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miércoles, 24 de agosto de 2016

¿Estás preparado para la muerte y lo que viene después?


Jesús me pide que esté atento y dispuesto a ponerme en camino en cualquier momento. Dispuesto a servir siempre. Tal vez por eso me gusta caminar con poco equipaje por el camino. A veces no lo consigo y me pesa demasiado la espalda. Y me confundo.

Quisiera tener un corazón dispuesto siempre a caminar. Estar atento a dar la vida en cualquier momento. Siempre pensando en los demás, siempre pensando en Dios.

Quiero anhelar la patria del cielo. Pero viviendo en presente. Aceptando el presente como lugar para servir, para amar.

Quiero estar atento a la vida. ¿Quién me necesita? ¿A quién puedo servir? Si voy demasiado cargado no tengo agilidad para ponerme en acción. Si me centro en lo que no tengo, en lo que deseo, no soy capaz de mirar más allá de lo que me ocupa.

Sólo si soy libre, sólo si tengo mi anclaje en Dios, puedo vivir descentrado, volcado en aquellos que necesitan mi misericordia.

A veces me agobia tener que estar preparado. Me agobia pensar si estaré en el lugar equivocado cuando llegue. Me agobia esa exigencia al que más le ha dado. Tal vez porque creo que he recibido mucho. Al que más se le ha dado, más se le exigirá. Yo he recibido tanto… Me agobia.

Pero ese agobio es algo mío. No va a ser así. Mi miedo está clavado en la cruz para siempre. Jesús me ama sin condiciones. Vuelvo a ese “no temas” de Jesús y me calmo.

Velar no es una exigencia de perfección. No consiste en estar perfecto en el momento incierto en que yo muera. Dios no improvisa y se dedica a aparecer en el momento en el que yo haya caído para juzgarme. Esa es mi proyección humana.

Dios camina a mi lado, me va abriendo el corazón, sólo necesita mi pequeñez. Le quiero dar mis miedos a Él. Jesús me salvó para siempre. Cada día sale a mi encuentro y me da mil oportunidades, una y otra vez, sin cansarse. Y así será hasta el último aliento de mi vida en la tierra. Creo en eso.

Con cada uno tiene una historia de amor única y preciosa, hasta la muerte. Él está a mi lado, y en el momento de mi muerte, también estará. Animándome, diciéndome al oído que me ama, que me espera para vivir en plenitud, con los brazos abiertos.

Y tendrá en la mano para mí el tesoro inagotable para que el fui creado, el que responde a los anhelos más hondos de mi ser. Sueño con ese abrazo que no sé cómo será.

Yo sólo tengo que caminar abriendo el alma, cayendo y levantándome, confiado. Jesús va a mi lado. Ese es mi tesoro.

Y sólo me pide que no deje pasar la vida, que ame, que no me guarde, que no me duerma. Quiere que me entregue. Eso es velar. Estar atento. No dormido. Con las sandalias puestas. Jesús va conmigo. Me anima a no acomodarme. No quiero jubilarme antes de tiempo.

Un hueco al Espíritu Santo en la oración

Espíritu Santo
Ayer invité a un amigo a hacer un rato de oración en una capilla en la que está expuesto el Santísimo en una comunidad de hermanas adoratrices. Era última hora de la tarde. Poco antes de cerrar el templo. Es una persona descreída. Su vida es un torbellino de problemas y de conflictos personales. Está roto por dentro y los resuellos de sus heridas se reflejan en la amargura de su rostro.
Antes de comenzar, invocamos en voz baja al Espíritu Santo. Después de una breve oración enciendo en el móvil una canción que invoca al Espíritu Santo. Pongo uno de los auriculares en su oreja y el otro en la mía y, así, juntos, invocamos la presencia del Espíritu para que nos renueve, nos purifique y nos restaure. A los dos, porque yo también lo necesito cada día.
Invocar al Espíritu Santo antes de la oración abre en canal el corazón del hombre. Sin la presencia del Espíritu Santo es muy difícil conocer la verdad que anida en el corazón. Es el Espíritu Santo, con la fuerza de su gracia, el que nos permite escuchar la voz de Cristo en nuestro interior.
Termina la canción. Mi amigo me pide volver a escucharla.«Ven Espíritu, ven y lléname Señor con tu preciosa unción. Purifícame, lávame, renuévame, restáurame Señor con tu poder». Esta canción no dice nada más pero la repetición de esta estrofa dice mucho. Es una oración que purifica nuestro interior para que dejemos entrar al Espíritu Santo. Y, una vez dentro, nos permita el mejor discernimiento de cómo debemos obrar, de lo que tenemos que hacer para gloria de Dios, bien de las almas y nuestra propia santificación, de lo que debemos pensar y lo que debemos decir y cómo decirlo, de lo que tenemos que callar. Pero también la agudeza para retener. No siempre el Señor nos pide lo mismo. No siempre nuestra vida tiene las mismas necesidades. No siempre el mensaje es semejante. Y para conocer la voluntad de Dios es necesario orar, orar y orar con humildad y sencillez. Y será el Señor, por medio de la luz que transmite el Espíritu Santo, el que nos hará ver lo que debemos hacer. A la luz del Espíritu es más sencillo no equivocarse.
Al terminar los quince minutos de oración en la que, en voz muy baja, hemos rezado por sus necesidades e intenciones, me pide escuchar de nuevo esta purificadora canción: «Ven Espíritu, ven y lléname Señor con tu preciosa unción. Purifícame, lávame, renuévame, restáurame Señor con tu poder».
Al salir del templo me da un fuerte abrazo y un «gracias» emocionado. Lo que mi amigo no sabe es que es el Espíritu Santo —nuestro consolador, fuente viva de caridad y amor— el que le ha hecho sentirse tan bien porque le ha encendido con su Luz sus sentidos doloridos, con su Amor su corazón herido y con su Auxilio sanador la debilidad de su vida.
El Señor, invita por medio del Espíritu Santo, a que los hombres le sigamos. Nos invita a dejar las redes junto a la orilla, a dejar los aperos en el campo, el dinero en la mesa de recaudación, la camilla junto a la piscina, los mejores trajes en el ropero, la soberbia en el diván… y pronuncia estas palabras de invitación: «Ven, amigo, y sígueme». Solos, en nuestro mundo, es difícil pero…¡Qué fácil es hacerlo con la gracia del Espíritu!

¡Ven Espíritu Santo, fuego de amor divino, abraza mi mente y mi corazón con tu Presencia ardiente! ¡Ven Espíritu Santo, aliento divino! ¡Ponme en tu presencia de Luz. Penetra en cada célula de mi ser y enciende tu intensa luz. Disipa la oscuridad de mi alma! ¡Divino Esplendor, sáname de mi ceguera espiritual. Abre mis ojos para que yo pueda ver con la luz de tu visión. Brilla tu luz en mi camino, déjame ver como Tu ves! ¡Espíritu Santo, Palabra Viva, lléname del fuego de tu palabra. Haz que arda mi corazón con tu Sabiduría y tu Conocimiento. Muéstrame como Tu me ves y también muéstrame como Tu eres. Enséñame todas las cosas! ¡Fuego divino, unge mis labios y purifícalos, para que yo siempre hable de cosas santas y que lo que diga penetre los corazones de los que me escuchen. Unge mi mente y mi cuerpo para que te glorifique con pensamientos, palabras y acciones santas! ¡Espíritu divino háblame. Habla a través de mi. Muévete a través de mi. Hazme tu instrumento! ¡Llama divina, abraza todo mi ser con tu fuego ardiente. Derrite el hielo de mi frialdad e indiferencia! ¡Aliento Celestial, respira tu presencia en todo mi ser; satúrame completamente. Entra en mi. Permíteme entrar en Ti y ser uno contigo! ¡Espíritu Santificador, destruye toda mi maldad, borra toda mi iniquidad. Limpia mi alma con el agua viviente de tu gracia. Destruye la aridez de mi alma; transfórmame en una fuente de agua viva que fluya para la vida eterna! ¡Espíritu de la Santidad; pasa por cada célula de mi cuerpo, mente y alma. Purifícame y santifícame! ¡Espíritu de Dios Padre y Dios Hijo; destruye el hombre viejo en mí. Hazme un hombre nuevo en tu imagen, para empezar una nueva vida en Ti; en la paz, el amor y el gozo de tu Presencia! ¡Divino Ayudante, Espíritu Consolador, ayúdame a conocer y a hacer tu divina voluntad. Actúa en mi, piensa en mi, y manifiéstate en mi! ¡Espíritu Santo de Dios, poséeme. Llévame a tu santidad y a tu Gloria. Yo soy tu templo, habita en mi y no me dejes solo!


Rezar por los que me hacen daño

Rezar por los que me hacen daño
El sábado a última hora de la tarde, cuando el calor arreciaba, fui al Santuario. Había varias parejas con hijos. En uno de los bancos un vagabundo tumbado.  Escucho esta frase de un padre que tiene a sus hijos correteando a sus pies: «Ese pobre de m… podría ponerse en otro lugar». He sentido una desazón profunda por él al escuchar esta frase despectiva e hiriente.
Cuando regresé a casa me pregunta por lo que ha escuchado. Trato de hacerle entender que no todos somos capaces de amar al que tenemos al lado, especialmente cuando nos creemos mejores a los demás. Le pregunto: «¿Crees que este pobre vagabundo tiene la misma dignidad que papá?». «Tu eres mejor», me contesta orgulloso. La respuesta es amor de hijo pero me permite explicarle que todo ser humano por el hecho de ser persona, por haber sido creada por Dios, merece un respeto a su dignidad. Por muy pobre que sea. Y que seguramente Dios se sentirá más cerca de ese pobre que de la persona que le ha insultado.
Y trato de explicarle algo que me ha ayudado mucho en los últimos años. Hace un tiempo me costaba mucho querer y, sobre todo, rezar por aquellos que no me quieren, con los que no tenía simpatía alguna, que de alguna manera me habían perjudicado. Pero la oración obra milagros. Y siendo consciente del daño que he podido hacer a muchas personas a lo largo de mi vida, me ha permitido cada día rezar por aquellos con los que he chocado o me hacen daño. Eso ha sanado muchas heridas de mi corazón y lo ha purificado. Todos los días le pido al Señor que me dé un corazón limpio, manso y bondadoso que sea capaz de amar a los demás, sobre todo, en aquellos que están más alejados de mí por las circunstancias que he vivido. No siempre es fácil, pero es un camino que me ayuda a crecer como cristiano. Hay algo que tengo claro: cada ser humano es imagen de Dios y como tal no podemos nunca despreciar a nadie.

¡Señor de la misericordia y el amor, te doy gracias por tu bondad y tu paciencia! ¡Gracias por como manifiestas tu misericordia conmigo! ¡Te pido humildemente tu perdón cuando cometa actos contra ti, cuando te ofenda, cuando actúe contra los demás con mis palabras, con mis hechos e, incluso, con mis pensamientos! ¡Padre de bondad, envía tu Espíritu para que aprenda a perdonar a todas las personas que me han dañado u ofendido y dame la fuerza para vivir siempre rodeado del perdón y la misericordia para conmigo y para con los demás! ¡Te doy gracias, Señor, porque siento en mi corazón perdón y con ese perdón puedo perdonar también a los demás! ¡Señor, no soy perfecto y también yo hecho daño a los demás y he sido merecedor de tu perdón y tu misericordia! ¡Hazme abierto al amor! ¡Padre de bondad, gracias porque cada día siento tu presencia y porque me muestras el camino de la reconciliación, de la misericordia y el amor! ¡Te amo, Dios mío, porque eres un Padre que ama y perdona, que acoge y abraza! ¡Quiero ser como tú, Señor! ¡En este día te pido por los marginados, por los despreciados, por los parias de la sociedad, por los que son ninguneados y negados... tú te haces presente en todos ellos! ¡Señor, bendícelos y no permitas que esta sociedad inmisericorde menosprecie la dignidad de nadie!
De J. S. Bach (1685-1750) disfrutamos hoy de la cantata Mein Herze schwimmt im Blut, BWV 199 ("Mi corazón flota en sangre"):

martes, 23 de agosto de 2016

La Reina nos mira desde el Cielo

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Bellísimo día el que ayer celebramos. Siete días después de celebrar la fiesta de su Asunción a los cielos hoy honramos a María como Reina. Es lógico, la Santísima Virgen es Reina porque es Madre de Jesucristo, Rey del Universo. La Virgen porta hoy con más hermosura esa diadema de estrellas que reluce en el universo entero. Seguro que María sonríe con humilde alegría sentada junto a su Hijo ante el trono de Dios. Y hoy todos los cristianos cantamos a María su realeza.





Si rezamos en esta jornada el Santo Rosario, resonará en nuestros corazones con más emoción aquello que proclamamos de:


Reina de los Ángeles,
Reina de los Patriarcas,
Reina de los Profetas,
Reina de los Apóstoles,
Reina de los Mártires,
Reina de los Confesores,
Reina de las Vírgenes,
Reina de todos los Santos,
Reina concebida sin pecado original,
Reina asunta a los Cielos,
Reina del Santísimo Rosario,
Reina de la familia,
Reina de la paz.

Y desde el cielo, María escuchará nuestros cánticos y los homenajes que todos sus hijos vamos a hacerle en este día. Que hermoso es creer que María es Reina, Soberana, Señora y Madre verdadera de Dios, que fue elevada a los cielos en cuerpo y alma para que reciba los homenajes de todos los seres creados.
Eligió Dios a María para ser su Madre. Y la Virgen no dudó ni un solo instante en aceptar este honorable regalo con la humildad de su esclava. Es por este motivo, que la gloria de María es tan inmensa. No hay nadie en el universo que se pueda comparar a la Virgen ni en méritos, ni en virtudes, ni en belleza, ni en bondad... Ella es, sin duda, la única y digna merecedora de llevar la corona del Cielo y de la Tierra.
Es allí en las alturas donde María, coronada por toda la eternidad, se sienta junto a su Hijo en el trono de la gloria. A sus pies los santos, los ángeles, los patriarcas, los profetas, los apóstoles, los mártires, los confesores y todas las personas que en el cielo moran observan a la virgen como intercede por cada uno de nosotros cuando le invocamos y pedimos por nuestras necesidades y la de nuestros familiares y amigos, cuando acudimos a Ella en la adversidad, cuando buscamos su consuelo en el dolor y el sufrimiento, cuando pedimos que nos libere de la esclavitud del pecado, cuando buscamos su misericordia, cuando esperamos recibir su gracia, cuando tratamos de imitar sus virtudes de entrega, generosidad, humildad, sencillez, amabilidad... Sólo pensar en esta imagen mi corazón se llena de alegría.
Pero hay algo todavía más hermoso por el cual podemos llamar Reina a la Virgen María. Ella es íntima operadora de nuestra salvación. A la Virgen la proclamamos corredentora del género humano, y es así porque Dios expresamente lo quiso. Al igual que Cristo es Rey y el valor precioso de su dignidad real es la Cruz y el precio de su reinado es su sangre derramada, el valor de su reinado de María es haber permanecido junto al trono de la Cruz en dolorosa oración. Un Reino eterno y universal de verdad y de vida, de santidad, de justicia, de gracia, de amor y de paz.
Me pongo hoy en manos de esta Reina hermosa con confianza, alegría y amor sabedor que Ella tiene en sus manos, en parte, la suerte de este mundo, que nos ama y nos ayuda en todas y cada una de nuestras dificultades y extiende sus manos para acogerlas y elevarlas al Padre. Que Ella es una Reina al servicio a Dios y de la humanidad, que es reina del amor que vive el don de sí a Dios para cooperar en la salvación del hombre. ¡Totus tuus, María!






¡María, que alegría saber que estás sentada en el Cielo, coronada por toda la eternidad, en un trono junto a tu Hijo! ¡Eres, María, Reina del Cielo y de la Tierra, gloriosa y digna Reina del Universo, y por voluntad de Dios te podemos invocar día y noche con el nombre de Madre y también con el de Reina, como seguro te saludan con alegría y amor todos los ángeles, los santos y los que allí moran! ¡Madre, Reina, Señora, quiero hacer como tú que te consagraste a Dios por entero, y no preguntaste con desconfianza ni pediste pruebas antes de aceptar la petición divina de ser Madre de Cristo! ¡Quiero hacer como Tú, María, Reina, que sólo preguntaste para conocer cómo quería Dios que llevases a término ese plan que el Padre te propuso! «He aquí la esclava del Señor, hágase en mi según tu palabra» ¡Estas fueron tus palabras, Reina y Señora! ¡Madre, una vez está clarificado el camino, la respuesta es definitiva, el compromiso es ineludible, la entrega es absoluta: aquí estoy, para lo que haga falta como hiciste Tú, Reina del Universo! ¡Qué ejemplo el tuyo María, para mi pobre vida, para entregarme de manera íntima y personal a los planes que Dios tiene pensados para mí! ¡Madre, enséñame a ser siempre generoso con Dios como Él lo es conmigo! ¡Que cuando tenga claro el camino y definidas las metas no trate de encontrar arreglos intermedios, sendas fáciles, soluciones sencillas, voluntades egoístas! ¡Muéstrame, Reina del Cielo y la Tierra, cuál es el auténtico señorío, la verdadera libertad, que se logra con la obediencia fiel a la voluntad de Dios y con el servicio desinteresado a los que nos rodean! ¡Ayúdame a imitarte siempre, Reina y Madre de Misericordia, y así seré siempre una persona feliz que irradie la luz de la alegría cristiana!
Cantamos hoy a la Reina del Cielo:

domingo, 21 de agosto de 2016

Las sonrisas de la Virgen María

Tercer fin de semana de agosto con María en nuestro corazón. A lo largo de su vida la Virgen tuvo todo tipo de privaciones: honores, riqueza, bienestar económico, comodidades mundanas, placer corporal… Todas estas carencias no redujeron su alegría porque la auténtica riqueza de María estaba en su interior. Su ejemplo nos invita a llamarla «Causa de nuestra alegría». La proclamamos así en las Letanías porque en Ella se asienta la felicidad misma.
¡Cómo debió ser la alegría de la Virgen! ¡Cómo debió ser su sonrisa! Amable, generosa, delicada, sencilla, pura. Con el prójimo más cercano y con el desconocido. Con los amables y los desagradables. Con los cordiales y con los antipáticos. Sonrisa a sus vecinos, a san José, a su prima Santa Isabel, al posadero que le niega una estancia para alumbrar a Jesús, a los pastores en el establo de Belén, a los Reyes de Oriente al postrarse de rodillas ante el Hijo de Dios, a los doctores del Templo, al conocer a los primeros apóstoles, a los novios de Caná, a los escribas de la Sinagoga cada sábado de oración…
Sonrisas de amabilidad y comprensión, de entrega y misericordia, de admiración por la obra de Dios en su vida y de agradecimiento por disfrutar de la presencia del Hijo de Dios.
Sonrisas indulgentes ante las trastadas de su hijo; cómplice para animar a san José; magnánima con los necesitados de Nazaret; generosa con los que necesitaban consuelo; gozosa en los días de fiesta con los aniversarios de su esposo y de su hijo, con el nacimiento del Bautista, con la camadería de sus amigas en las fiestas del pueblo, en los reencuentros con Jesús, acogedora con las demás mujeres que acompañaban a su Hijo y llena de dicha en el día de la Resurrección.
Sonrisa sufriente en los días de dificultad y de dolor con las críticas a Jesús durante su vida pública, en la soledad de su hogar, durante la terrible Pasión…
La sonrisa de María fue una sonrisa de eternidad porque en su corazón estaba la alegría de Jesús, a la que Ella había concebido por obra y gracia del Espíritu Santo. La alegría de María radicaba en Jesús, en quien tenía puesta toda la confianza. Este es exclusivamente el manantial de su alegría. María se sentía feliz porque estaba íntimamente unida a Jesús y Jesús ocupaba por completo toda su vida.
«Dios te salve, María, llena eres de gracia». La gracia de la alegría, de estar llena del amor de Dios, felicidad auténtica. En su sonrisa, María exteriorizaba lo que anidaba en su interior.
¿Es así mi vida? La Virgen pasó mayores sufrimientos, calvarios y amarguras que las mías. Persecución, descrédito, pobreza, exilio, muerte ignominiosa de un hijo… En ninguno de estos momentos aminoró la fuente de su dicha. Sus calvarios no le hicieron perder la alegría interior porque tenía el mayor consuelo con el que cuenta el hombre: Dios. La Virgen es la principal escuela del sufrimiento con alegría. Contemplo a la Virgen y me avergüenzo por lo difícil que me resulta sonreír en los momentos de dificultad. Me abochorno cuando no soy capaz de aceptar con alegría las cruces cotidianas. Me sonrojo cuando no acepto los sufrimientos que Dios, por amor, permite en mi vida o cuando las privaciones se hacen presente en mi caminar cotidiano. Y, entonces, comprendes que tal vez no soy capaz de sonreír y estar alegre interiormente porque me falta lo esencial: tener a Dios en mi corazón porque mi verdadera felicidad pasa por disfrutar de lo efímero de las cosas, de esos bienes y esas experiencias efímeras que nada tienen que ver con lo esencial. Arrinconar a Dios en el alma solo comporta infelicidad.
Miras fijamente el rostro de María y observas a la Virgen como responde a mi mirada con una sonrisa de amor. Y, entonces, escucho como me susurra al oído: «Hijo mío, sé feliz en Dios y con Dios y sigue siempre su voluntad». ¡Quiero hacerlo, María, como lo hiciste tú!

¡Virgen María, Madre de Cristo y Madre mía, te pido despiertes en mi corazón la alegría de vivir, de compartir, de servir, de entregarme a ti! ¡Gracias, porque es un regalo de Dios que Tú me ayudas a llevar adelante! ¡María, Tu vida estuvo lleno de privaciones y contrariedades pero todas las supiste llevar con alegría y entereza y con gozo interior, por eso eres mi ejemplo más claro! ¡Madre, tu vida es un ejemplo para mi, Tú has sembrado en nuestros corazones la alegría, el consuelo, la esperanza y la fe! ¡Ayúdame, Madre, a proyectar en los que me rodean esta forma sencilla de vivir, las ganas de luchar, el testimonio que ofrece tu vida interior y que compartes con Jesús, Tu Hijo! ¡Madre de Cristo y Señora mía, quiero seguir tus palabras y obedecer como los sirvientes en las bodas de Caná cuando dijiste: «¡Haz lo que Él os diga!»! ¡Quiero imitarte en todo, María! ¡Quiero imitar tus gestos, tus palabras, tus sentimientos, tus acciones! ¡Por eso pongo en mis manos tu vida, lo poco que tengo y lo pequeño que soy! ¡Te entrego mi persona y mi vida, y la vida de las personas a las que quiero! ¡Te consagro, Madre mía, todos los pasos de mi vida y todo mi ser para que Tu encamines hacia Tu Hijo! ¡Pongo en tus santas manos mis propósitos y mis ilusiones, mis esperanzas y mis temores, mis afectos y mis deseos, mis alegrías y mis sufrimientos! ¡Hazme ver, Señora, todas las cosas como las ves tú y comprender siempre que Dios es amor! ¡Quiero, María, ser de tu Hijo Jesucristo! ¡Llévame a Él con tus santas manos para unirme al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo!

Quiero decir que si, como tu María, le dedicamos a la Virgen esta canción: