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viernes, 21 de octubre de 2016

Los enemigos de la paz interior

felices
Los principales enemigos de la paz interior tienen nombre y apellidos: pensamiento negativo y sentimiento destructivo. Ambos inoculan el corazón y el alma provocando confusión y agitación interior. Sin paz en el corazón el hombre no es feliz y, por tanto, no puede amar. Las consecuencias son múltiples y variadas: miedo, tristeza, abatimiento, insatisfacción, cansancio, contrariedades, desasosiego, recelo, turbación, impaciencia, inquietud, autocompasión, desconfianza…

La paz del corazón nada tiene que ver con cuestiones humanas. Se basa en la certeza de la fe que se sustenta en la Palabra que proviene de Dios. Jesucristo nos los dejó muy claro: «La paz os dejo, mi paz os doy». ¡Qué hermosas estas palabras que impiden que nuestro corazón se turbe!

Cualquier razón para perder la paz interior es una razón negativa y sólo con la ayuda de Dios es posible subsanarla. Es poniéndolo en manos de Dios como se puede vencer el esfuerzo del demonio por arrancar de cuajo la paz en nuestro corazón. Al príncipe del mal sólo le interesa perturbar la paz interior porque sabe que, en aguas revueltas, es más difícil vislumbrar la paz de Dios que mora en nuestro interior.
Cada vez que trato de huir de mis problemas por mi mismo, huyendo de la misericordia de Dios, rompo la serenidad de mi corazón. La medida auténtica de mi paz interior se apoya en mi abandono y mi desprendimiento a la voluntad del Padre. Un desprendimiento absoluto a todo lo mundano e insustancial: deseos, proyectos, iniciativas, afectos, bienes materiales…
Dios nos pide todo, absolutamente todo. Pero nosotros, trampeados por el juego del demonio, pensamos que si se lo entregamos perderemos libertad y nos quedaremos sin nada, especialmente lo material. Pero no es así. Es en el desprendimiento absoluto cuando uno siente de verdad que Dios toma las riendas de su vida y experimenta su misericordia. Siempre pierde el que se muestra triste, abatido, apesadumbrado y derrotado. No es un fracaso suyo es la victoria del demonio.

¡Bendito y alabado seas, Señor, hoy quiero ofrecerte mi vida, ponerme ante el trono de tu gracia, para ofrecerte mi pequeñez y darte mi adoración entera! ¡Te rindo mi vida, Señor, y quiero hablarte con confianza, abrir mi corazón para que lo cojas con tu amor y tu misericordia! ¡Te pido, Señor, que me llenes con Gracia, para que me llenes con tus dones y tus gracias, y que mi oración sea siempre de tu agrado! ¡Señor, también quiero que me acompañe tu Madre, la Virgen, en estos momentos de oración y de alabanza! ¡Te pido, Señor, tú que eres el amor mismo que me ayudes a amar y a seguir tu ejemplo y el de tu madre! ¡Dame el don de temor porque no quiero ofenderte con mis malos comportamientos y mis malas acciones! ¡Ayúdame siempre a cumplir tus mandamientos y tus mandatos y que estos se resuman en amar a los demás y a los que me rodean sin importar su situación personal, económica, física...! ¡Que sólo mirándoles sea capaz de ver tu rostro, valorar su dignidad y reconocer que son hijos tuyos! ¡Ayúdame a no provocar daño a las personas que me rodean porque quiero darte gloria con mis acciones, con mis palabras, con mis pensamientos, con mis comportamientos, incluso, con aquellas emisiones que tantas veces provoca un alejamiento a tu persona! ¡Ayúdame, Señor, a caminar por las sendas de la santidad! ¡Señor, yo seré feliz si vivo temiendo no ofenderte, si vivo siguiendo tu justicia, actuando según tus enseñanzas, brillando según la luz que tú irradias! ¡Ayúdame cada día a cargar la Cruz contigo, hacerlo con alegría, aunque me pese pero sé que tus manos aguantan todas las dificultades! ¡Señor, quiero ser un auténtico discípulo tuyo, quiero llevar a cabo la obra que tú me tienes encomendada por eso te pido, Señor, que me ayudes a renunciar a las cosas mundanas y vivir siempre siguiendo las enseñanzas evangélicas! ¡Señor, gracias por todos los regalos que me haces cada día, por la vida, por mi familia, por mis capacidades, por los vestidos, por los alimentos, por la casa, por la fe...! ¡Bendito y alabado seas, Señor, bendito y alabado seas! ¡Lléname con tu Espíritu, úngeme, libérame, límpiame, sáname, porque aquí estoy yo pequeño para glorificarte y seguir tu camino!
Acompañamos la meditación de hoy con este canto alegre al Señor, Nearer, My God, to Thee: (Más cerca, Señor, de Ti):

Amar a la Iglesia

imageEn un encuentro informal, en el receso de un seminario, con gentes de pensamientos muy diversos se inicia una conversación en el que el tema central es la crítica mordaz a la Iglesia. Trato de defenderla con datos objetivos pero la vehemencia de los comentarios respira tanta animadversión que prefiero callar y mientras critican rezar en silencio.
Yo amo a la Iglesia. Es mi casa. Es la obra culmen de Jesucristo. Su gran obra maestra. La que le permite su perpetuación en este mundo. Es el gran milagro que nos han dejado Jesucristo y sorprende que haya podido formar, educar y sostener a tantos millones de personas a lo largo de la historia. Pero es así por el soplo del Espíritu. Impresiona que fuera comenzada por doce rudos pescadores y gentes sin apenas formación y sin ningún estatus social ni político. Pero hace tanto bien, ha dejado tanta bondad a lo largo de la historia, que todas las fuerzas del mal luchan contra Ella desde tiempos inmemoriales pero la fuerza del Espíritu Santo hace y hará que viva, crezca, prospere y se mantenga. La Iglesia, fortalecida por el soplo del Espíritu, logra desafiar a la maldad del hombre.
Me siento muy feliz de pertenecer a ella, es un gran regalo que Dios me ha hecho. Junto con la vida, uno de los más grandes. Y por eso la amo, porque es un obsequio personal de Dios. Y me siento orgulloso de tener como hermanos a los Patriarcas, a los Profetas, a los Apóstoles, a los Mártires, a los Confesores, a los sacerdotes, a las Vírgenes y a todos los Santos.
Amo profundamente a la iglesia y mi deber es servirla como Ella quiere ser servida, desde la pequeñez de mi santidad cotidiana, gozando de sus dolores y sus alegrías, siendo responsable en mi apostolado, orando por ella, ofreciéndole mis pequeñas mortificaciones, cumpliendo con amor y por amor las labores que me corresponden cada día, trabajando por Ella con alegría y, sobre todo, testimoniando con mi vida que soy un hijo fiel. Tal vez con esto pueda ser testimonio ante aquellos que la critican… El problema es que no siempre los demás pueden ver en mi el hijo ejemplar de esta Madre Santa.
¡Dios Padre de Bondad, te pido por tu Santa Iglesia Católica para que la llenes cada día con la fuerza de la gracia de tu Espíritu; donde haya mancha de pecado por nuestros errores humanos, nuestro egoísmo y nuestra falta de verdad, purifícala; dirígela para que no caiga en el error; reformarla cuando veas que se extravía de la verdad; consérvala para que haga el bien a las almas de este mundo tan necesitadas de ti; provéela de todo aquello que necesite; únela con los lazos del amor cuando veas que haya divisiones entre las personas y entre las iglesias cristianas; hazlo por amor de Jesucristo, tu Hijo, que murió y resucitó, y vive siempre para interceder por nosotros! ¡Espíritu Santo, ten misericordia de tu Iglesia y fortalécela ante los ataques de los enemigos exteriores e interiores! ¡Virgen María, Tu que contemplas como la Fe Católica trata de ser derribada de este el mundo por el Príncipe del Mal intercede y ayúdanos a mantenernos firmes en el Señor! ¡Danos familias santas para que surjan santas vocaciones!
«El Espíritu de Dios está en este lugar» cantamos para que el soplo de Dios nos fortalezca y nos haga fieles a su Iglesia :

“Para conocer a Jesús no basta el catequismo, hay que rezar”

Oración, adoración y reconocerse pecadores. Son tres elementos indispensables para conocer verdaderamente a Jesús. Y es por ello que no basta el catecismo, como indicó Papa Francisco en la homilía de la misa que presidió hoy, 20 de octubre, por la mañana en la capilla de la Casa Santa Marta, según indicó la Radio Vaticana.
 
El Pontífice reflexionó sobre el pasaje de la Carta de San Pablo a los Efesios, primera lectura de hoy: «Ganar a Cristo», es el tema. El Apóstol de los gentiles pide que el Espíritu Santo le de a los efesios la gracia de «ser fuertes, reforzados» para que Cristo  pudiera vivir en sus corazones. Porque «ahí está el centro».

Pablo, dijo Bergoglio, «se sumerge» en el «mar inmenso que es la persona de Cristo» Después se preguntó: «¿Cómo podemos conocer a Cristo? ¿Cómo podemos comprender el amor de Cristo que supera todo conocimiento?». Cristo, respondió Papa Francisco, «está presente en el Evangelio. Leyendo el Evangelio conocemos a Cristo. Y todos nosotros hacemos esto. Al menos escuchamos el Evangelio cuando vamos a Misa. Con el estudio del catecismo. El catecismo nos enseña quién es Cristo. Pero esto no es suficiente. Para ser capaces de comprender cuál es la amplitud, la longitud, la altura y la profundidad de Jesucristo es necesario entrar en un contexto, primero, de oración, como hace Pablo, de rodillas: ‘Padre envíame al Espíritu para conocer a Jesucristo’».
Par conocer verdaderamente a Cristo, reafirmó Francisco, «es necesaria la oración»; pero Pablo, añadió, «no sólo reza, sino que adora este misterio que supera todo conocimiento y en un contexto de adoración pide esta gracia» al Señor. «No se conoce al Señor —explicó el Papa— sin esta costumbre de adorar, de adorar en silencio. Adorar. Creo (si no me equivoco) que esta oración de adoración es la menos conocida por nosotros, es la que hacemos menos. Perder el tiempo (me permito decir) ante el Señor, ante el misterio de Jesucristo. Adorar. Y allí en silencio, el silencio de la adoración. Él es el Señor y yo adoro».
El Pontífice concluyó su homilía diciendo que «para conocer a Cristo es necesario tener conciencia de nosotros mismos», es decir, tener la costumbre de acusarnos a nosotros mismos, reconociendo que  somos «pecadores».
«No se puede adorar sin acusarse a sí mismo —explicó. Para entrar en este mar sin fondo, sin orilla, que es el misterio de Jesucristo, son necesarias estas cosas. La oración: ‘Padre, envíame al Espíritu para que Él me conduzca a conocer a Jesús’. Segundo: la adoración del misterio, entrar en el misterio, adorando. Y tercero: acusarse a sí mismo. Soy un hombre de labios impuros’».

jueves, 20 de octubre de 2016

El pecado de omisión.

En ocasiones, hemos oído hablar del "pecado de omisión". ¿Sabemos realmente en qué consiste? Para entenderlo bien, os propongo la lectura de un texto que lo explica:

La defino como "el bien que podemos hacer y no hacemos"; he ahí tal vez el más grande pecado que cometemos, quedándonos de brazos cruzados.
Justificamos nuestra indiferencia diciendo "eso no tiene que ver conmigo", "yo no tengo la culpa" y otras frases de cajón, que adormecen la conciencia ante aquello que pudiéndolo dar, no lo dimos.

La lágrima que vimos rodar en el rostro de quien camina a nuestro lado y por no querernos involucrar, no la enjugamos... El papel que tirado en el piso, no lo recogimos; porque fue otro quien lo arrojó, nosotros no lo hicimos...

El pedazo de pan que no compartimos, porque nadie nos lo regaló, de nuestro propio esfuerzo lo obtuvimos... El no querer trabajar un minuto más, porque el contrato dice el tiempo exacto con el cual nos comprometimos...

La riña que no quisimos evitar, para no meternos en problemas que no son míos, la herida que no quisimos curar, porque no fuimos nosotros quién la hicimos... La palabra de aliento que nunca regalamos, a quien encontramos afligido; por temor o por cualquier cosa que justifique ese bien que pudiéndolo hacer, omitimos...

El tiempo que negamos para escuchar a alguien que necesitaba hablar; diciendo que no hay tiempo que perder, aún hay mucho por hacer y trabajar... La limosna que no ofrecimos, porque no queremos contribuir a la mendicidad y ociosidad; la mano que no estrechamos para que otros no piensen mal y no sentirnos juzgados...

La respuesta igual de desagravio que al que nos hirió le dimos; porque si callamos y no nos vengamos, creerán que somos idiotas y pueden siempre herirnos y pisotearnos...
La sonrisa que no regalamos a aquel que encontramos en el camino, porque no tiene nada que ver conmigo...

La oración que no elevamos por el que nadie oró, el perdón que no ofrecimos, la carta que alguien esperó y nunca escribimos; la visita a ese enfermo que solo quedó en el olvido, tanto pero tanto bien, que pudiéndolo hacer, por mil excusas que inventamos para justificarnos, no lo hicimos...

Esa es la rutina en la que a diario vivimos, ese es el camino que se nos presenta cada día pero que no elegimos; porque nos dejamos llevar por lo que dicen y hacen los demás; pensamos en el bien propio e ignoramos lo que siente, piensa y necesita el resto de la humanidad...

Vivimos creyendo que con hacer lo que nos toca o evitar realizar algún mal, nos hemos ganado el cielo, y ya somos buenos... No nos damos cuenta que estamos haciendo lo que no nos cuesta, somos igual que los demás; es más valioso marcar la diferencia, si nos esforzamos un poco más en regalar amor al que lo ha de necesitar; eso es lo que nos hace semejantes a Dios; quien para salvar la humanidad, hizo realidad el amor, y no se conformó con sanar y predicar; sino que inventó una nueva definición del amor, algo que le da su inigualable valor, y es ser capaz de amar tan al extremo que la vida dar por amor... y no sólo lo dijo, sino que así lo vivió, porque por amor, su vida en la cruz entregó...

Aún estamos a tiempo, hay mucho bien que sin darnos cuenta, podemos realizar...

martes, 18 de octubre de 2016

Futuro repleto de negros nubarrones… ¿Y?

nubarrones
Hay personas que confunden la desesperanza —la enfermedad del alma del hombre actual—con decepción o desesperación. La primera es esa percepción de una expectativa que se ha visto defraudada mientras que la segunda es perder la paciencia y la paz interior a consecuencia de un estado repleto de angustia y ansiedad que hace ver el futuro inmediato repleto de negros nubarrones. La desesperanza es esa agobiante percepción de que no hay nada que hacer —ni ahora ni nunca—, lo que conduce a una resignación forzada y el abandonar cualquier ambición o sueño personal y en el que el amor, el entusiasmo, la ilusión, la alegría e, incluso, la fe se debilitan y se extinguen. Observo, a muchas personas cercanas que por sus circunstancias vitales han perdido la esperanza porque su vida en lugar de ser una sucesión de experiencias hermosas y plenas están llenas de circunstancias dolorosas, desalentadoras y frustrantes. De sus labios sólo se escucha aquello tan dramático de «estoy desesperado».

En algún momento de mi vida, cuando el dolor ha sido muy profundo, cuando era incapaz de ver que Cristo camina a mi lado, la desesperanza se hacía muy presente en mi andar cotidiano. Con el tiempo, he comprendido que en realidad me faltaba la fe, la confianza y el abandono en Dios. Por eso ahora, aunque haya momentos muy difíciles, no permito que la desesperanza se cuele en mi vida, no dejo que se aloje en el sagrario de mi corazón donde mora el Dios de la esperanza. Ante lo único que estoy dispuesto a arrodillarme es ante el Padre Dios, pero no ante la ingratitud de la desesperanza. Cuando uno se postra ante la desazón tiñe de negro los pensamientos positivos y la esperanza —que siempre viste de verde— acaba diluyéndose ante la negatividad de la confusión interior. Cuando uno desespera deja de luchar, deja vía libre a los vicios pues considera que no los podrá corregir, se aleja de las buenas acciones y se aparta del camino de la virtud. Todo ello le hunde en las aguas movedizas de la tristeza que paralizan cualquier acción del hombre.
Pero cuando te postras ante el Cristo crucificado —y observas sus manos y sus pies llagados y tanto sufrimiento callado— comprendes que en el sacrificio del amor está la esperanza. Y toda desesperanza revierte en fe, el miedo desaparece, las lágrimas se secan, el peso de las cargas cotidianas se descargan al pie de la Cruz aliviando el peso del dolor.
Contemplando y adorando la Cruz es posible depositar toda la voluntad de mi vida, cualquier problema, tristeza, desolación, cansancio, sufrimiento, dolor… porque ese Cristo colgado de la Cruz que sostiene mi vida sabe hasta qué punto puedo llegar a soportar el sufrimiento que me embarga y será Él mismo quien me de la fuerza necesaria para salir airoso de la prueba. Es Él —y solo Él— el que me ayuda a cambiar la percepción de las cosas, a mirar la vida con otra perspectiva, a aumentar esa fe débil que me embarga, a pulir todas aquellas aristas que necesitan ser cambiadas y, sobre todo, a perfeccionar los trazos de mi vida. Cuando uno deposita en Dios toda su confianza el camino es siempre más fácil y la desesperanza se aleja hasta perderla en el horizonte.

¡Señor, no permitas que cuando llegue la cruz a mi vida me desoriente y experimente la impotencia de mi humanidad! ¡Ayúdame, Señor, en Los momentos de oscuridad a ir buscando a tientas Tu rostro! ¡Señor, Tu sabes que las pruebas se me hacen muy duras y pierdo la seguridad y la confianza porque no estoy seguro de nada ni estoy para nada! ¡Señor, Te contemplo en la Cruz y aún así tengo dudas y el desaliento me derrumba muchas veces! ¡Espíritu Santo, en los momentos de aflicción no permitas que deje de rezar que mi oración no rebote en los fríos muros del silencio! ¡Yo sé, Señor, que estás aquí, que me observas y que me escuchas per muchas veces tengo miedo y aunque a veces no sienta nada quiero creerlo de verdad! ¡Aquí tienes, Señor, mis pesares, mis miedos, mis mi futuro… ocúpate Tú ahora de todos ellos y de mis cosas, de la incertidumbre dolorosa que impregna mi alma que solo Tú sabes llena de miserias! ¡Haz, Señor, que Tu rostro ilumine la oscuridad de mi confusión! ¡Sin sentirte a mi lado todo es más difícil! ¡Ven, Señor, ven pronto y sálvame de mi mismo, toma mi corazón y dame la fuerza y el valor para líbrame de mis inquietudes e iniquidades! ¡Te pido, Señor, el don de la alegría a pesar de mis dificultades y del sufrimiento! ¡Te quiero, Señor, y espero sólo en Ti! ¡Ayúdame a sacar fruto abundante de los momentos de dificultad abrazándome a Tu Cruz, junto a María!
Dios, qué grande es tu amor, le cantamos al Señor: