida por esos obstáculos humanos —morales, culturales, ambientales, personales...— que imposibilitan su desarrollo. La fe es el perfecto complemento de la razón.
Mi fe me permite ver que Dios está detrás de todo cuanto acontece. Es como saber que el sol se encuentra detrás de las espesas nubes oscuras de una tormenta.
Creer es un acto auténticamente humano, es lo más fundamental de la vida, porque es lo único que da respuesta a las verdades que se nos plantean. Un agnóstico me decía hace unos días qué sería de él después de la muerte. Entre las dudas de su vida en cierta manera ya había una incertidumbre porque el alma humana, de manera inconsciente, plantea cuestiones de fe y esas ascienden de forma natural hacia Dios porque contra la naturaleza es imposible actuar.
Yo le pido de manera incansable a Dios la gracia de la fe, lo hago sin descanso porque sé que Dios sale al encuentro de aquel que busca denodadamente, con sinceridad y humildad. Dios es tan bueno, generoso y misericordioso que no rechaza nunca nadie, especialmente aquel que le busca para acercarse a su amor.
Los cristianos tenemos una muleta sensacional. Es el Espíritu Santo. Y para creer podemos recurrir siempre a Él que es el auxilio ante la necesidad y en el periodo de búsqueda para alcanzar ese don sobrenatural de Dios que es la fe. Y aunque la fe ilumina siempre la oscuridad y las tinieblas no hace desaparecer la noche oscura del espíritu. Pero sí que ilumina de manera constante la Verdad. Y es, a través de esa verdad, como conocemos mejor nuestra realidad, la verdad revelada, la adhesión al Padre, la opción por nuestras creencias, y nos permite elegir libremente donde queremos ir.
Y en esa libertad nos permite entregarnos enteramente a Dios, ofrecerle con las manos y el corazón abierto todo nuestro entendimiento y nuestra voluntad.
La fe aviva nuestra esperanza, nuestra confianza, nuestros obrares rectos, vivifica nuestro ser, hace que brote en el corazón la alegría, la esperanza, el optimismo, la verdad, las buenas obras...
Y ahora que se acerca el tiempo de la Pascua con más firmeza creo porque veo lo que Dios ha hecho en mí a través de su Hijo. Creo porque la fe es ese gran regalo que Dios me ha dado y quiero custodiarla cada día como el mejor tesoro que hay en mi corazón.

Hoy la oración que habitualmente acompaña la meditación no es mía. Es una oración pronunciada por el Papa Pablo VI en el año 1968 Durante una audiencia general; es una oración tan hermosa para pedir la fe que quiero compartirla con todos los lectores de esta página:
Señor, yo creo, yo quiero creer en Ti.

Señor, haz que mi fe sea pura, sin reservas, y que penetre en mi pensamiento, en mi modo de juzgar las cosas divinas y las cosas humanas.
Señor, haz que mi fe sea libre, es decir, que cuente con la aportación personal de mi opción, que acepte las renuncias y los riesgos que comporta y que exprese el culmen decisivo de mi personalidad: creo en Ti, Señor.
Señor, haz que mi fe sea cierta: cierta por una congruencia exterior de pruebas y por un testimonio interior del Espíritu Santo, cierta por su luz confortadora, por su conclusión pacificadora, por su con naturalidad sosegante.
Señor, haz que mi fe sea fuerte, que no tema las contrariedades de los múltiples problemas que llena nuestra vida crepuscular, que no tema las adversidades de quien la discute, la impugna, la rechaza, la niega, sino que se robustezca en la prueba íntima de tu Verdad, se entrene en el roce de la crítica, se corrobore en la afirmación continua superando las dificultades dialécticas y espirituales entre las cuales se desenvuelve nuestra existencia temporal.
Señor, haz que mi fe sea gozosa y dé paz y alegría a mi espíritu, y lo capacite para la oración con Dios y para la conversación con los hombres, de manera que irradie en el coloquio sagrado y profano la bienaventuranza original de su afortunada posesión.
Señor, haz que mi fe sea activa y dé a la caridad las razones de su expansión moral de modo que sea verdadera amistad contigo y sea tuya en las obras, en los sufrimientos, en la espera de la revelación final, que sea una continua búsqueda, un testimonio continuo, una continua esperanza.
Señor, haz que mi fe sea humilde y no presuma de fundarse sobre la experiencia de mi pensamiento y de mi sentimiento, sino que se rinda al testimonio del Espíritu Santo, y no tenga otra garantía mejor que la docilidad a la autoridad del Magisterio de la Santa Iglesia. Amén.

Del gran maestro británico de música coral William Mathias escuchamos su obra cuaresmal Lift up your heads, o ye gates, op 42 n.º 2, basado en las palabras del Salmo 24: