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miércoles, 19 de abril de 2017

Mi corazón arde porque te siento cerca

orar con el corazon abierto
La torpeza es uno de mis defectos en relación con el Señor. Leo su palabra, me pongo en su presencia en la oración, me alimento del pan de vida y, aún así, mi corazón se mantiene tantas veces cerrado para aprender a leer los acontecimientos de mi vida, todo aquello que acontece a mi alrededor. A veces me cuesta comprender que el Señor es el centro de todo. «¡Qué necio y torpe soy para creer en su Palabra!» Como los discípulos de Emaús me cuesta muchas veces creer que Cristo camina a mi lado. Mi torpeza me impide ver que Él está vivo siguiendo mis huellas. Mi torpeza me hace ahogarme en mis problemas, en mis miedos, en mis dificultades, en mis desesperanzas, en mis incertidumbres. Mi torpeza me impide leer en el trasfondo de su Palabra, en sus mensajes de Buena Nueva. Como los discípulos de Emaús me cuesta abrir los ojos y reconocerle y eso, lógicamente, mitiga mi alegría, mi entrega, mi compromiso, mi vitalidad cristiana.

Pero pese a esta torpeza, mi fe me sostiene porque hay algo en mi interior que hace que arda mi corazón de una manera intensa, inexplicable. Y ese algo, que es la presencia viva de Cristo, me permite vencer todas las resistencias y apegos que hay en mi vida.
¡Cristo vive! ¡Jesucristo ha resucitado! Y yo tengo un deseo profundo de proclamarlo. Una necesidad imperiosa de exclamar que Cristo es el que da verdadero sentido a mi existencia. Que quiero dejarle entrar en mi corazón. En mi ser. En mi vida. Que deseo ser uno con Cristo. Que a su lado, con Él y en Él, todo tiene sentido.
De los dos de Emaús aprendo que no puedo salir huyendo. Que no puedo acomodarme al fracaso. Que no puedo cerrar mis ojos, mis oídos, mi corazón, mi alma al Cristo yaciente sino al Cristo Resucitado, al Jesús cercano, al Jesucristo que se hace presente en mi vida y la llena de esperanza. Quiero estar abierto a la palabra de Cristo y en comunión con Él descubrir, desde mi realidad, el camino que conduce al cielo prometido.

¡Señor Jesús, caminas junto a mi y muchas veces no me doy cuenta como les pasó a los dos de Emaús! ¡Sabes, Señor, que mi camino no siempre es fácil pero en la incerteza Tu me invitas a acudir a Tu llamada! ¡Señor, que mis estados de ánimo, que mis frustraciones, debilidades y sufrimientos no me paralicen! ¡Regálame, Señor, tu presencia! ¡Hazla, Señor, viva en mi vida y en las de los que me rodean! ¡Señor, te haces el encontradizo conmigo! ¡Concédeme, Señor, la gracia de discernir siempre lo que me sucede, ser capaz de verte en los acontecimientos de mi vida, tener la capacidad para profundizar en el significado de lo que me sucede! ¡Ayúdame, con el soplo de tu Espíritu, a interpretar mi historia y permite que sea tu Palabra la que haga arder con intensidad el fuego de mi corazón! ¡Señor, sé que estás vivo, que has resucitado! ¡Camina conmigo, Señor, hazte visible en mi vida! ¡Envía tu Espíritu para que me quite la venda de los ojos y viva acorde con tu Palabra, despegándome de mis autocomplacencias, egoísmos y comodidades! ¡Señor, sentirte resucitado es una experiencia viva de fe! ¡Quiero sentirte en mi corazón pobre de creyente! ¡Ayúdame a entrar en comunión contigo en la oración y en la vida de sacramentos para ser testigos de Ti, Señor resucitado, en mi vida! ¡Quédate conmigo, Señor, que atardece y quiero que en mi interior vivas siempre! ¡Concédeme, Señor, la fuerza de tu Espíritu de amor; haz que sienta mi fragilidad, mi individualismo y mis inseguridades cuando esté solo para necesitar de tu presencia; dame la posibilidad de experimentar siempre la alegría de tu presencia; ponme en camino para predicar tu Buena Nueva; ayúdame a borrar la esclavitud de mis apegos y hacer mi éxodo contigo! ¡Desgarra de mi corazón, Señor, todo apego a lo mundano y ábreme a la fraternidad del amor! ¡Como los de Emaús, Señor, ábreme a tu Palabra y conviérteme en creyente reunido en torno a tu Espíritu! ¡Mi corazón arde porque te siento cerca!
La canción de Emaús, para acompañar a la meditación de hoy:

La alegría de perder el miedo

orar con el corazon abierto
Miércoles de la Octava de Pascua aún resuena el grito de «¡Alegraos!». Es la primera palabra que Cristo dirige a los suyos. Y esta «alegría» de la que habla el Resucitado es la que yo necesito en mi vida cotidiana. La necesito porque cuando profundizo en mi interior y oteo lo que sucede en mi mundo exterior y en el de tantos que me rodean soy plenamente consciente del sufrimiento, de la confusión, de las divisiones, de la profunda desesperanza, de la desazón y de la tristeza que se vislumbra en tantos rostros sombríos de personas que conozco y sufren rupturas interiores.

Pero Cristo sale al encuentro y exclama: «Alegraos». Una invitación clara y precisa. Es una invitación a un alegría contagiosa, auténtica y viva que nace del interior de mi corazón. Una alegría que no sea frágil, quebradiza e imperfecta porque la alegría cristiana brota de la opción fundamental por Jesús, fruto de una experiencia basada en la fe en Él y en la comunión por quien es el Camino, la Verdad y la Vida.
«Alegraos». Una invitación para vivir en plenitud. Una invitación para optar por el amor, por el servicio, por la entrega y por el bien.
Pero a este «Alegraos» acompaña Cristo un «¡No tengáis miedo!». Al igual que la alegría es el signo de la existencia cristiana y es el testimonio de la profundidad de nuestro compromiso con la voluntad de Dios, el «¡No tengáis miedo!» es un grito de esperanza. Lo es porque todos tenemos miedos que nos paralizan como cadenas invisibles: miedo al fracaso, a los problemas, a perder personas y bienes, al qué dirán, a la humillación, al rechazo, al abandono, a la muerte, a la enfermedad, a sentirnos incapaces a hacer determinadas cosas, al futuro, a no ser capaces de afrontar los desafíos del presente, a no tener dinero, a ser juzgados o criticados… Cristo quiere que cada uno rompa sus miedos interiores para construir con alegría una nueva vida.
«Alegraos» y «¡No tengáis miedo!». De nuevo Cristo me interpela. Jesús me ofrece lo que necesito en el momento oportuno, porque no tener miedo implica fundamentar todo en Su amor comprensivo y, desde ese amor, hacer el milagro de que mi alegría sea siempre una alegría plena.

¡Señor con alegría y sin miedo quiero buscarte cada día! ¡Tú eres mi Señor, concédeme la gracia de encontrarte cada día en mi oración, en mi Eucaristía diaria, en mi encuentro con el prójimo, en mis actitudes y en mi ser cristiano! ¡Necesito de la gracia que viene del Espíritu, Señor, porque mi conversión cotidiana se ve frenada muchas veces por mis miedos! ¡Envíamela, Señor, para quedar libre de temores y servirte con santidad y justicia! ¡Señor, no permitas que los miedos me paralicen y encadenen mi corazón y no permitas que creen resistencias al cambio! ¡No permitas, Señor, mis falsas seguridades que amortiguan mi alegría de vivir y la convierte en mediocre argumento para alejarme de ti! ¡Hoy entiendo, Señor, que esta llamada a la alegría y a no tener miedo es un deseo para hacer las cosas nuevas en mi, para darle más sentido a mi vida, para darme la serenidad cuando me amenace la tormenta, darme más libertad cuando me sienta más oprimido, para darme el perdón cuando haya caído y amor cuando me encierre en mi mismo! ¡Señor el alegraos y el no tener miedo que me lanzas hoy despierta en mi fe en Ti y mi confianza de que contigo todo es posible! ¡Gracias, Señor, tu gloriosa resurrección da sentido al presente y al futuro de mi vida! ¡Gracias también Señor porque despiertas todo las cosas buenas que descansan en mi corazón! ¡Soy plenamente consciente de las muchas limitaciones que tengo, de mi fragilidad, de mi pequeñez, de esas comodidades que me alejan de ti, de esos miedos que me paralizan, pero contigo, Señor,  sé que puede renacer de nuevo y ser partícipe del proyecto de vida y de amor que tienes pensado para mi!
¡Alegraos!, cantamos acompañando la meditación de hoy:

martes, 18 de abril de 2017

La oración escondida al final del Ave María

Si lo permitimos, la Virgen María nos acompañará


“…ruega por nosotros pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte”.



Aprendí esas palabras al principio de mi infancia. Aprendí los sonidos, las pausas, hasta dominé el arte de mezclar mi voz con otras voces para formar una única ola de súplica. Pero después de años de Aves Marías, un día se me ocurrió que había una petición escondida en las palabras finales de la oración.

“En la hora de nuestra muerte”. Nosotros estamos pidiendo que María rece por nosotros en el momento más importante de nuestra vida, cuando el alma deja el cuerpo y se pone frente a Nuestro Señor, cuando la eternidad –para bien o para mal– se extiende frente a nosotros.

Pero, me parece que la expresión “en la hora de nuestra muerte” puede significar algo más. Hace dos  años estaba orando en la habitación. En un momento determinado, pensé: hay dos tipos de muerte. No existe solamente la muerte corporal, sino también la muerte del yo, la muerte del “hombre viejo” al que san Pablo se refiere (esa parte mía orientada hacia Dios y la parte vinculada a mí mismo y al pecado).

¿Y no necesitamos del apoyo de la Virgen María en el momento de esa “muerte” también?

Ahora, entiendo que esta petición del Ave María engloba todo esto: ruega por mí ahora; ruega por mí en la hora de mi muerte física y ruega por mí en el momento de mis pequeñas muertes diarias, esas veces en que soy llamado a enterrar el “viejo yo” para que, muerto al pecado, me pueda elevar a la plenitud de la vida en Cristo.

“Despojaros, en cuanto a vuestra vida anterior…”, dice san Pablo a los Efesios, “revestiros del Hombre Nuevo, creado según Dios”.

“Desconsiderar nuestra vieja naturaleza”, ¿no es una especie de muerte? ¿una muerte que también tememos y de la que huimos diariamente? A veces me siento tentada a pensar que un martirio corporal de una sola vez suena relativamente simple, en comparación con la perspectiva de sacrificar mi voluntad día tras día.

Y aquí entra Nuestra Señora. Puedo correr hasta ella con mis miedos, con mis imágenes terribles sobre lo que me reserva el futuro y con mi absoluta debilidad. Ruega por mí ahora, en todos mis problemas actuales, miedos y luchas. Y en la hora de la muerte, en esas hora de pequeñas muertes de uno mismo y en la hora final, en que seré llevado ante el tribunal.

Así como ella se quedó con Cristo hasta el último momento, ella nos acompañará, si la dejamos. Ella desea sostenernos en nuestras muertes diarias para vernos llegar victoriosos frente a Cristo en nuestra última hora.

Nuestras batallas son reales. Nuestras pequeñas luchas cuentan. Pero no podemos conquistarlas solos. Recemos fervorosamente, entonces, con sinceridad y confianza a nuestra Madre fiel:

Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén.
Escuchamos esta canción a la Virgen  Maria:


¿Por qué lloras? ¿a quién buscas?

camino del cielo.jpg
Jesús le dice a María: «Mujer, ¿por qué lloras? ¿a quién buscas?». Y a continuación pronuncia su nombre. En ese «María» escucho también el mío. Quiero como ella ser testigo vivo de su Resurrección. No me es suficiente con ver con mis ojos ni con escuchar con mis oídos, necesito que resuene en mi corazón mi nombre pronunciado por el mismo Cristo. ¡Experimentar emocionado, como la Magdalena, la presencia viva de Cristo en mi vida!

Como María quiero experimentar a un Cristo vivo, no un Jesús olvidado, un ser sin vida, un Dios caduco, un Cristo olvidado porque para mí Cristo es la presencia viva en la Eucaristía, es el acompañante en el camino de mi cruz cotidiana, el testigo de mi encuentro amoroso con el prójimo. Quiero que la certeza de su presencia llene mi vida, aleje de mi los miedos, las fragilidades, las tribulaciones, las comodidades que me embargan, los pesares... No quiero reemplazar a Cristo por ídolos mundanos. No quiero convertirme en un cristiano de fe tibia que se dirige al sepulcro en busca de un cuerpo inerte, un Cristo yaciente envuelto en un sudario. Quiero encontrar a ese Dios eterno e inmortal, tres veces Santo.
Quiero sentir a Cristo a la luz de la fe, la luz que brilla porque ¡Jesucristo ha resucitado!
«Mujer, ¿por qué lloras? ¿a quién buscas?» Quiero responderle al Señor que no lloro, que le busco solo a Él. Que las lágrimas de mis tristezas, de mis heridas y mis desconsuelos se han secado en la certeza de su Resurrección. Que no tengo nada de lo que angustiarme, que mis problemas son livianos con Él a mi lado, que cada día puedo tener un encuentro a corazón abierto con Él en la Eucaristía, en la adoración al Santísimo y en la oración. Que soy consciente de que Cristo puede obrar en mi y en quienes me rodean grandes milagros para que transformen de nuevo mi vida. Que el Señor anhela darme su consuelo pero para eso debo renunciar a mis apegos mundanos, a mi autosuficiencia, a mi autocompasión, a mi orgullo y mi soberbia...
Anhelo entrar en la presencia de la persona de Jesús, el Señor de la vida. Como la Magdalena quiero tomar la determinación de confiar en Jesús Resucitado. Él me está esperando. Aguarda mi llegada para liberarme de mis apegos, mis miedos, mis desconfianzas. Me espera para abrazarme y conducirme al Reino del Padre. Y ante su presencia exclamo: «Señor, es a Ti a quien quiero amar con todo mi corazón, con toda mi alma y con toda mi fuerza y a tu lado convertirme en un discípulo fiel y misionero».
¡Concédeme la gracia, por la fuerza de tu Espíritu, de tener la valentía de la Magdalena! ¡La fe es un don tuyo, Señor, pero necesito el coraje que me otorga tu Espíritu para fortalecerla y ponerla en práctica! ¡Que viéndote a Ti resucitado, Señor, sea capaz también de ver al Padre! ¡Concédeme la gracia de ser un auténtico discípulo tuyo, que pueda anunciar a mi entorno que has resucitado, que estás vivo y presente en nuestro mundo! ¡Señor, tu me llamas por mi nombre y me animas a seguir el camino de la santidad y me das el valor para permanecer firme ante el mal y declarar al mundo que el Amor supera todo mal! ¡Ayúdame, Señor, a que mi amistad contigo sea tan auténtica, profunda, amorosa y firme como fue la de María Magdalena y sea capaz de reconocerte en todos los acontecimientos de mi vida! ¡Señor, a veces me cuesta darte tiempo para unirme a ti en la oración o en el servicio a los demás porque mis asuntos personales me llenan la jornada y tampoco se descubrirte en los demás, dame un corazón humilde para comprender que sin Tu compañía no soy nada! ¡Señor, Maestro, tu me llamas y me ofreces un proyecto maravilloso de vida; pones en mis manos el camino de la santidad, lejos de la mediocridad! ¡Me preguntas y me hablas a lo más profundo del corazón y me ofreces la noble causa de ser tu discípulo, tu amigo y tu compañero de camino! ¡Me brindas la ocasión de trabajar por tu Reino, de seguirte dándome sin medida! ¡Me preguntas por qué lloro pero sabes que me ofreces un camino que pasa por la dureza del mundo y a veces con la sequedad del corazón pero el tuyo es un proyecto que lleva consigo el amor, la alegría, la esperanza, la fe… la vida! ¡Tu me llamas, Señor, para que me entregue enteramente a Ti, viva tu vida y luego la lleve a los que me rodean para que gocen también de vida abundante! ¡Gracias, Señor, porque dejas en mi corazón una profunda huella: tomar parte en el camino de la cruz y en el destello fulgurante de tu Resurrección! ¡Jesús, Maestro, amigo, gracias, porque me enseñas a caminar a la luz de la fe!
Del compositor Antonio Lobo escuchamos hoy la hermosa Misa de María Magdalena:

Simbología de la cruz

camino del cielo
De tantas veces que hacemos a lo largo del día la señal de la cruz podemos acabar convirtiéndola en un gesto mecánico, en un ritual rutinario, en algo meramente simbólico. Además, la cruz puede perder toda su esencia cuando la convertimos en un mero objeto de adorno, como complemento de nuestro vestir en forma de pendiente, anillo o collarín, una forma estética más de estar a la moda pero que no indica, en realidad, la fe auténtica que profesamos. Muchos que la llevan encima, además, no pueden explicar lo que implica para ellos esa cruz signo de perdón y redención y desconocen que es el objeto más preciado de amor, entrega, generosidad y fidelidad.

Cuando mis ojos se fijan en una cruz que tengo en casa me invita a pronunciar esta jaculatoria: "Señor, que no me acostumbre a verte crucificado"; la repito también cuando paso frente a una iglesia, la veo en alguna estancia de un hospital, en la encrucijada de un camino rural, en algún dormitorio... Lamentablemente, hay una desaparición progresiva de la cruz en nuestros entornos. Desaparece de la sociedad pero también del corazón del ser humano que menosprecia a un hombre clavado de un madero.
Hago la señal de la cruz varias veces al día. Me reconforta. Al levantarme. Al salir de casa. Al comenzar y finalizar la Eucaristía. Al bendecir la mesa. Al acostarme. Es un gesto que me da paz, consuelo y alegría. Me hace sentirme unido a Cristo, me hace gloriarme en el Señor, que me salva por su muerte en la Cruz. Con este gesto me consagro a Él y el me bendice con su amor y su misericordia.
Pero esta Cruz es algo más profundo. Más personal. Más íntimo. Indica una forma de vida. Un estilo de vida. Una manera de entender la vida. Esta señal de la Cruz repetida quiere ser un compromiso: me muestra quien soy y cuál es mi dignidad. Me guía el camino. Me hace hermano de Cristo. Me hace discípulo suyo. Me muestra la senda del amor. Me predispone a mi destino eterno. Me marca con el sello de la humildad porque no hay frase más categórica para aparcar el orgullo que esa que exclama: "si alguien quiere venir en pos de mi, niéguese a sí mismo, cargue con su cruz y sígame".
Cada miércoles en la Adoración al Santísimo y cada viernes en el Via Crucis en algún momento entono aquello tan alegre de "victoria, tú reinarás, oh Cruz, tú nos salvarás". ¡Que sencillo es cantarlo y qué difícil es aceptarlo y ponerlo en práctica!
Sí, en estos días de camino hacia la Pascua quiero sentirme más unido a la Cruz de Cristo. Reconocer su esencia, comprender su verdad. No quiero que se convierta para mí en un símbolo sin contenido. Quiero que sea verdaderamente el signo distintivo de mi fe, de mi reconciliación con Dios, el instrumento que me sostiene, la guía que me dirige, el símbolo que me identifica con el que sufre... Quiero ver en la cruz el trono victorioso donde se sienta Cristo sufriendo por mi y por la humanidad entera. Quiero ver en la cruz la garantía de la victoria sobre el pecado. Quiero reconocer toda su verdad.
Beso la cruz y hago la señal de la Cruz. Con estos dos gestos me resulta más sencillo ofrecer mi vida entera no sólo aquello que me provoca sufrimiento, incertidumbre o dolor y verla como un lugar de purificación, exaltación y glorificación. La Cruz me dignifica. Por eso amo la Cruz.

¡Señor, soy consciente de que en mi vida hay y surgirán numerosas cruces y te pido que me ayudes asumirlas con alegría! ¡Señor, sin muchas las veces que las cruces son sobrevenidas por las envidias, las calumnias, las soledades no buscadas, los fracasos… pero no pretendo evitarlas sino que quiero que tú me ayudes a ir asumiéndolas cada día! ¡Señor, en mi vida también se presentan muchas cruces que me tienen atrapado en el qué dirán, en la búsqueda por el reconocimiento de los demás, la comodidad, la seguridad económica... ayúdame ano escapar de estas cruces porque me alejan de ti! ¡Señor, me cuesta también llevar las cruces de la enfermedad, de la toma decisiones difíciles, de los pasos que llegado de manera equivocada, de los fracasos que cuestan asumir, de las cinco fijadas a la que tienes que enfrentarte, y los compromisos, de los golpes que no esperas... haz señor que sea capaz de contemplar estas cruces con una mirada de amor y que sepan llevarlas junto a ti! ¡señor, que las cruces por los esfuerzos que no dan resultado, de la sequedad en la oración, en los vacíos de la vida, en el tener que aguantar cosas que no te gustan de unos y de otros y que te duele, de los sufrimientos por las cosas que te disgustan y que ves a tu alrededor… Hazme ver estas cruces como algo que me ayuda a crecer y a bajar mi yo! ¡Señor, que la sencilla cruz de madera que llevo en el pecho. No sea un mero adorno en mi vida, sino que tenga un significado de compromiso y que cuando vea tantas cruces en otros muchas veces mira mente por adorno ayúdame a pedir por su conversión! ¡Y dame a mi también una fe firme que no se desvanezca nunca!
O Crux ave spes unica, un profundo himno de vigilia: