Ayer, a lo largo del día, me encontré con diferentes personas y sus respectivas problemáticas. La portera del edificio, con un embarazo complicado, que cada dos por tres está de baja para no perder la criatura que está esperando. El camarero del bar de la esquina, que entre café y café, te cuenta que a su hermano le han diagnosticado un cáncer y que sufre mucho por él porque es joven y padre de tres niños. Y ese anciano al que cada día lo veo sentado en un banco fumándose un pitillo y al que los huesos le duelen no sólo por la vejez si no por esa artrosis que se le nota en las manos. Y al compañero de trabajo cuyo matrimonio hace aguas y lo muestra en la acidez de sus comentarios y en los reproches constantes a la que todavía es su pareja. Y aquel amigo que hace poco perdió su trabajo y ahora la angustia le llega hasta el cuello. Y a una de las mejores amigas de mi hija al que el novio la ha dejado por otra y ahora en su corazón lleva el pésame del amor truncado. Pero no todo son desgracias. Está aquella mujer que en la farmacia, con cara de felicidad, ha comprado el predictor porque está convencida de su embarazo; sólo espera a llegar a casa para contárselo al hombre que tanto ama. Y la otra amiga de una de mis hijas que ha aprobado a la primera el examen de conducir. O la vecina del piso de abajo que tiene la ventana abierta y a la que se escucha con qué ilusión prepara para mañana su aniversario. Historias cómo estás suceden a millones en el mundo. Son historias sencillas, unas entrañables y otras tristes, pero todas ellas conocidas por Dios, el gran hacedor de historias.
A última hora de la tarde entro en la parroquia para ir a misa y hacer un rato de oración ante el Santísimo. En el exterior queda el ruido denso de la circulación poco fluida del tráfico de la tarde-noche y el gentío de las personas que pasan por la calle pero dentro del templo, en la casa de Dios, todo el marasmo exterior se vuelve quietud y arrodillado primero y sentado después va llegando la paz y la serenidad al corazón.
Me he sentado en los últimos bancos y voy viendo entrar a personas diferentes, ancianos y jóvenes, casados y solteros... todos entran con sus alegrías y sus penas, cargando esas cruces que tanto que pesan y dispuestos a poner frente al altar su propia historia.
Entonces pienso en tantos que pasan por delante de esta iglesia, ensimismados en su mundo, y no son capaces de ver que alguien en su interior —el Amigo por excelencia—, les está esperando para sostenerles con su amor y su misericordia. Y le dijo al Señor que «que pena que no acudan a ti a contarte sus desdichas y sus alegrías, lo que les duele del corazón, los sentimientos y las preocupaciones que les embargan o, simplemente, para darte gracias de los muchos dones y alegrías que por tu bondad les has regalado ayer y hoy, a Ti que nos has dicho con palabras suaves y misericordiosas que vengamos a Ti los que estamos fatigados y sobrecargados porque Tú eres el que no darás descanso y cargarás con nosotros las cruces pesadas de nuestra vida».
¿Por qué hay tantos en nuestras ciudades que no acuden al encuentro con el Señor? ¿Es porque no saben que existe? ¿Por qué lo ignoran? ¿No han oído hablar de las maravillas que obra en nuestro corazón?
Nadie que se sienta «cristiano» puede ser ajeno al sentimiento de tristeza profunda que debe sentir el Señor al contemplar a tantas almas que se apean de su cercanía. Nadie que se considere «cristiano» puede dejar de gritar a los cuatro vientos que si alguien está angustiado o sufre le puedes presentar al mejor y más fiel de los amigos; que al sediento le puedes saciar la sed con un agua fresca y viva; que a perdonar aprendes contemplando la Cruz; que es posible amar sin medida porque alguien amó hasta dar su propia vida; que siempre hay un hombro donde descansar las penas; que es posible ser grande en la humildad de lo pequeño... Que es posible sentir en el corazón que Dios nos ama. Que ¡Jesucristo ha resucitado!... y que ¡En verdad ha resucitado!
¡Padre, que no olvide jamás amor que sientes por mí! ¡Edifica en mi pequeño corazón tu Templo santo que este sostenido por la fe, el amor, la esperanza, la caridad, el servicio y la generosidad! ¡Haz, Padre, que sea el Espíritu Santo el que me guíe siempre y me defienda de las acechanzas del demonio! ¡Haz que tú Espíritu divino esté siempre vivo en mi interior para que esas tormentas en forma de angustia, sufrimiento, dudas, incertidumbre o dolor no derriben las puertas de mi corazón! ¡Convierte mi corazón en una fuente de agua viva en la que puedan beber todos los que me rodean y yo me convierta en un auténtico instrumento de tu amor, de tu misericordia y de tu paz! ¡Y a ti, María, Madre del amor hermoso, te pido que me revistas con tu manto sagrado para que todo yo me pueda convertir en una pequeña casa de oración que acoja a todo aquel que lo necesite, que se sienta triste o desamparado o que, simplemente, quiera conocer a a Tu Hijo Jesús! ¡Conviérteme, Padre de bondad y misericordia, en un templo que esté hecho a tu imagen y semejanza para que siempre cumpla lo que tú quieres para mí y no se haga mi voluntad sino la tuya! ¡Padre Misericordioso, te pido que abras los ojos de aquellos que no son capaces de verte ni de percibirte para que en algún momento sean capaz de ver tu Santo Rostro y que se abra en su corazón un resquicio de tu amor!
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