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lunes, 27 de marzo de 2017

¿Dónde me lo juego todo?

orar-con-el-corazon-abiertoMis pasos avanzan raudos hacia la Cruz de Belén para entregarle al Niño Dios la pobreza de mi corazón, el mejor obsequio que puedo dejar a los pies de su cuna. Mientras camino, voy haciendo balance. Medito cómo ha sido su vida en mí y mi recorrido en el año que ha terminado. El pasado ya no tiene importancia. Mis pecados los ha perdonado el Señor. Ya los he confesado antes de girar la última página del calendario y por su infinita Misericordia Dios los ha borrado de mi alma. Es una fuente de tranquilidad. Ya está todo sanado.
¿Qué sucederá en el futuro? Lo desconozco. El futuro no puede ser fuente de incertidumbre. Está en manos de Dios porque Dios es providente. Dios hace que transpire la primavera en el campo, que florezcan los frutos en los árboles, que podamos admirar la armonía de los paisajes, que canten los pájaros al atardecer, que corran las aguas cristalinas de los ríos… si hace todo eso ¿qué no hará por mí? Por tanto, el futuro -como todavía es posible- no tiene que ser motivo de excesiva preocupación. Sí vivir la vida con responsabilidad.
¿Dónde me juego, entonces, todo? En el presente. En el aquí y en el ahora. Este es el punto culmen de mi Salvación. Prepararme para la vida eterna. Por eso voy hacia Belén. Me encamino al portal para no descuidar mi relación personal con Cristo, para ser capaz de dar la vida sin pretender nada, para hacer presente el cielo en la tierra, para luchar sin perder la frescura y la intimidad con Dios, para acrecentar mi fe en Jesucristo porque deseo fervientemente alcanzar la vida eterna. La eternidad es un continuo presente. Cuando hacemos referencia al cielo significamos que la presencia de Dios se hace presente en todo momento y en todo lugar. Su amor se hace presente en el aquí y en el ahora. Y si Dios está aquí y ahora amándome con amor eterno yo debo aprender a vivir en el aquí y en el ahora para experimentar ese amor y darlo también a los demás.
Mis pasos avanzan raudos hacia el portal de Belén para entregarle la pobreza de mi corazón como el mejor obsequio que puedo dejar a los pies de la cuna del Niño Dios. Y sé que Él me tiene preparado un regalo mayor: su gran Amor.
¡Señor, gracias porque te haces presente en nosotros cada día dándonos tu infinito amor y tu infinita misericordia! ¡Gracias, Señor, porque has perdonado mis pecados, has limpiado mi alma y me has permitido comenzar el año con las fuerzas renovadas! ¡Gracias, Señor, porque me amas tanto que no puedo más que acoger el amor y llenar mi corazón! ¡Gracias, Señor, porque me enseñas que si soy capaz de amar en el aquí y en el ahora el cielo se hace presente en mi vida! ¡Espíritu Santo, enséñame a amar y gustar de la eternidad! ¡Enséñame, Espíritu de Dios, a darme a los demás! ¡No permitas, Dador de Vida, a que mi corazón se cierre al bien y al amor, que se engalane con el egoísmo, la soberbia y la vanidad, que se deje llevar por la comodidad y por los caprichos mundanos, que me apoye en mis propias fuerzas y no en la fuerza del Amor que representa Jesucristo, Nuestro Señor! ¡Señor, me dirijo hacia Belén con alegría por saber que estás esperándome pero también con mis cansancios y mis problemas, con mis muchas limitaciones y con mis enfermedades, con lo que no he podido resolver y con lo que no tengo capacidad de solucionar! ¡Tu me invitas a llegar a Ti tal y como soy! ¡Voy hacia la cueva donde Tú estás, Señor, confiado en que eres el camino, la verdad y la vida! ¡Vengo, Niño Dios, respondiendo a tu invitación y tu llamada! ¡Quiero ir al cielo, Señor, alcanzar la eternidad! ¡Ayúdame Tú que solo no puedo!
Hoy nos deleitamos con este bellísimo villancico inglés: The Infant King (El infante Rey) que, con el corazón abierto, adoraremos al rey de reyes.

Bendita la Cruz si la convertimos en parte de nuestro yo

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Comenzamos  la semana con María en nuestro corazón. La alegría del nacimiento de su Hijo debía ir acompañada del saber qué le esperaba al Hijo de Dios. El sufrimiento es innato al ser humano. Pero nuestro dolor y nuestro sufrimiento sólo tienen sentido desde Cristo crucificado. Eso también lo sabía la Virgen. Allí, en el Gólgota, se materializó la más plena y perfecta donación del Hijo al Padre por nuestra salvación. Lo impresionante es que allí estaba también Ella, postrada al pie de la cruz, en nuestro nombre. Como Madre, la Virgen acogió con entereza aquella redención universal que el Hijo nos regaló con su muerte en el madero. Lo que en ese momento no pudimos hacer —estar al pie de la Cruz—, tenemos ocasión de hacerlo en nuestro día a día, en el aquí y ahora de nuestra propia vida.
María nos da la oportunidad de completar eso que aún le falta a la pasión de Cristo: nuestra respuesta firme y personal, nuestra correspondencia libre y decidida, para que ese don redentor tenga una eficacia absoluta en lo concreto de nuestra vida.
Personalmente muchas veces en mi vida he tratado de apartarme de esa vida de Cruz. A menor sufrimiento, en apariencia más felicidad. Pero estaba engañado. Todos mis pesares y sufrimientos, mis tristezas y mis agobios, mis desánimos y mis cansancios, mis noches en vela, mis renuncias y mis limitaciones, son parte intrínseca de esa pasión de Cristo que tanta salvación ha traído a cada uno de nosotros.
Tanto tiempo empeñado en vivir un cristianismo sin Cruz que, en el momento que menos lo esperaba, esa Cruz llegó. Y tanto tiempo empeñado en vivir una cruz sin Dios que, cuando se hizo presente, esa Cruz me aplastó. Comprender que huir o resignarse es un equívoco requiere mucha renuncia; se trata de aceptar la cruz hasta elegirla, es la única forma de gustar ese gozo íntimo y sobrenatural que Dios reserva a los que desean permanecer junto a su Hijo crucificado. El camino es tortuoso. Para alcanzarlo se requiere de mucha oración y Eucaristía. Yo todavía estoy en párvulos y me queda mucho recorrido para convertirme en doctor, pero algo tengo claro: todo camino de seguimiento del Señor es un camino que termina en la Cruz, un camino repleto de dificultades y persecuciones. Si un cristiano no tiene —y no asume— las dificultades que le depara la vida es que algo no funciona en su vida. ¡Bendita la Cruz si la convertimos en parte de nuestro yo!

¡Madre amorosa y misericordiosa, te he visitado esta Navidad cuando adoraba a tu Hijo! ¡He visto tu cara de alegría por el Nacimiento pero también tu mirada que traslucía lo que tu corazón conserva! ¡Tu, María, has visto con los ojos de la fe lo que en la Pasión de Cristo era todo amor y a los ojos humanos el Amor de Dios destrozado por el pecado; hazme fuerte en los momentos de debilidad y caída para sostenerme a la Cruz! ¡María, Tu que supiste mucho de dificultades cuando la oscuridad se haga presente en mi vida, sostenme y da luz a la débil linterna de mi vida y haz que el brillo de la mañana se convierta en la fuerza para caminar cada día y aunque la sombra de la Cruz parezca por momentos excesivamente pesada intercede ante el Padre para que al igual Tu sepa permanecer a los pies de la Cruz y cargar con ella con fe cuando corresponda!
Lord I offer my life to you (Señor, te ofrezco mi vida) le cantamos hoy al Señor:

domingo, 26 de marzo de 2017

Me he propuesto ser muy egoísta

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Una gran variedad de pecados los cometemos por puro egoísmo y por una ausencia de visión sobrenatural. El egoísmo es un pecado capital, grave por tanto, porque nos lleva a amarnos más de lo que debemos amar a Dios. Y, aún así, hoy me he propuesto ser profundamente egoísta. Muy egoísta. Y aunque el egoísmo se enfrenta al verdadero amor, y me invita a salir de mi mismo para darme a los demás haciéndome uno con ellos, aún así no desisto de mi idea de ser egoísta.
¿Y para qué y por qué quiero ser una persona egoísta? Simple y llanamente para convertirme en alguien mucho mejor. Quiero convertirme en un «egoísta del bien», invertir en mí lo máximo que pueda, porque quiero mejorar como ser humano; porque anhelo vivir y crecer en virtud; porque quiero amar más; servir con más generosidad; santificar mejor mi trabajo; ser más auténtico con mi manera de pensar, hablar y actuar; convertirme en mejor esposo, mejor padre, mejor amigo, mejor compañero de trabajo; ser más fiel a mis principios y valores cristianos; ser más firme en mis creencias para que no se conviertan en veletas que se mueve en función del ambiente en el que me encuentro; ser siempre leal a las personas y a los compromisos adquiridos; estar más preocupado por las necesidades de los demás que de las mías; ser fiel cumplidor de las normas sociales...
Quiero ser egoísta para buscar mi bien desde el corazón, para acoger en él el amor de Dios y darlo a los demás pero sin buscar ventajas sino por mero amor. Quiero invertir en mí todos los recursos de la vida cristiana porque así mi ser estará acorde con la imagen y semejanza de Dios que me corresponde por ser hijo suyo. Quiero ser egoísta para dejarme acariciar por su ternura y sabiduría y cantar así un cántico nuevo; cantar con alegría que el Señor me ha transformado en alguien diferente con la fuerza de su Espíritu.
¿Egoísta? Sí, porque invirtiendo en mí en el camino de la virtud seguro que lograré una gran transformación interior, creceré humana y espiritualmente y mejoraré como cristiano que lleva la impronta de Cristo en su corazón.

¡Señor, concédeme la gracia de ser un cristiano comprometido, consciente, que siempre busque la verdad y el amor, que sea capaz de conocer cuáles son mis limitaciones y mis defectos, que sea valiente defendiendo los valores cristianos y la verdad, que no me hunda ante las dificultades y los problemas, que sea siempre humilde y sencillo, que sea capaz de descubrir siempre tu voluntad en mi vida, que sepa llevar la cruz con entereza y con amor, que convierta mi vida en un dar y no en un recibir! ¡Con tu ayuda, Señor, y con la fuerza del Espíritu Santo sé que será más sencillo conseguirlo! ¡Cuando se me presente la prueba y el dolor en mi vida, Señor, que lo vea siempre como un acto de amor hacia mi y no como un castigo! ¡Concédeme la gracia de verlo como una oportunidad de crecer y caminar más estrechamente unido a Ti y poder demostrarte lo mucho que te amo, la profundidad de mi amor hacia Ti, como una manera de testimoniar de verdad la fe que profeso! ¡Te pido la gracia de la fortaleza, de la sabiduría, de la serenidad, de la fe para madurar como persona y como cristiano, para ser consciente de mi yo, de las cosas que debo cambiar, para ser siempre más comprensivo con las personas que me rodean, para no juzgar, para ser siempre más humano y amable, más misericordioso y condescendiente! ¡Ayúdame a crecer para hacer siempre el bien, para transformar todas aquellas cosas que en mi vida deben ser cambiadas y para que en lo más profundo de mi corazón estés siempre Tu!
Todos valemos lo mismo a los ojos de Dios, cantamos hoy acompañando esta meditación:

sábado, 25 de marzo de 2017

La fe callada

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La fe es hermoso vivirla también en el silencio contemplativo. En lo oculto, en la mirada personal hacia el encuentro con el Padre. Sin grandes gestos que llamen la atención de los otros. Lo bonito de la fe es que se puede vivir en el silencio de uno mismo, llevado a lo más profundo del corazón. Surgen en las páginas del Evangelio numerosos personajes que nos muestran esa fe callada, silenciosa, firme, auténtica, esperanzada, llena de vida y de alegría pero que a los ojos de los hombres ha pasado completamente desapercibida porque lo pequeño no suele llamar la atención.

Así, puedes ver aquel personaje que los apóstoles llaman antes de la Santa Cena para que les conduzca al Cenáculo. Dio un «sí» a Dios, conduciendo a los seguidores de Cristo al lugar donde se iba a instituir la Eucaristía. Y de su fe callada, nadie habla ahora. Tampoco se hace mención de ese joven personaje, que no sabemos quién es, que llevaba en un cesto los panes y los peces. Cristo quiso hacer con ellos el milagro de la multiplicación para saciar el hambre de tantos hombres y mujeres que necesitan de Dios. Y Cristo los tomó de alguien que ha permanecido anónimo a los ojos de la gente, pero no a los de Dios. Y su fe también fue callada y silenciosa pero a su manera dio un «sí» a Dios entregando lo que poco —o mucho, según se mire— que tenía.
Hay también un grupo de personas, amigos de un paralítico postrado en una camilla que, por amor a él, hacen lo indecible para subirse al tejado de una casa e introducirle en la estancia donde se encuentra Cristo. Su esfuerzo, regado por el valor de la amistad, es parte de una fe callada; convencidos están de que lograrán con ello sanar al amigo con las manos del mismo Dios.
Lo importante es lo que hacemos y por qué lo hacemos. Lo hermoso es el valor que damos a nuestros gestos, cuando más callados y desprendidos, más enraizados en la fe y más sustentados en la entrega generosa, más cerca de Dios están. El único que lee lo oculto de nuestro corazón es Dios y es a Él al que hay que rendir cuentas de nuestra entrega. Así actuó Cristo. Todos sus actos, desde el primer milagro a la última prédica, desde su primer gesto de amor hasta el último muriendo en la Cruz tenían mucho de callado cumplimiento de la voluntad del Padre. Cristo impregnó lo cotidiano de su vida de un amor sencillo pero grande al mismo tiempo. ¿Y yo, doy fecundidad a mi vida cotidiana dispuesto a que los gestos de mi vida estén visibles solo a los ojos de Dios y no al de los hombres? ¿Están mis pequeños gestos cotidianos untados del fruto amoroso de Dios y alejados de todo egoísmo mundano?

¡Señor, te alabo con todo mi ser porque eres la luz que brilla en mi vida y das sentido a todo lo que me ocurre! ¡Aumenta, Señor, mi pequeña fe! ¡Dame, Señor, con la fuerza de tu Espíritu el valor para sobrellevar todas los acontecimientos de mi vida, la valentía para no temer los problemas que se me presenten! ¡Aumenta mi fe, Señor! ¡Ayúdame a seguir tu Palabra con el espíritu que has puesto en mí! ¡Señor, sé que para ti nada es imposible, ayúdame a seguir tu voluntad! ¡Aumenta mi fe para seguir adelante a pesar de los obstáculos, de los problemas, de las circunstancias, de lo que digan los demás y a pesar de mí mismo! ¡Aumenta mi fe para decirte siempre que "Sí", sin temer a nada! ¡Aumenta mi fe para viviendo en el silencio del corazón impregne todos mis actos de bondad y de entrega! ¡Pero sobre todo, Señor, no me sueltes de la mano para que me no desvíe de la senda correcta sino que se haga tu voluntad en mi en cada paso que de! ¡Señor, te suplico desde lo profundo de mi corazón que no permitas que se extinga la hermosa luz de mi fe! ¡Envíame tu Espíritu, Señor, para que con su gracia mi fe crezca cada día!
Here I am Lord; I, the Lord of sea and sky, I have heard My people cry. Hermosa canción para sanar el alma y aumentar nuestra fe.

viernes, 24 de marzo de 2017

Vaciarse para crecer

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No me avergüenza reconocer que me entristece mi fragilidad humana cuando profundizo en ella. Es mi debilidad la que conmueve mi corazón cuando caigo siempre en la misma piedra o en los mismos errores de siempre y los excuso como parte de esa auto indulgencia tan propia del hombre que se lo perdona todo pero no pasa ni una a los demás. ¡Claro que me agradaría ser un santo heroico, un hombre de fortalezas inquebrantables vencedor de todo tipo de pruebas, alguien que confía siempre, que no teme a la voluntad de Dios, que no se turba ante los embates de la vida, sólido ante las críticas y consistente ante las dudas!

Pero no, reconozco que soy de barro. Me muevo en la línea fina entre la santidad y la mediocridad, entre la fortaleza y la debilidad, entre la victoria y el fracaso. Y, entre medio, con frecuentes caídas para volver a levantarme. Hoy, sin embargo, me viene a la imagen la figura de san Pedro, el hombre de las negaciones y el apóstol de la fortaleza. La primera roca sobre la que se edificó la Iglesia no pudo ser quien fue sin antes haber sido Simón, el pescador rudo, de carácter firme, apasionado, orgulloso y humilde al mismo tiempo, ardoroso e impulsivo. Y su figura me permite comprender cómo toda transformación interior es posible en el momento en que reconozco, asumo y acepto cuáles son las sombras de mi vida pero también esas luces que todo lo iluminan. Únicamente desde el reconocimiento de mi fragilidad y mi debilidad seré capaz de iniciar un proceso de crecimiento interior y tolerar mis debilidades y las fragilidades que veo en los otros y que, por mi soberbia o mi falta de caridad, puedo llegar a magnificar. Cuando me creo mejor, más bueno, con más hondura humana y espiritual, más superior a los demás, más intolerante me vuelvo y más necesito de la gracia misericordiosa de Dios.
El día que Simón Pedro se encontró con Cristo todo cambió en su vida. Comenzó un proceso interior y una transformación del corazón. San Pedro conocía cuáles eran sus limitaciones y era consciente de su propia humanidad; su auténtico «sí» se produjo en el momento en que comprendió quién debería ser. Su camino de transformación, como el de cualquier ser humano, fue un proceso que implica vaciamiento interior. Desprenderse de las conductas erróneas, de los comportamientos orgullosos y de las máscaras que todo lo envuelven.
San Pedro traicionó a Jesús, pero suplicó con su mirada de perdón la misericordia del Señor. Y, así me veo yo también hoy. Reconozco mi debilidad, me siento herido por mi propia fragilidad y aspiro a vencer con la ayuda de la gracia las flaquezas de mi humanidad. Vaciar mi interior de mi mismo, de mis egos y mis apegos para dejarle espacio a Dios, para llenarme de Él y para sea Él quien me posea. Renuncio a mi mismo, pero gano a Dios.


¡Y eso es lo que deseo, Señor, llenarme de Ti, abrirme a la gracia! ¡Señor, quiero aprender hoy que vaciándome de mis egos, de mis comodidades y mis apegos crezco interiormente y no me hago más pequeño! ¡Señor, quiero encontrarte desde mi fragilidad y mi debilidad porque Tu me buscas siempre, llamas a mi puerta para entrar y muchas veces la encuentras cerrada! ¡Quiero hacerte, Señor, un espacio en mi corazón! ¡Ayúdame, Espíritu Santo, a tener el don de la sabiduría para descubrir que mi vida estará más llena cuando más cerca tenga al Señor! ¡Espíritu Santo, ayúdame a ser más indulgente conmigo y con los demás; Tú sabes lo mucho que me cuesta levantarme, aceptar mi fragilidad y los errores que cometo! ¡Ayúdame, Espíritu de Dios, a mantenerme firme y siempre fiel en los momentos de turbulencia y dificultad! ¡Ayúdame, Espíritu de Verdad, a que te deje actuar en mi vida, a ponerme en tus manos y en las de Dios, a aceptar siempre su voluntad; hazme ver que esto no es debilidad sino confianza! ¡Ayúdame, Espíritu Santo, a asumir siempre mis responsabilidades y adoptar siempre las mejores decisiones haciendo y pensando lo correcto, a no esconderme en la excusas fáciles y a no culpabilizar a los demás de las cosas que me suceden a mi! ¡Ayúdame a enfrentar la vida con valentía porque Tú eres mi fuerza y el poder está en Ti! ¡Y, perdóname, cuando caigo y no sé mantenerme firme! ¡No quiero fallarte, Señor, quiero ser auténtico y vivir en rectitud!
Fragilidad, con Sting, para hacernos conscientes de nuestra pequeñez: