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martes, 25 de abril de 2017

Así te Hablaría Dios

Haz suyas tus palabras para rezarle desde tu corazón

Si nadie te ama, mi alegría es amarte.
Si lloras, estoy deseando consolarte.
Si eres débil, te daré mi fuerza y mi alegría.
Si nadie te necesita, yo te busco.
Si eres inútil, yo no puedo prescindir de ti.
Si estás vacío, mi ternura te colmará.
Si tienes miedo, te llevo en mis brazos.
Si quieres caminar, iré contigo.
Si me llamas, vengo siempre.
Si te pierdes, no duermo hasta encontrarte.
Si estás cansado, soy tu descanso.
Si pecas, soy tu perdón.
Si me hablas, trátame de tú.
Si me pides, soy don para ti.
Si me necesitas, te digo: estoy aquí dentro de ti.
Si te resistes, no quiero que hagas nada a la fuerza.
Si estás a oscuras, soy lámpara para tus pasos.
Si tienes hambre, soy pan de vida para ti.
Si eres infiel, yo soy fiel contigo.
Si quieres hablar, yo te escucho siempre.
Si me miras, verás la verdad en tu corazón.
Si estás en prisión , te voy a visitar y liberar.
Si te marchas, no quiero que guardes las apariencias.
Si piensas que soy tu rival, no quiero quedar por encima de ti
Si quieres ver mi rostro, mira una flor, una fuente, un niño.
Si estás excluido, yo soy afiliado.
Si todos te olvidan, mis entrañas se estremecen recordándote.
Si no tienes a nadie, me tienes a mí.
Si eres silencio, mi palabra habitará en tu corazón.

domingo, 23 de abril de 2017

Toca mi herida, Jesús

Necesito sentir que soy amado personalmente

Jesús llega y entra en la sala donde están los suyos. Les entrega su paz. Hasta tres veces se la da en este evangelio: “Al anochecer de aquel día, el primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos. Y en esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo: – Paz a vosotros. Y, diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. Jesús repitió: -Paz a vosotros”.
Los discípulos esperan con miedo. Temen morir como el maestro. No saben si Jesús vive o sigue muerto en el sepulcro. No saben si tienen que regresar o no a Galilea. Dudan. Viven con impaciencia este tiempo de espera. Con las puertas cerradas para que nadie irrumpa en sus vidas. Tienen miedo. Se protegen.

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Decía la misionera Victoria Braquehais: “La incapacidad de dialogar y el miedo al otro nos ciegan. El miedo al otro nos vuelve muy agresivos, en contraste con la cultura del diálogo.
No quieren morir. Tienen miedo al otro. Al diferente. Temen correr la suerte del maestro. Ellos son de Jesús. Tienen su acento. Vienen de Galilea. Llevan en su alma la impronta de Jesús. Temen ser reconocidos. Y se esconden. No quieren entrar en diálogo con nadie. Han cerrado todas las puertas. Han construido muros. Han levantado diques.
Muchas veces mi corazón está turbado y con miedo. Se esconde. Evita el diálogo. Vivo a la defensiva porque temo perder tantas cosas en el camino. Me asusta el mundo y lo que pueda suceder. Me asusta el otro, el diferente. Todo en esta vida es muy incierto. Puedo controlar muy pocas cosas. Por eso mi miedo me hace vivir con las puertas cerradas.
Temo la muerte. Y veo muy lejos el cielo prometido. Me dicen que Jesús está vivo. Que camina a mi lado. Pero yo vivo con las puertas cerradas por miedo a los hombres. No me abro a la presencia de Dios porque me asustan sus planes.
Y Jesús llega hasta mí, como llegó a ellos ese día, estando las puertas cerradas. Llega a su aislamiento. Atraviesa su corazón protegido. Rompe sus miedos. Les da su paz y ellos, asombrados, se llenan de alegría. Lo reconocen. El resucitado lleva las marcas del crucificado.
La señal de Jesús para que lo reconozcan son sus heridas. Les enseña las manos y el costado. Les muestra su gran amor. Sus clavos. La lanzada en su corazón. Se llenan de gloria sus cinco heridas. Se llenan de luz sus señales. No desaparece por completo su cicatriz. Porque Jesús es para siempre el Dios herido por amor.
Me impresiona mucho esa escena. Jesús les muestra las manos y el costado. Y ellos se llenan de alegría al reconocerlo. Es Él. Su Señor. El mismo de siempre. El que caminó a su lado. El que los llamó en el lago. El que vivió con ellos compartiendo la aventura de la vida. El que les habló al corazón y sanó su dolor y su enfermedad.
El que les contó de un amor más grande para el que fueron creados. El que los abrazó con ternura en su soledad. El mismo que murió en la cruz y fue atravesado por los clavos y la lanza, mientras Él perdonaba.
Siempre me conmueve este momento de encuentro. ¡Cuánta alegría al ver su rostro y sus heridas! ¡Qué felicidad más grande! No lo esperaban. O tal vez lo soñaban. Era un deseo íntimo, inconfesable por ser demasiado imposible. No caben en su asombro. Lo reconocen y se alegran. Con una alegría que ya no los dejará nunca.
Las heridas son la señal. No hace un milagro para que lo reconozcan. Sólo les muestra sus heridas. Ya no son motivo de miedo, de dolor, de fracaso, de desaliento, de desesperación, de culpa. Son motivo de alegría, porque Él ha vencido el dolor. Ha vencido a la muerte. Vive. Para siempre vive.
Jesús entra en sus vidas y desaparece el miedo. Tenían miedo antes. Se defendían del mundo. Estaban heridos como Jesús y temían el rechazo. Y Jesús llega a ellos para darles su paz. Para que puedan salir al mundo y no le tengan miedo al otro. Les da fuerza para que sean capaces de romper sus barreras llenas de prejuicios y dialogar amando. Yo también deseo esa paz de Dios en mi vida. Esa paz que sólo viene de Jesús y me abre al mundo.
Tomás no estuvo ese día en que Jesús llegó a su casa. Nunca sabremos los motivos. Simplemente no se encontraba allí: “Tomás, uno de los Doce, llamado el Mellizo, no estaba con ellos cuando vino Jesús. Y los otros discípulos le decían: – Hemos visto al Señor. Pero él les contestó: -Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo”.
Sus hermanos le cuentan lo que ha ocurrido. Le hablan de la alegría que embarga sus corazones. Jesús está vivo. Y ellos llenos de paz y del Espíritu. Y no comprenden del todo lo que está pasando en sus vidas. Antes estaba todo negro. No había esperanza. Ahora la vida se llena de luz en un amanecer inesperado.
Le hablan del amor de Jesús y de sus heridas. ¡Cómo no contar lo ocurrido con el corazón radiante y la sonrisa en los labios! Sí, Jesús, que tanto los amaba, había vuelto. Estaba muerto y ahora vivía. Y ellos lo habían visto. Era Él.
Tomás no creyó en sus palabras. Más aún, no creyó en el amor de Jesús. En su corazón se preguntaría por qué no había venido cuando él estaba en la casa. Por qué había elegido ese momento de su ausencia. Le dolería el corazón. Jesús no había venido para verlo a él. Y duda, no cree. Muestra su herida.
Quiere meter la mano en su costado. Quiere pruebas de su amor. Quiere tocarlo él mismo. Ver sus heridas. Reconocerlo. No cree en sus amigos, en sus hermanos. Siente un dolor muy hondo. Como si se abriera una herida antigua de su alma. La herida de no sentirse amado. Esa herida que todos llevamos grabada en el alma.
Esa herida que se abre al nacer en un llanto que nos da vida. Esa herida que me duele tanto. Yo no soy el amado. Yo no soy elegido por su amor. Yo no soy tan querido como otros. La herida del desamor es la que más me duele. La de no haber sido mirado, valorado, tomado en cuenta, amado profundamente y de forma personal.
La herida de Tomás sangra. Tiene rabia. ¿Por qué, justo, no estaba yo? Quizás me cuesta reconocer mis sentimientos tan impuros. Quizás Tomás no cree que Jesús lo ama. Y le duele que los demás tengan algo que Él no tiene y que desea con todas sus fuerzas.
Casi hubiera preferido que no estuviera vivo Jesús a que no lo amara personalmente a Él. No puede vivir con eso. Hay tanto de dolor ahí… Me veo reflejado. Necesito sentir que soy amado personalmente. Es su herida. Es mi herida de amor. Y a lo largo de la vida esa herida se hace más honda o va sanando. Esa herida es la que me une a Jesús herido. Esa herida se amolda a su mano perfectamente. Igual que yo entro perfectamente en su herida.
Esta madrugada oraba: “Jesús, te entrego mi dolor por mis límites, por mi impureza, porque no sé mirar bien. Perdón por mi orgullo y mi vanidad. Por buscarme a mí mismo. Porque sangran mis heridas al no sentirme amado y valorado. Porque me cuesta que me organicen la vida. Es mi orgullo y me duele que me quieran cambiar mis planes. Y alejarme de todo lo que amo. Y me cuesta querer responder a las expectativas de los demás. Y me duele ser tan pobre y frágil. Tan fácil de herir. Tan poco resistente a las críticas y juicios. Tan vulnerable en mis esclavitudes. Y siento dolor por mi fragilidad que me lacera el alma. Y quisiera ser distinto. Y no puedo. Y Tú vienes a mí y me llamas por mi nombre. Y yo te quiero”.
Esta oración expresa el clamor de mi alma. De mi corazón que se sabe pequeño y sufre. Yo quiero tocar la herida de Jesús. Quiero que venga por mí, no me importa que venga por los otros. Quiero verlo yo.
Muchas veces la voz de Tomás es la mía. Grito que quiero ser amado, reconocido, tomado en cuenta. Grito desde mi propia herida de amor. Esa herida que llevo me hace desconfiado del amor de los hombres. Y me escondo. Y me protejo.
Esta herida de amor me hace esquivo, me coloca a la defensiva, construye muros para evitar más dolor, más daños. Esa herida de amor me aísla cuando es eso lo contrario de lo que deseo. Quiero ser amado. Quiero que me sanen la herida porque yo solo no puedo sanarla. Quiero que venga alguien de fuera a meter su mano en mi herida para calmar el dolor.
Pero grito como Tomás. No creo, dudo, desconfío, ataco, me pongo en guardia. Se despiertan mi ira y mi rencor. No creo en el amor incondicional de Dios, ni en el amor de los hombres que parecen decirme que me quieren. Pero dudo. Tengo miedo de ser rechazado y que la herida de amor vuelva a abrirse.
Y entonces Jesús vuelve a los ocho días. Acaba la octava de Pascua con Tomás. Ocho días de apariciones a los suyos. Jesús se aparece a los que quiere. Llega hasta ellos y calma su sed. Y hoy, a los ocho días de su resurrección, se aparece a Tomás: “A los ocho días, estaban otra vez dentro los discípulos y Tomás con ellos. Llegó Jesús, estando cerradas las puertas, se puso en medio y dijo: -Paz a vosotros. Luego dijo a Tomás: – Trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente. Contestó Tomás: -¡Señor Mío y Dios mío! Jesús le dijo: -¿Porque me has visto has creído? Dichosos los que crean sin haber visto”.
Y Tomás cree. Con esas palabras que hago mías cada día al tomar en mis manos ese pan que es su cuerpo vivo. Y me conmueve acercarme a la herida de Jesús. Esa herida hecha por una lanza. Por unos clavos. Esa herida del desprecio, del olvido, del miedo. Esa herida de la indiferencia, del odio, del desamor. Esas cinco heridas de Jesús que quedan marcadas como la huella de su amor.
Porque me amó hasta el extremo. Porque me quiso en medio de su dolor. Y viene hasta mí. Como hoy viene hasta Tomás. Porque no se ha olvidado de él. Dios va a buscarme donde esté, aunque haya fallado, aunque haya caído. Este es el Dios en el que creo. El que se hizo hombre por un amor inmenso. El que murió por un amor sin medida. El que va a buscar a cada hombre allí donde esté con un amor sin condiciones y gratuito.
Por eso sé que merece la pena amar sufriendo. Porque el sufrimiento en el amor tiene un sentido muy hondo. Todo aquel que ama sufre. Es un amor crucificado y redimido. No es comprensible un amor sin sufrimiento. Por eso Jesús no vino a eliminar el sufrimiento.
En una cultura que no desea sufrir, el ideal es eliminar todo sufrimiento de mi vida. Y cuando ese es el objetivo que persigo, dejo de encontrarle sentido a lo que hago. Porque por más que lo intento, no logro abolir del todo el sufrimiento. Vuelvo a sufrir de nuevo. Lloro y temo.
Y me resuenan las palabras de Paul Claudel: “Dios no vino a suprimir el sufrimiento. No vino ni siquiera a dar una explicación. Vino a llenarlo de su presencia”.
Miro esa sala del cenáculo, en la que se encuentran escondidos, llena de la presencia de Jesús. Entiendo que el objetivo de mi camino no es no sufrir. El sufrimiento forma parte de mis pasos. Eso me alegra. No lucho como un loco contra un destino ineludible.
Simplemente, como un niño, acepto la vida en su verdad. Y toco con mis manos las heridas de Jesús, mis propias heridas. Les pongo nombre a mis llagas. Son cinco. Tienen mi historia, mi pasado, mi presente, mi futuro. Sé que Jesús me reconoce en ellas. Son distintas a otras. Son las mías. Jesús sabe cómo son, de dónde vienen. Le duelen casi más que a mí, porque no soporta ver sufrir a los suyos.
Yo me afano por ocultarlas, por esconderlas detrás de puertas cerradas. Y Él pasa por esa puerta cerrada para tocar mi herida. Al tocarla me reconoce. Me eleva por encima de mi dolor. Y me recuerda cuánto me quiere.
Eso fue lo que le dijo a Tomás ese día. Le dijo que lo amaba con locura. Que el primer día vino por diez hombres temerosos. Y hoy había vuelto sólo por él, su hijo herido. Y seguro que se calmó el dolor de las heridas de Tomás.
Yo me siento como Tomás. Creo porque he visto. Porque Jesús también ha venido a mí a tocar mis heridas. A dejar que yo toque las suyas. Y me olvido a veces. A lo mejor lo mismo le pasó más tarde a Tomás, y se olvidó de ese día. No lo sé. Yo me olvido y eso que Jesús ha venido a mi tierra solo por mí, para tocar mi herida, para que yo toque su herida. Para que descanse en su amor incondicional que me quiere más que a nada.
Su incredulidad se convirtió para Tomás en la experiencia de fe más grande de su vida. Su herida de amor se convirtió en la experiencia de amor personal más fuerte. Jesús vino sólo por él. Jesús hizo caso a su petición absurda y dejó que metiera sus manos en la herida de su costado y de sus manos.
Le suplico en mi mentira, en mi incredulidad, que venga a mí, que vuelva por mí y que toque esa herida de amor que escondo. Que me deje tocar sus heridas con respeto sagrado. Y me deje tocar también con cariño las heridas de los hombres.

Hoy nos acompaña la canción  Las Llagas de Jesús:

Unir mis manos a las de Cristo

desde Dios
En el pequeño crucifijo que me acompaña siempre no se distinguen las manos de Jesús. Pero hoy me las imagino. Son las manos recias de un carpintero que tanto bien hicieron pero que llevan el signo de la crucifixión.

Quiero unir mis manos a las de Él. A esas manos que se posaron sobre las cabezas de tantos para sanar sus vidas y curar sus enfermedades, que tocaron los ojos de los ciegos para darles la vista, que tomaron las manos de los paralíticos para levantarlos, que apaciguaban a los que sufrían, que acariciaban a los niños que se encontraba por el camino, que secaban las lágrimas de aquellos que estaban desesperados, que cogían las manos de su Madre para pasear por Nazaret, que desenrollaban serenamente los rollos de aquellas escrituras que leía en las sinagogas de Galilea, que dejaban un sencillo trazo en la arena antes de invitar a tirar la primera piedra, que elevadas al cielo oraban ante el Padre. Pero, sobre todo, eran las manos que multiplicaron los panes y los peces y bendijeron el pan y el vino en la Santa Cena.
Las manos de Cristo transmitían amor, esperanza, ternura, generosidad, misericordia. Eran manos siempre dispuestas a la entrega y al servicio. Todo está resumido en la Cruz.
Cristo prefirió dejar en sus manos y en sus pies las cicatrices de la Pasión. Es la evidencia de que desde el cielo Dios se hace cargo de nuestro dolor y de nuestros sufrimientos, pero también como un signo de escucha de nuestras plegarias y nuestras aclamaciones.
Tomo el crucifijo y beso cuidadosamente esas dos manos y esos pies heridos por mi y perforados en la cruz. Me siento compungido por esas manos bañadas en sangre pero también alegre porque esas manos con la huella de la Cruz sirvieron para anunciar la victoria de Cristo sobre la muerte.
Son manos llagadas que sólo rebosan un amor inconmensurable. Así pueden ser también mis pequeñas manos, manos que rebosen esperanza, amor, misericordia, generosidad, servicio... manos que abiertas, como las de Jesús, acojan al prójimo, al necesitado, al sufriente. Manos que humildemente abiertas sean testimonio de oración, de acción de gracias, de alabanza y de súplica.
Hoy más que nunca deseo unir mis manos heridas a las manos llegadas de Cristo. Sólo él sabe de verdad cuánto duele el sufrimiento pero unidas mis manos a las de Él llegará la sanación que mi corazón tanto necesita.

¡Señor, quiero ser tus manos extendidas y abiertas para coger al prójimo! ¡Señor, quiero ser tus manos para abrazar con cariño aquel que se acerca a mi para buscar consuelo! ¡Señor, quiero ser tus manos para retirar la venda de aquellos que no sean capaces de ver tu misericordia, tu amor y tu perdón porque tienen los ojos cerrados a la fe! ¡Señor, quiero ser tus manos para llevar alegría a los que sufren, a los que están solos, a los enfermos y a los desesperados! ¡Señor, quiero ser tus manos que forjaron esperanza, manos de carpintero desgastadas por el uso, encallecidas, pero que labraron vida y dieron esperanza a tantos! ¡Señor, quiero ser como esas manos tuyas bañadas de sangre que muestran el signo de la Cruz pero que rebosan paz, amor, misericordia, perdón, amistad y salvación! ¡Que mis manos, Señor, sirvan sólo para bendecir y no para inmovilizar, agarrar y destruir! ¡Mi destino, mi futuro y mi vida está en sus manos, Señor, en ti confío! ¡Señor, un día tus manos marcadas por las cicatrices que duraran toda la eternidad se abrirán en las puertas del cielo para recibirnos a todos en la vida celestial; eso es lo que deseo Señor, que me acojas con tus manos santas, que me bendigas cada día a mí y a todas aquellas personas que caminan junto a mí por las sendas de la vida! ¡No permitas, Señor, que caiga en tentación; ya Satanás intentó destruir tus manos santas que llevan escritas en su palma todos los nombres de los hombres! ¡Eleva tus manos, Señor, para librarme de la tentación! ¡Pongo en tus manos mi vida y mis cosas para vivir acorde a tu voluntad! ¡Entrego mis manos abiertas a tus proyectos, Señor, y el servicio de la comunidad! ¡Me pongo a tus pies, Señor, y dispongo mi corazón para que tus manos me bendigan y me llenes de tu vida en este tiempo de conversión!
Abiertos los brazos es el título de la canción que presentamos hoy:

sábado, 22 de abril de 2017

Hoy descubrí que me falta fe

¡No hay imposibles para Dios!

San Juan Bautista proclamó que Jesús era el hijo de Dios… no debe haber sido fácil hacer esta afirmación cuando un rey quería tu cabeza en una bandeja de plata… ¿qué hacía que san Juan no tuviera miedo si no gozaba ni de poder, ni de dinero, ni de amigos importantes…? Lo único que tenía en abundancia era fe en Dios.
Y es que la fe del Bautista fue más grande que las amenazas de Herodes, su confianza Dios le quitó el miedo y alegremente anunció la venida del Hijo de Dios. ¡Sería maravilloso que tuviéramos una fe así de profunda! Nuestra vida sería bien diferente…
Muchos vivimos en una angustia constante, o con una tristeza bien arraigada… sin duda en esos momentos nos falta más fe para saber que Cristo nunca nos dejará solos y que nos sacará bien librados de todos nuestros aprietos.
Creamos en Dios en medio de las dificultades
Todos con facilidad decimos que creemos en Dios cuando nuestra vida es bendecida, cuando no nos falta nada, cuando nuestra familia está bien, pero la verdadera fe se prueba en medio de las dificultades.
Piensa en los santos: aunque sufrían persecuciones, hambre, soledad, enfermedades, calumnias y demás… tenían su fe bien firme en Dios y no temblaban porque sabían que el que tiene la última palabra es Dios. Su fe les decía que nada ni nadie los separaría del amor de Cristo, el cual era su protector, y antes bien en medio de las dificultades su confianza en Dios les aumentaba las fuerzas y la alegría; incluso en la cárcel daban gloria a Dios, en el martirio sonreían y sin dinero hacían grandes obras.
Ahora te pregunto a ti: ¿tiemblas ante las dificultades? Y si tu respuesta es “sí”, necesitas aumentar tu fe para descubrir que Dios es más grande que todos tus problemas, más fuerte que cualquier enemigo, más poderoso que cualquier dificultad…
Creamos en Dios en la enfermedad
Lamentablemente la enfermedad en algún momento toca nuestras vidas o las de nuestros seres queridos y cuando esto ocurre no sabemos qué hacer y nos angustiamos… pero conozco muchas personas que aunque están en fase terminal se les ve tan serenas y alegres que desconciertan, y preguntándoles cuál es su secreto te afirman que Dios está detrás de esa paz, dándoles fortaleza.
Cuántos de nosotros ante una enfermedad nos ponemos tristes, nos deprimidos, incluso nos enojamos con Dios y le reclamamos: ¿por qué a nosotros, Señor?
El problema no es la enfermedad, sino la falta fe, necesitamos poner nuestra esperanza en el buen Jesús que pasó toda su vida sanando enfermos y dando esperanza a los que lo necesitaban. Así es que si la enfermedad te hace tambalear, ¡aumenta tu fe y descubrirás que no hay imposibles para Dios!
Creamos que Dios nos ayudará a cambiar
Los grandes santos tienen metas bien altas, pero la primera es cambiar de vida, alejarse del pecado. No es suficiente con decir que tenemos fe, ella nos tiene que ayudar a detenernos cuando queramos hacer el mal, a detenernos de recaer en nuestros vicios, a detenernos cuando la violencia llene nuestro ser, ¡nuestra fe debe ayudarnos a ser santos!
Hay personas que me dicen que ya lo intentaron todo, que no pueden cambiar y portarse bien, ¿no será más bien que les falta fe en que Dios tiene el poder para ayudarlos a cambiar? Necesitamos comprometernos y ser mejores cada día, tú y yo sabemos a qué debemos renunciar, ánimo, aumenta tu fe y pronto santo serás.
De antemano a todos nos falta fe, no importa qué tan cercanos estemos a Dios, llegan momentos tan difíciles que nos hacen caer, pero no te rindas, con humildad dile al Señor: “Mi Dios creo en ti, pero aumenta mi fe”. Con una fe tan sólida como la de san Juan Bautista podrás estar en paz en medio de cualquier tormenta, no te canses de pedirle al Espíritu Santo que te regale el don de la confianza en Dios y verás que serás prácticamente invencible ante cualquier persona o problema.
La fe mueve montañas, ¡créelo de corazón!

Cómo ganar la indulgencia plenaria el día de la Divina Misericordia

Este domingo celebramos la Divina Misericordia, fiesta muy importante que fue instituida por San Juan Pablo II según la petición de Nuestro Señor Jesucristo a Santa Faustina Kowalska. ¿En qué consiste esta devoción? ¿Cuál es su origen? ¿Cómo se reza la Coronilla de la Divina Misericordia?

Nuestro Señor se apareció desde 1931 a 1938 a la religiosa polaca Santa Faustina Kowalska, confiándole la difusión de la devoción a Su Divina Misericordia. Estas revelaciones las escribió Santa Faustina en un diario, por indicación de su director espiritual.   
La Divina Misericordia es una devoción centrada en la enseñanza de la misericordia de Dios y Su amor infinito por la humanidad. Esa misericordia y ese amor lo pone Jesucristo a disposición de todos los hombres, especialmente a los más pecadores.
San Juan Pablo II canonizó a Santa Faustina Kowalska en el año 2000 y ese mismo año instituyó la Solemnidad del Domingo de la Divina Misericordia, para que se celebrara cada año el domingo siguiente al Domingo de Resurrección.
Dada la importancia de esta fiesta, la Iglesia ofrece una indulgencia plenaria para hacer que los fieles vivan con intensa piedad esta celebración. Fue San Juan Pablo II quien estableció que el Domingo de la Divina Misericordia se enriqueciese con la indulgencia plenaria para que los fieles recibiesen con más abundancia el don de la consolación del Espíritu Santo y cultivasen así una creciente caridad hacia Dios y hacia el prójimo, y una vez obtenido de Dios el perdón de sus pecados, ellos a su vez perdonen generosamente a sus hermanos.
Para ganar esa indulgencia plenaria, hay que hacer lo siguiente:
  • Confesarse
  • Acudir a la Santa Misa de la Fiesta de la Divina Misericordia
  • Comulgar
  • Tener la disposición interior de un desapego total del pecado, incluso venial.
  • Rezar por las intenciones del Papa un Padrenuestro y un Avemaría, u otras oraciones

En el día de la fiesta de la Divina Misericordia, les recomiendo que cuando sean en sus respectivos países las 3 p.m., hora en que murió Jesucristo, recen la "Oración de las tres", cuyo texto es: 

Oración de las tres dictada por Jesús a Santa Faustina Kowalska

Expiraste, Jesús, pero Tu muerte hizo brotar un manantial de vida para las almas y el océano de Tu misericordia inundó todo el mundo. Oh, Fuente de Vida, insondable misericordia divina, anega el mundo entero derramando sobre nosotros hasta Tu última gota.
Oh, Sangre y Agua que brotaste del Corazón de Jesús, manantial de misericordia para nosotros, en Ti confío.

El Señor le dijo a Santa Faustina Kowalska lo siguiente sobre la oración de las tres:
A las tres de la tarde en punto, implora Mi misericordia, especialmente por los pecadores; y, aunque sea por un breve momento, sumérgete en Mi pasión, particularmente en Mi abandono en el momento de la agonía. Esta es la hora de la gran misericordia para todo el mundo. Yo te permitiré entrar en Mi dolor mortal. En esta hora, Yo no rehusaré nada al alma que Me pida algo en virtud de Mi pasión.