Una de las obras maestras del cine es la película El hombre tranquilo,  dirigida por John Ford y protagonizada por John Wayne y Maureen O’Hara.  El duro actor norteamericano, al que asociamos con los mejores western  de la historia del cine, interpreta a Sean Thornton, que después de  haber adoptado en conciencia la más importante decisión de su vida,  deberá cargar con el peso de esa medida en los postreros años de su  vida. Thornton vivirá todo tipo de situaciones al no cumplir ni con las  expectativas creadas por su futura esposa y su hermano ni la de los  habitantes de la pequeña comunidad del minúsculo caserío del Norte de  Irlanda donde se localiza la trama. En principio, los valores que le  exigen a Thornton son muy estimables y se enmarcan en las varias veces  centenaria tradición de aquellas tierras. Otra cosa es, que las  circunstancias más íntimas, le lleven a Thornton a sufrir un camino de  espinas y de incomprensiones. El personaje de John Wayne toma la  decisión de renunciar a un padecimiento físico y, en su lugar, aceptar  el sufrimiento espiritual de verse como alguien incapacitado para  cumplir con sus deberes y obligaciones matrimoniales pues su conciencia  le dicta aspirar a un bien superior y no a subvertir los valores que son  el sustento de su vida.
A lo largo de nuestra vida nos vemos obligados a tomar decisiones de índole moral, muchas de las cuales son tan importantes que suponen un enorme desgaste físico, mental y espiritual. Cargar la cruz de cada día no es tarea fácil, especialmente cuando se trata de hacer las cosas con honestidad y fidelidad a una doctrina. Viene esto a cuenta porque un amigo me explicó hace unos días el caso de una profesional que tenía un importante dilema moral a cuenta de su negocio. Tan profunda era la situación que podría acabar con sus ingresos, y por tanto necesitaba hablar con un sacerdote para que le aconsejara las medidas a adoptar. En la conciencia de cualquier ser humano –inteligencia, emotividad, voluntad– está la propia vocación al bien, de manera que la elección del bien o del mal en las situaciones concretas de la vida acaban por marcar profundamente a la persona en cada expresión de su ser. Es la situación de esta chica. Yo, personalmente, también he estado en esta situación y no siempre, por las circunstancias, he tomado el camino correcto.
Olvidamos a veces que antes de ser clavado en la Cruz, Cristo hizo parada en el huerto de Getsemaní. Tal vez allí su sufrimiento fuese mayor que durante el tormentoso y oprobioso paso por el palacio de Pilatos donde, además de humillado, escupido y vejado fue flagelado, coronado de espinas y revestido con una túnica para iniciar el cortejo hacia el Gólgota. Sin reproches, el Señor, con la grandeza de aceptar la voluntad del Padre, sólo pidió que se apartase de Él aquel cáliz.
Los cristianos tenemos la obligación de ser fieles a la Cruz de Cristo, pues sin Cruz no hay salvación; pero antes hemos de pasar por nuestro Getsemaní particular, que es nuestro momento espiritual, con la conciencia limpia y libre, el que nos lleva a aceptar la voluntad de lo que Dios tiene preparado para cada uno de nosotros, con el fin de cargar posteriormente la cruz de cada día. Todos somos un poco ese Thornton de la película de John Ford, porque todos estamos obligados a buscar con la conciencia limpia la verdad de nuestra vida con la misma honestidad que lo hace John Wayne en las verdes praderas del norte de Irlanda. Para que eso se logre nuestra alma debe estar serena. Y cuando rechazamos la verdad y el bien que Dios nos propone, hay que escuchar lo que Él nos propone a través de la voz de la conciencia, buscándole y hablándole, para reconocer y enmendar nuestros errores y abrirnos a la Misericordia divina, la única capaz de sanar cualquiera de nuestras heridas.
A lo largo de nuestra vida nos vemos obligados a tomar decisiones de índole moral, muchas de las cuales son tan importantes que suponen un enorme desgaste físico, mental y espiritual. Cargar la cruz de cada día no es tarea fácil, especialmente cuando se trata de hacer las cosas con honestidad y fidelidad a una doctrina. Viene esto a cuenta porque un amigo me explicó hace unos días el caso de una profesional que tenía un importante dilema moral a cuenta de su negocio. Tan profunda era la situación que podría acabar con sus ingresos, y por tanto necesitaba hablar con un sacerdote para que le aconsejara las medidas a adoptar. En la conciencia de cualquier ser humano –inteligencia, emotividad, voluntad– está la propia vocación al bien, de manera que la elección del bien o del mal en las situaciones concretas de la vida acaban por marcar profundamente a la persona en cada expresión de su ser. Es la situación de esta chica. Yo, personalmente, también he estado en esta situación y no siempre, por las circunstancias, he tomado el camino correcto.
Olvidamos a veces que antes de ser clavado en la Cruz, Cristo hizo parada en el huerto de Getsemaní. Tal vez allí su sufrimiento fuese mayor que durante el tormentoso y oprobioso paso por el palacio de Pilatos donde, además de humillado, escupido y vejado fue flagelado, coronado de espinas y revestido con una túnica para iniciar el cortejo hacia el Gólgota. Sin reproches, el Señor, con la grandeza de aceptar la voluntad del Padre, sólo pidió que se apartase de Él aquel cáliz.
Los cristianos tenemos la obligación de ser fieles a la Cruz de Cristo, pues sin Cruz no hay salvación; pero antes hemos de pasar por nuestro Getsemaní particular, que es nuestro momento espiritual, con la conciencia limpia y libre, el que nos lleva a aceptar la voluntad de lo que Dios tiene preparado para cada uno de nosotros, con el fin de cargar posteriormente la cruz de cada día. Todos somos un poco ese Thornton de la película de John Ford, porque todos estamos obligados a buscar con la conciencia limpia la verdad de nuestra vida con la misma honestidad que lo hace John Wayne en las verdes praderas del norte de Irlanda. Para que eso se logre nuestra alma debe estar serena. Y cuando rechazamos la verdad y el bien que Dios nos propone, hay que escuchar lo que Él nos propone a través de la voz de la conciencia, buscándole y hablándole, para reconocer y enmendar nuestros errores y abrirnos a la Misericordia divina, la única capaz de sanar cualquiera de nuestras heridas.
¡Señor,  ayúdame a asemejarte cada día más a Ti para actuar siempre con  corrección; sin Tí, Señor, y sin tu ejemplo no puede haber una base  sólida para desarrollar una ética personal! ¡Envíame los frutos del  Espíritu Santo, Señor, para llenarme de Ti que eres el Señor de  la vida de la forma de ser y relacionarte! ¡Envíame tu Espíritu Señor,  para tener un carácter amable, generoso, puro, entregado, alegre,  flexible, servicial, cariñoso, justo, honrado, honesto y fiel! ¡Envía  tu Espíritu Señor, para que mis actos siempre reflejen bondad,  comprensión, humildad y firmeza frente al pecado, la injusticia y la  maldad! ¡Concédeme la gracia de esforzarme para vivir de acuerdo a tus  mandamientos, siendo diligente en servirte a Ti y a los demás  y defendiendo siempre la verdad aunque esto me lleve a la persecución y  el sufrimiento! ¡Concédeme la gracia de ser una persona llena  del Espíritu Santo, sometido a la verdad de la Escritura, que viva una  vida limpia con conductas ejemplares, que nazca de un corazón henchido  del Evangelio y viva la realidad de las bienaventuranzas! ¡Ayúdame a que  mi valores sean los del Evangelio y mi ejemplo de vida sea el  tuyo! ¡Quiero ser un autentico seguidor tuyo, Señor, y seguir tus  mandamientos! ¡Dame la fuerza para con la gracia de Dios que viene del  Espíritu Santo a servir, amar y aplicar las verdades del Evangelio,  servir por amor a Dios y no para mi mismo!
Como  hoy va de Irlanda, qué mejor que nos acompañe la música del más  renombrado de sus compositores clásicos, Sir Charles Villiers Stanford, y  uno de sus célebres motetes, Beati Quorum Via:
