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viernes, 4 de noviembre de 2016

¿Qué hora es?

Si ahora les pregunto qué hora es, no giren sus muñecas para mirar sus relojes ni miren a sus relojes de sobremesa. Piensen durante unos instantes la respuesta y después, accedan a la reflexión que les propongo leer:

Una vez vi un bonito reloj y me aproximé para verlo más de cerca. Debajo del reloj, había una pregunta curiosa que decía ¿Qué hora es?
Estas tres palabras unidas forman una gran pregunta para nuestras vidas. Luego de leer esta pregunta, vinieron a mi mente muchas respuestas para cada persona, como por ejemplo:
Es hora de perdonar, es la respuesta de las personas que a lo largo de los años han vivido odiando a alguien.
Es hora de arrepentirse, puede ser la respuesta de los pecadores.
Es hora de olvidar, responderá alguien que vive de recuerdos, pensando en el pasado, amarrado al pasado, atrapado en el pasado.
Es hora de dar, tendría que responder una persona que ha sido mezquina, que ha sido egoísta y se ha olvidado del prójimo.
Es hora de ser humilde, sería la respuesta de las personas orgullosas.
Es hora de estar alegres, por la esperanza que tenemos (Romanos 12,12) sería la respuesta de miles que viven tristes y sin esperanza.
Es hora de buscar la paz, es hora de buscar la armonía, tendrían que responder los que viven en guerra, buscando la violencia.
Es hora de ser valientes y trabajadores, tendrían que responder los perezosos y flojos.
Es hora de seguir el Camino, la Verdad y la Vida, dirían los que están perdidos.
Es hora de seguir al Buen Pastor, dirían las ovejas descarriadas.
Es hora de buscar la Luz, exclamarían los que viven en la oscuridad.
Es hora de ayunar, es hora de la penitencia, es hora de la limosna, dirían los feligreses en Cuaresma.
Es hora de buscar a Dios, dirían también muchos.
Para la pregunta "¿Qué hora es?" existen muchas y diversas respuestas. Hay diferentes maneras de contestar, pero de manera particular la respuesta que yo daría, mi respuesta preferida, la que mas me emociona es:
Es hora de: "amar a Dios con todo nuestro corazón, con toda nuestra alma, y con toda nuestra mente y con todas nuestras fuerza (Mc 12,29)"
Por gracia de Dios, nosotros tenemos aún un reloj, el reloj de nuestra vida. Aún nos queda el tiempo necesario para responder adecuadamente a la pregunta: ¿Qué hora es?
Responde con tu vida a esta pregunta, con tus acciones; responde con buenas obras.
Un consejo: durante el resto de tu vida, prepara la respuesta que salvará tu vida.
Si aprovechas el reloj de la vida y aprendes a responder a esta pregunta, cuando mueras y te encuentres ante el tribunal de Cristo, a ti te corresponderá hacer esta pregunta. Sí, en efecto, probablemente cuando llegues asombrado por el cambio de estado, preguntarás: ¿Qué hora es, Señor?
Y si en la vida terrenal aprendiste a responder a esta pregunta, Jesucristo seguro te responderá:
Es hora de la eternidad, es hora de la vida eterna.

Los que no ven que hay en el interior

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Ayer, a lo largo del día, me encontré con diferentes personas y sus respectivas problemáticas. La portera del edificio, con un embarazo complicado, que cada dos por tres está de baja para no perder la criatura que está esperando. El camarero del bar de la esquina, que entre café y café, te cuenta que a su hermano le han diagnosticado un cáncer y que sufre mucho por él porque es joven y padre de tres niños. Y ese anciano al que cada día lo veo sentado en un banco fumándose un pitillo y al que los huesos le duelen no sólo por la vejez si no por esa artrosis que se le nota en las manos. Y al compañero de trabajo cuyo matrimonio hace aguas y lo muestra en la acidez de sus comentarios y en los reproches constantes a la que todavía es su pareja. Y aquel amigo que hace poco perdió su trabajo y ahora la angustia le llega hasta el cuello. Y a una de las mejores amigas de mi hija al que el novio la ha dejado por otra y ahora en su corazón lleva el pésame del amor truncado. Pero no todo son desgracias. Está aquella mujer que en la farmacia, con cara de felicidad, ha comprado el predictor porque está convencida de su embarazo; sólo espera a llegar a casa para contárselo al hombre que tanto ama. Y la otra amiga de una de mis hijas que ha aprobado a la primera el examen de conducir. O la vecina del piso de abajo que tiene la ventana abierta y a la que se escucha con qué ilusión prepara para mañana su aniversario. Historias cómo estás suceden a millones en el mundo. Son historias sencillas, unas entrañables y otras tristes, pero todas ellas conocidas por Dios, el gran hacedor de historias.
A última hora de la tarde entro en la parroquia para ir a misa y hacer un rato de oración ante el Santísimo. En el exterior queda el ruido denso de la circulación poco fluida del tráfico de la tarde-noche y el gentío de las personas que pasan por la calle pero dentro del templo, en la casa de Dios, todo el marasmo exterior se vuelve quietud y arrodillado primero y sentado después va llegando la paz y la serenidad al corazón.
Me he sentado en los últimos bancos y voy viendo entrar a personas diferentes, ancianos y jóvenes, casados y solteros... todos entran con sus alegrías y sus penas, cargando esas cruces que tanto que pesan y dispuestos a poner frente al altar su propia historia.
Entonces pienso en tantos que pasan por delante de esta iglesia, ensimismados en su mundo, y no son capaces de ver que alguien en su interior —el Amigo por excelencia—, les está esperando para sostenerles con su amor y su misericordia. Y le dijo al Señor que «que pena que no acudan a ti a contarte sus desdichas y sus alegrías, lo que les duele del corazón, los sentimientos y las preocupaciones que les embargan o, simplemente, para darte gracias de los muchos dones y alegrías que por tu bondad les has regalado ayer y hoy, a Ti que nos has dicho con palabras suaves y misericordiosas que vengamos a Ti los que estamos fatigados y sobrecargados porque Tú eres el que no darás descanso y cargarás con nosotros las cruces pesadas de nuestra vida».
¿Por qué hay tantos en nuestras ciudades que no acuden al encuentro con el Señor? ¿Es porque no saben que existe? ¿Por qué lo ignoran? ¿No han oído hablar de las maravillas que obra en nuestro corazón?
Nadie que se sienta «cristiano» puede ser ajeno al sentimiento de tristeza profunda que debe sentir el Señor al contemplar a tantas almas que se apean de su cercanía. Nadie que se considere «cristiano» puede dejar de gritar a los cuatro vientos que si alguien está angustiado o sufre le puedes presentar al mejor y más fiel de los amigos; que al sediento le puedes saciar la sed con un agua fresca y viva; que a perdonar aprendes contemplando la Cruz; que es posible amar sin medida porque alguien amó hasta dar su propia vida; que siempre hay un hombro donde descansar las penas; que es posible ser grande en la humildad de lo pequeño... Que es posible sentir en el corazón que Dios nos ama. Que ¡Jesucristo ha resucitado!... y que ¡En verdad ha resucitado!

¡Padre, que no olvide jamás amor que sientes por mí! ¡Edifica en mi pequeño corazón tu Templo santo que este sostenido por la fe, el amor, la esperanza, la caridad, el servicio y la generosidad! ¡Haz, Padre, que sea el Espíritu Santo el que me guíe siempre y me defienda de las acechanzas del demonio! ¡Haz que tú Espíritu divino esté siempre vivo en mi interior para que esas tormentas en forma de angustia, sufrimiento, dudas, incertidumbre o dolor no derriben las puertas de mi corazón! ¡Convierte mi corazón en una fuente de agua viva en la que puedan beber todos los que me rodean y yo me convierta en un auténtico instrumento de tu amor, de tu misericordia y de tu paz! ¡Y a ti, María, Madre del amor hermoso, te pido que me revistas con tu manto sagrado para que todo yo me pueda convertir en una pequeña casa de oración que acoja a todo aquel que lo necesite, que se sienta triste o desamparado o que, simplemente, quiera conocer a a Tu Hijo Jesús! ¡Conviérteme, Padre de bondad y misericordia, en un templo que esté hecho a tu imagen y semejanza para que siempre cumpla lo que tú quieres para mí y no se haga mi voluntad sino la tuya! ¡Padre Misericordioso, te pido que abras los ojos de aquellos que no son capaces de verte ni de percibirte para que en algún momento sean capaz de ver tu Santo Rostro y que se abra en su corazón un resquicio de tu amor!

miércoles, 2 de noviembre de 2016

Esas cosas que tanto me molestan

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El individualismo —primo hermano del «ser» soberbio— se va impregnando cada vez más en nuestros corazones. En el seno de las familias. De la comunidad. De los ambientes laborales. De la vida social. Y aunque no nos damos cuenta las personas nos vamos acomodando a nuestro yo convirtiendo todo lo que nos rodea en secundario porque lo que nos interesa es lo nuestro.
Así, nos molesta mucho que organicen nuestro tiempo porque lo hemos programado para hacer otra actividad. Nos fastidia cuando queremos hacer las cosas a nuestra manera y tenemos que someternos a los dictados y a las sugerencias de otros que nos parecen menos valiosas que las nuestras. Nos produce un profundo malestar cuando alguien habla de cosas que desconoce o de las que no tiene el más mínimo conocimiento porque nosotros si sabemos de lo que hablamos. Nos provoca una profunda desazón cuando nos cambian de improviso los planes o no podemos controlar las cosas o las situaciones. Nos descorazona cuando nuestro orgullo y amor propio queda herido. Juzgamos a este y aquel por lo que hace, dice y piensa que tanto difiere de nuestra manera de hacer, decir y pensar.
En definitiva, si las cosas no son como yo las quiero, las he pensado, las tengo organizadas o las digo me siento molesto. Y ahí surge el orgullo que nos acompaña.
Estas situaciones son tan comunes en nuestra vida que uno se plantea si realmente se producen porque uno no es capaz de amar con esa fuerza y esa plenitud que tiene el amor cristiano. Cuando esto sucede lo más conveniente es pedirle al Espíritu Santo luz para que derrame sobre nosotros la gracia de su amor, la sabiduría y la inteligencia para llenar y transformar nuestro corazón y convertirnos en auténticos apóstoles del amor de Dios. Con esta perspectiva es mucho más sencillo tener paz en el corazón y ver las cosas ajenas con una perspectiva diferente, con mayor sencillez y humildad. A la luz del Espíritu lo que nos molesta de los demás se puede convertir en un mirarnos a nosotros mismos y comprender que el egoísmo nos ciega y nos limita el horizonte de los demás; la humildad es la que abre el camino a la caridad en detalles sencillos, prácticos y concretos de entrega y de servicio.
La soberbia infecta por completo cualquier esfera de la vida. Es como un cáncer interior. Donde se pasea un soberbio todo acaba finalmente malherido: la familia, los círculos de amistad, el ambiente laboral, la comunidad parroquial...
Le pido hoy al Señor que me permita ser siempre una persona humilde que cuando observe algo malo en mi vida sea capaz de corregirlo por mucho dolor interior que produzca. No ser alguien soberbio porque quien lo es no acepta nunca o no es capaz de ver los defectos personales y siempre magnifica los ajenos. ¡Que sea, Señor, capaz de seguirte e imitarte siempre y poner un candado a la soberbia para que no entre en mi corazón!

¡Que sea, Señor, capaz de seguirte e imitarte siempre! ¡Ayúdame a olvidarme de mi mismo, a que todo gire en torno a mí, ya sé que es difícil alcanzar este nivel, porque casi siempre vivo pensando en mí mismo, dándole vueltas a todos esos problemas que jalonan mi vida! ¡Tú, Señor, puedes ayudarme, para que no le no coja regusto a las lamentaciones de mis sufrimientos! ¡Que sea, Señor, capaz de seguirte e imitarte siempre! ¡Señor, ayúdame a superar el pensar demasiado en mi mismo, a darle demasiada importancia a los problemas, a relativizar las cosas y a darles su justo grado! ¡Que sea, Señor, capaz de seguirte e imitarte siempre! ¡Ayúdame a darme siempre para vivir la caridad y vivir de amor y superar el yo como eje de todos mis pensamientos! ¡Señor, examina mi corazón y revélame cualquier orgullo que se albergue allí para que ningún pecado me interfiera en mi relación contigo y con los demás, para que el orgullo o la soberbia lo endurezcan más! ¡Ayúdame a conocerme mejor y muéstrame siempre el camino de la humildad que, en definitiva, es el camino de la verdad! ¡Hazme ver, Señor, mis pecados y ayúdame a valorar siempre lo bueno de los demás y a valorarlo para mejorar cada día!
«Hazme como Tú, Jesús» es nuestra canción de hoy:

martes, 1 de noviembre de 2016

En Las Manos de Maria

felicesÚltimo día de octubre, mes el Rosario, con María en nuestro corazón. Hay semanas que el esfuerzo de tu trabajo no rinde y el ánimo flaquea. Antes de desfallecer mejor cogerse a las manos santas, suaves y tiernas de María, ejemplo de sacrificio y mujer trabajadora. Manos de una mujer de su hogar que lo dio todo por su familia. Que no se quejaba por el sobre esfuerzo de la jornada aunque ésta se prorrogara hasta altas horas de la noche. Manos que amasaban el pan cotidiano, que pelaba las patatas, que zurcían las ropas rasgadas de los hombres de la casa, que lavaban los vestidos en el agua fría del lavandero de Nazaret, que limpiaban el polvo de la casa, que ayudaba a trasladar las maderas del taller de José... manos siempre dispuestas al esfuerzo del trabajo.
Contemplo a María, que no debió tener ni un minuto de su vida para cuidar sus manos, y comprendo cuántas veces pierdo el tiempo quejándome porque no me rinde el trabajo, preocupándome sólo de lo mío, sin santificar las pequeñas y grandes cosas de la jornada de la que dependen tantas alegrías y la ventura y el bienestar de mi familia, de las personas con las que trabajo, en la comunidad, en el grupo de oración. ¡De tantas cosas!
Por eso, cuando el ánimo decae y las fuerzas merman, hay que agarrarse a las manos de María, esas manos delicadas y consoladoras que te llevan al mismo Dios, que con su delicada finura, están siempre abiertas a acoger las preocupaciones de sus hijos. Manos que en su vida terrena limpiaban las cosas sucias de la casa y ahora blanquean la suciedad del corazón humano.
En esas manos siempre dispuestas y entregadas pongo los decaimientos de mi vida porque esas manos han estado siempre abiertas, antes en Nazaret y ahora desde el cielo, a acoger la debilidad y los problemas de los hombres, las preocupaciones de los marginados, el agotamiento de los enfermos, las esperanzas de los desesperanzados.
Las manos de María, siempre discretas y prudentes, reservadas y generosas, calladas y desprendidas, son fuente de gracia divina para quien se agarra a ellas. Son manos que abiertas en oración han dado siempre gloria y alabanza a Dios para que sea el Padre quien derrame su gracia sobre los hombres.
Miro ahora mis manos pequeñas. Las abro y vuelco hacia arriba las palmas para, brevemente, contemplar que uso cotidiano les doy cada día. Qué manchas esconden. Qué esfuerzos realizan. Qué obras de caridad hacen. Qué obras de misericordia llevan a cabo. Qué limpias están de pecado. Cuánto amor reparten. Cuanto gloria a Dios transmiten. A qué otras manos consuelan. Cuantos denarios reparten. Cuantos frutos generan. Qué honestidad transpiran. Cuántas veces prefiero llevarlas limpias antes de «ensuciármelas» por servicio al prójimo, para llevar a término mis responsabilidades o para ser un auténtico cristiano. Es preferible tener las manos sucias que tener indecorosa la conciencia.
De la Virgen María siempre se aprende. Y de su mano, ¡qué sosiego se siente y cuánta fecundidad le puedo dar a mi vida!
¡Virgen María, junto mis manos para orar contigo, para buscar tu protección materna! ¡Junto mis manos en oración contigo para hacer siempre la voluntad de Tu Hijo! ¡Junto mis manos en oración contigo para pedirte tu intercesión en tantas cosas que Tú sabes que necesito! ¡María, uno mis manos para junto a las tuyas, que acunaron al Hijo de Dios en Belén, sea capaz de arrullar con las mías a todos aquellos sencillos que buscan mi consuelo y mi oración! ¡Virgen María, uno mis manos a las tuyas en oración, para al igual que tu saludaste a los novios en las Bodas de Caná, sea yo capaz de ser amable con todos los que me rodean! ¡Virgen María, junto mis manos para orar contigo, y siguiendo tu ejemplo de servicio que sea capaz de servir siempre con humildad y sencillez a los demás a imitación tuya! ¡Virgen María, uno mis manos a las tuyas para orar contigo, y al igual que tus manos mecieron el cabello del cuerpo inerte Jesús al bajarlo del madero, que sea capaz de mecer los de los más necesitados de la sociedad! ¡Virgen María, tus manos son milagrosas; haz el milagro de transformar por completo mi vida! ¡María, tus manos pasan las cuentas del Rosario, que cada misterio sea para mí un encuentro cotidiano contigo y con tu Hijo! ¡Manos orantes de María, me uno a ti para pedirte por mi santidad, por mi alegría cristiana, por mi entrega auténtica, para no quejarme nunca y ser un verdadero hijo de Tu Hijo!
Levanto mis manos, aunque no tenga fuerzas, cantamos hoy con Jesús Adrián Romero:

sábado, 29 de octubre de 2016

Confesión: ¿Por qué? ¿Para qué? ¿Por qué contárselo a un cura?

Así actúa la gracia, la alegría y el perdón en la vida del que se confiesa

Se ha celebrado en Madrid el I Congreso sobre la Misericordia. Una de las ponencias ha sido sobre la confesión, sacramento de misericordia que fue impartida por Manuel González López Corps, doctor en Sagrada Liturgia y profesor de la Universidad de San Dámaso en Madrid.

En el programa radiofónico El Espejo han aprovechado la ocasión para preguntarle algunas cosas básicas del sacramento de la penitencia. ¿Qué es? ¿Por qué confesarse? ¿Cómo debe ser un buen confesor? ¿Cómo se hace una buena confesión? ¿Por qué hay que contarle los pecados a un cura?

Para Manuel González López Corps, la clave está en las últimas frases de la confesión. El sacerdote dice: “Dar gracias al Señor porque es bueno” y el penitente contesta: “Porque es eterna su misericordia”.

¿Qué es la confesión y porqué hay que confesarse?

Hay que confesarse porque hay que manifestar las maravillas de Dios. La confesión, antes de ser de nuestros pecados, es una confesión de lo que Dios hace en nosotros a pesar del pecado.

La confesión es siempre una confesión de fe, una confesión de alabanza, de gratuidad, por eso es que el sacramento de la misericordia, el sacramento de la reconciliación o de la confesión acaba siempre con esta frase: “Dar gracias al Señor porque es bueno” y el penitente dice: “Porque es eterna su misericordia”.

Por eso tenemos que confesarnos, porque necesitamos expresar ante Dios, ante la Iglesia y ante el mundo que somos pecadores pero que el Espíritu Santo nos santifica.

¿Y porqué no puedo confesarme directamente con Dios? ¿Si Dios es el que perdona, por qué tengo que contarle mis pecados a un cura? ¿Qué pasa si no se los cuento?

Es muy sencillo. En primer lugar: Todos los días hay que hacer examen de conciencia. Todos los días hay que pedir perdón. El pedir perdón o las obras de penitencia son actos personales, pero la confesión es un sacramento. El perdón de Dios se llama Jesucristo y Jesucristo históricamente se continúa en un cuerpo que es la Iglesia.

Por eso cuando un cristiano peca, no solamente está pecando en un aspecto personal o individual sino que también está dañando la santidad de la Iglesia, está haciendo que el mundo sea peor de lo que es. La confesión es la manifestación pública, concreta y tiene también que autoescucharse que ha hecho mal para no volver a hacerlo.

Hay una dimensión dialogal en la Iglesia que es la que concede el perdón y la gracia, para que esa Iglesia le reinserte en la comunidad de la que se ha marchado por el pecado.

Todos los días hay que hacer examen de conciencia, todos los días hay que hacer obras de penitencia y misericordia, pero también hay que celebrar sacramentalmente el perdón porque es lo que Cristo nos ha enseñado. Es la seguridad y la certeza de que el perdón se ha conseguido como gracia.

En este año jubilar de la Misericordia hay muchísimas fotos bonitas del papa Francisco. Hay una que a mí me llama especialmente la atención. El Papa confesando a un joven en San Pedro. La alegría captada por la cámara, la sonrisa del Papa. Normalmente pensamos en el confesor como alguien muy serio, casi que nos está regañando…

Hay un gesto precioso, que a veces no se hace con especial sensibilidad o expresividad que es el imponer las manos. No hay mayor alegría que imponer las manos. Al imponer las manos sobre el penitente, o al menos la derecha, se está comunicando la sombra del espíritu. El espíritu siempre tiene un don que es la alegría.

El hecho de imponer las manos siempre, lo vemos en la Eucaristía al ponernos de rodillas, es porque el cura esta comunicando la sombra el espíritu. Esa sombra que nos reconcilia, que nos comunica su fuerza. Por eso el confesor no existe sino para comunicar la gracia, la alegría, el perdón. El confesor es un juez, es un médico, pero sobre todo es un cura.

Ya que estás hablando del confesor. ¿Algunos consejos para ser un buen confesor?

Primero: Estar presente. Lo primero es estar disponible. Segundo: ser un hombre de escucha. La mayoría de los curas lo son. Hombres que sean maestros de espíritu. En definitiva lo nuestro es enseñar sobre Dios.

Por último: Comunicación de gracia. El sacramento es un acontecimiento. Ya de por sí difícil y duro confesar los pecados: uno peca contra el quinto, contra el sexto… Ahí no están para regañarles sino para decirles: Dios te perdona pero tú no peques más. Es la palabra de Cristo. El cura, el presbítero es un icono del Espíritu Santo.

Ahora le toca el turno a los que van a confesarse, a los penitentes. ¿Qué consejos les darías para hacer una buena confesión?

Primero leer la Palabra de Dios. La Palabra de Dios es fundamental. Sin la Palabra de Dios no vamos a descubrir nunca que somos pecadores. En segundo lugar: Tener propósito de la enmienda. Es decir, querer cambiar. En la vida hay que plantearse: quiero cambiar, quiero dar un volantazo a mi vida. Después celebrar ese perdón y realizar obras de misericordia. Una vida nueva.

Lo que se llama la confesión de la vida, que la vida sea elocuente, que la gente note que me he encontrado con Cristo en el sacramento de la reconciliación. Sacramento significa signo sagrado. Que seamos signos ante el mundo de que queremos ser diferentes.