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miércoles, 27 de julio de 2016

Pensar en la otra vida


Viajo con un hombre de negocios al que apenas conozco. Ambos tenemos por delante un largo viaje. Acomodados en nuestros asientos del avión, le pregunto: «¿Te has fijo la belleza del paisaje desde las alturas? ¡Qué hermosura el cielo, las costas, las montañas!». La conversación llega a niveles de mayor trascendencia. En un momento determinado me dice: «A mí todo esto del cielo y el infierno me parece ridículo. Una invención de la Iglesia para generar miedo. A mí el Cielo no me atrae para nada. Y el infierno no me asusta porque no existe».
Es triste, pero los hombres somos tan terrenales que nos aferramos a la mundanidad de la vida, obviando la trascendencia. Nos asimos a lo que experimentamos y conocemos. Nada más. La razón nos faculta para identificar ideas y conceptos, para cuestionarlos, para tratar encontrar coherencia o contradicciones entre ellos. Nos permite discernir lo bueno de lo malo. Lo hermoso de lo feo. Los agradable de lo que no lo es. Y tratamos de lograr para nosotros lo mejor de la vida. El afán del ser humano es acomodarse lo mejor posible al ambiente en el que vive. No extraña nada. La vida nos regala cosas muy hermosas. Nos permite amar y ser amados. Admirar bellos monumentos, hermosos paisajes, magníficas obras de arte, excelentes películas, leer libros llenos de poesía, contemplar como nuestro trabajo ofrece los frutos deseados, satisfacer nuestras apetencias, viajar a lugares increíbles, disfrutar de una gastronomía rica y variada…
Relativizar todo esto no es una tarea sencilla. La gente con la que convivimos, nuestra familia, nuestra pareja, nuestros hijos, lo que hemos obtenido como fruto de nuestro esfuerzo… Todo exige esfuerzo para conseguirlo y para mantenerlo.
La consecuencia de todo ello: no es fácil pensar en la otra vida. No es sencillo tener presente ni el cielo ni el infierno. Y como a este compañero de viaje, ni nos atrae el cielo, ni damos importancia al infierno. ¿Y por qué ocurre esto? Porque nos creemos dioses en minúsculas. Actuamos como seres inmortales. Y consideramos una ridiculez que el cielo y el infierno existan. ¡Pero a uno de estos dos lugares estamos predestinados!
Por eso hoy pongo en oración que mi destino y el de los míos es alcanzar el cielo prometido. Mi destino es la eternidad, mi auténtico hogar. La única opción de mi vida. Y esa debería ser mi ambición personal. No quiero convencerme de que la felicidad se asienta en la tierra porque la felicidad perfecta y total está en la vida eterna. ¡Que no olvide nunca, Señor, que me has creado para llegar un día junto a Ti en el cielo!

¡Sí, Señor, que no olvide nunca que Dios me ha creado para alcanzar la vida eterna! ¡Padre Bueno, creo en Cristo, tu Hijo! ¡Creo, Padre, firmemente en la verdad de su testimonio, que solo Él tiene palabras de vida! ¡Creo, Padre, que solo en Jesús y con Jesús puedo ser feliz, porque solo en Él soy amar auténticamente! ¡Dame, Señor, tu gracia para que a través de la oración acreciente mi fe y pueda hacerla vida con el amor a los que más cerca tengo! ¡Señor, soy pequeño y pecador! ¡Algunas veces he dudado de tus preceptos y he buscado la felicidad sin Ti! ¡Sácame, Señor, de mis comodidades y aburguesamientos y pídeme lo que sea más conveniente para mí para llegar al cielo! ¡Reconozco, Señor, que la pena de mi pecado es separarme ti! ¡Acepto, Señor, el alto precio que pagaste por mis pecados cuando moriste en la Cruz! ¡Ven, Jesús, a mi corazón y perdóname todos mis pecados! ¡Te entrego, Señor, el control de mi vida y recibo tu Espíritu Santo como señal de ser adoptado en tu familia! ¡Ayúdame, Señor, a soñar con metas altas, con cumbres elevadas, con estrellas que iluminen mis caminos! ¡Tú estás, Señor, en todo! ¡No quiero, Señor, huir de ti nunca! ¡Ayúdame a avanzar, Jesús, desde mi pobreza y mi pequeñez! ¡Siento, Señor, la desproporción entre mi vida pobre y tu grandeza, entre la vida eterna como promesa y mi vida acomodada! ¡Te amo, Señor!


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