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miércoles, 7 de septiembre de 2016

¿Quién realiza el milagro de convertir el pan en Cuerpo de Cristo?

¿Un diácono puede celebrar misa?


Dios tiene el poder de crear de la nada, y puede cambiar la sustancia de la materia ya preexistente de las especies eucarísticas para hacerse presente en la divina persona de Jesús.

Este cambio de sustancia (transubstanciación) de la materia del pan y del vino, aunque permanezcan los accidentes o apariencias (sabor, olor, medida, etc.), lo realiza Dios por medio del ministerio sacerdotal -que es la acción del mismo Jesús- por la fuerza del Espíritu Santo (epíclesis) junto a las palabras que Jesús utilizó cuando instituyó la eucaristía.

Jesucristo, que es el sumo y eterno sacerdote, manda a los apóstoles (sus discípulos) en la última cena perpetuar en la historia el ofrecimiento de su Cuerpo y Sangre, diciéndoles: “Haced esto en memoria mía” (Lc 22,19; 1 Cor 11, 24.25). En este sentido la misa es el memorial de su pasión.

Es decir, Jesús al dar este mandato a sus apóstoles, les pide reiterar el rito del Sacrificio eucarístico de su Cuerpo que será entregado y de su Sangre que será derramada.

A sus apóstoles, Jesús les entrega la acción que acaba de realizar, de transformar el pan en su Cuerpo y el vino en su Sangre; la acción con la que Él se manifiesta como sacerdote y víctima.

Con sus palabras Jesús constituye a sus apóstoles como sacerdotes del Nuevo Testamento, a ellos y a sus sucesores en el sacerdocio.

“Haced esto en memoria mía”, son las palabras de Cristo que, aunque dirigidas a toda la Iglesia, son confiadas, como tarea específica, a sus apóstoles y, en consecuencia, a los que continuarán su ministerio.

Cristo quiere que, desde ese momento, su acción sea sacramentalmente también acción de la Iglesia por las manos de los sacerdotes.

Jesús al decir: “haced esto”, no sólo estaba señalando el acto en sí mismo -uno de los elementos constitutivos y el más importante de la Iglesia-, sino que también señala el sujeto llamado a actuar; es decir, instituye el sacerdocio ministerial.

Y recordemos que los apóstoles son los primeros obispos de la Iglesia encabezados por san Pedro, hoy el Papa.

Por tanto ellos, verdaderos, únicos y legítimos pastores, instituidos por Jesucristo el buen pastor, son los primeros sacerdotes de la nueva y eterna alianza.

Y los apóstoles, por la autoridad otorgada por Jesús, instituyeron u ordenaron a otros sacerdotes (los presbíteros) (Hch 14, 23), sus directos colaboradores, con el mismo poder y potestad recibidos de Jesucristo.

El Nuevo Testamento habla claramente de la unidad ministerial entre “los apóstoles y los presbíteros” (Hch 15, 22); por tanto los apóstoles y sus colaboradores (los presbíteros) tienen el mandato de Jesús de ‘hacer esto en memoria suya’.

“Así a los primeros apóstoles están ligados especialmente aquellos que han sido puestos para renovar IN PERSONA CHRISTI el gesto que Jesús realizó en la Última Cena, instituyendo el sacrificio eucarístico, “fuente y cima de toda la vida cristiana” (LG, 11).

El poder divino de Cristo para realizar el milagro de la transubstanciación lo transmite o lo traspasa pues a sus apóstoles y por extensión a sus colaboradores, los presbíteros o sacerdotes.

Es por esto que el sacerdote (sea obispo o presbítero) obra en nombre y con el poder del mismo Cristo, de manera que, por sobre él sólo está el poder de Dios: “El acto del sacerdote no depende de potestad alguna superior, sino de la divina” (Summa Teologiae supl, 40,4.).

En consecuencia ningún obispo, ni siquiera el Papa, tiene mayor poder que un sacerdote, para la consagración de las especies eucarísticas: “No tiene el Papa mayor poder que un simple sacerdote” (Summa Teologiae supl, 38,1, ad 3).

Ahora bien, el sacramento del Orden consta de tres grados diversos: los obispos, los presbíteros y los diáconos. Los dos primeros participan ministerialmente del sacerdocio de Cristo. Por eso, el término SACERDOTE designa a los obispos y a los presbíteros, pero no a los diáconos (catecismo, 1554).

El diaconado, sea éste transeúnte o permanente, está destinado a ayudar y a servir a los obispos y a los presbíteros (Catecismo 1554). El diaconado es un grado de servicio (Hch 6, 1-6).

Es por esto que los diáconos están “para realizar un servicio y no para ejercer el sacerdocio” (LG, 29). De manera pues que si el sacramento del Orden incluye, en tercer grado, el diaconado, éste no forma parte del sacerdocio ministerial.

De aquí se deriva que sólo hay misa, con la consecuente transubstanciación de las especies eucarísticas del pan y del vino, cuando está presente, única y exclusivamente, un obispo o un sacerdote.

En la ausencia de ellos, aunque esté presente un diácono, no hay misa y por tanto no hay consagración de dichas especies, no hay transubstanciación.

martes, 21 de junio de 2016

¿Vas a Misa cuando te nace? ¡Deberías pensarlo dos veces!

Cinco razones que nos pueden ayudar a reconocernos como verdaderos hijos de Dios


Estábamos en una reunión de trabajo cuando de pronto alguien dijo: “es que sólo voy a misa cuando me nace”.

…Sentí tristeza.

Esa tristeza me viene por pensar en que no se comprende lo que allí ocurre. Seguramente esta persona es católica de toda ocasión, es decir, visita al templo vestido de gala: solamente va a las fiestas de 15 años, bautizos, bodas, funerales, despedidas, y todo evento social… ah, y cuando le nace… cuando le nace un hijo, pero también cuando le nace la desesperación de una carga que ya no puede con ella, cuando le nace una enfermedad mortal, cuando le nace un dolor. Eso me parece muy injusto.

¿Mercaderes o hijos?

Cuando tenemos una dificultad económica, de salud, de relación con la pareja, con los hijos, los padres o los amigos, el primer recurso que se nos ocurre es pedir a Dios que nos ayude.

Visto así parece una relación de intercambio con Dios, una relación no de hijos, sino de mercaderes que intercambiamos beneficios por un pequeño sacrificio: tú me das, entonces yo respondo; no me das, entonces no te mereces mí tiempo.

No nos damos cuenta de que Dios Creador quiere ser y de hecho es nuestro Padre Amoroso.

A continuación se muestran cinco razones que nos pueden ayudar a reconocernos como verdaderos hijos de Dios:

1.- Dios creó el cielo y la tierra.

El Cielo y la tierra son nuestra herencia y ya la estamos disfrutando, el aire no nos ha faltado ni un segundo desde que nacimos, y no nos faltará. ¿Y si a Nuestro Señor de pronto no le naciera regalarnos el don del aire?

2.- Hombre y Mujer los creó.

Dios no hizo experimentos ni mutaciones genéticas erróneas, ni manipuló la raza humana para crear seres perfectos sin enfermedades ni sufrimiento. ¿Y si le naciera mezclar nuestros genes con los de un avestruz a ver qué resulta?

3.- Nos regaló el libre albedrío.

Dios nos dio un pensamiento y libertad para decidir, Jesús se presenta como una opción para aceptarlo, amarlo y seguirle; a nadie obliga. ¿Y si a Él le naciera obligarnos a realizar sacrificios durante todos los días y todo el día?

4.- Nos promete estar siempre ahí, aun cuando el cáliz del dolor nos acompañe.

Jesús imploró al Padre que retirara el cáliz de la crucifixión, y no le fue retirado. Hay amor en esto. Era más grande el amor que estaba involucrado, era mayor el beneficio espiritual que se obtendría que todo el dolor y la muerte causados en la cruz. ¿Por qué asustarnos y rechazar nuestras cruces de papel?

5.- Dios es nuestro Padre Amoroso.

No es como nuestro padre biológico. Todo lo que Él permite que nos ocurra es para nuestro bien, descubrir Su amor en todos los instantes y en todas las situaciones de nuestra vida, es un don llamado Sabiduría: encontrar el sabor a Dios en todas las cosas, aún las más adversas; y ya que Dios es amor, descubramos el amor de Dios en TODO y en TODOS.

Pidamos el Don de la Sabiduría y no caigamos en la tentación de servirnos de Dios. Acompañémosle en el hermoso Sacrificio del Altar y amémosle así como Él nos ama: hasta el extremo. ¿Cuál es tu extremo?

Rafael Ruiz

martes, 14 de junio de 2016

Vademecum del perfecto pastor

Cómo convertirse en un buen sacerdote en 10 lecciones del papa Francisco


Para un sacerdote, tener el corazón del Buen Pastor requiere “acogida”, “inclusión” y “consideración” hacia su rebaño. Este corazón, a semejanza del de Jesús, le dice que “su amor no tiene límites”, que “no se cansa y nunca se da por vencido”, sintetizaba el papa Francisco el pasado 3 de junio durante la celebración de la misa del Jubileo de los sacerdotes y seminaristas, venidos por miles a revitalizarse unidos del 1 al 3 de junio.

El vademécum del perfecto pastor

Después de tres meditaciones en tres lugares distintos –en las basílicas de san Juan de Letrán, santa María la Mayor y san Pablo Extramuros– sobre “El sacerdote, ministro de la Misericordia”, la voluntad del papa fue la de imprimir un auténtico vademécum del perfecto pastor en los corazones y las almas de los casi 6.000 siervos de Dios en la fiesta del Sagrado Corazón –instituida hace 160 años– y que también estuvieron presentes en la Jornada mundial de la oración para su santificación.

El Papa ofreció varios consejos prácticos para que los ministros del sacerdocio no pierdan el rumbo entre las “muchas iniciativas, que los ponen ante diversos frentes: de la catequesis a la liturgia, de la caridad a los compromisos pastorales e incluso administrativos”. Aquí están algunos de esos consejos. Un buen sacerdote…

1-Mira en el corazón de los fieles
Los sacerdotes están llamados a llegar “al corazón”, es decir, “a la interioridad, a las raíces más sólidas de la vida, al núcleo de los afectos, en una palabra, al centro de la persona”. El sacerdote es como “una brújula” que apunta “tenazmente” hacia nosotros, sobre todo hacia “el que está lejano”, con la inquietud de “llegar a todos” y con el cuidado de “no perder a nadie”.

2-Va a buscar a sus ovejas
Dios mismo sale a buscar a su rebaño de ovejas (Ez 34: 11-16). El Evangelio dice “va en busca de la oveja perdida” (Lc 15: 4), sin acobardarse por los riesgos; sin demora se aventura fuera de los lugares de pastoreo y fuera de las horas de trabajo. Y no busca el pago de las horas extra. No deja para más tarde su búsqueda, no piensa “hoy ya he cumplido con mi deber”.

3-No tiene miedo a ser molestado
“¡Ay de los pastores que privatizan su ministerio!”. Un buen sacerdote “no es celoso de su legítima tranquilidad —legítima, digo; ni siquiera de esa—, y nunca pretende que no lo molesten”.

4-Está abierto a las críticas
El pastor que sigue el corazón de Dios “no defiende su propia comodidad, no se preocupa de proteger su buen nombre, aunque sea calumniado como Jesús”. No teme las críticas y estará “dispuesto a arriesgar con tal de imitar a su Señor”.

5-Es todo para todos
El Pastor según Jesús deja su corazón disponible a los asuntos de los demás: “No vive haciendo cuentas de lo que tiene y de las horas de servicio: no es un contable del espíritu, sino un buen Samaritano en busca de quien tiene necesidad. Es un pastor, no un inspector de la grey, y se dedica a la misión no al cincuenta o sesenta por ciento, sino con todo su ser. (…) Y como todo buen cristiano,  y como ejemplo para cada cristiano, siempre está en salida de sí mismo. (…) No es atraído por su yo, sino por el tú de Dios y por el nosotros de los hombres”.

6-Conoce a su rebaño, a cada una de las ovejas
“Cristo ama y conoce a sus ovejas, da la vida por ellas y ninguna le resulta extraña (Jn 10: 11-14). Su rebaño es su familia y su vida. No es un jefe temido por las ovejas, sino el pastor que camina con ellas y las llama por su nombre (Jn 10: 3-4).

7-Guía hacia la santidad
“Con mirada amorosa y corazón de padre, acoge, incluye, y, cuando debe corregir, siempre es para acercar; no desprecia a nadie, sino que está dispuesto a ensuciarse las manos por todos. El Buen Pastor no conoce los guantes”.

8-Es humilde y respetuoso
“Ministro de la comunión, que celebra y vive, no pretende los saludos y felicitaciones de los otros, sino que es el primero en ofrecer mano, desechando cotilleos, juicios y venenos”.

9-Es un artesano de la paz
“Escucha con paciencia los problemas y acompaña los pasos de las personas, prodigando el perdón divino con generosa compasión. No regaña a quien abandona o equivoca el camino, sino que siempre está dispuesto para reinsertar y recomponer los litigios”.

10-Transmite alegría
La alegría de un sacerdote “no es para sí mismo, sino para los demás y con los demás, la verdadera alegría del amor”. Es una alegría fruto de su transformación por la “misericordia que, a su vez, ofrece de manera gratuita”. El sacerdote está “sereno interiormente” y “feliz de ser un canal de misericordia, de acercar al hombre al Corazón de Dios”. La tristeza para él no es algo habitual, sino meramente transitoria. “La dureza le es ajena, porque es pastor según el corazón suave de Dios”.

viernes, 3 de junio de 2016

El corazón del Buen Pastor

 Texto completo de la homilía del papa Francisco durante la misa del viernes 3 de junio en la Plaza de San Pedro, en ocasión del Jubileo de los sacerdotes y seminaristas.  


La celebración del Jubileo de los Sacerdotes en la solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús nos invita a llegar al corazón, es decir, a la interioridad, a las raíces más sólidas de la vida, al núcleo de los afectos, en una palabra, al centro de la persona. Y hoy nos fijamos en dos corazones: el del Buen Pastor y nuestro corazón de pastores.

El corazón del Buen Pastor no es sólo el corazón que tiene misericordia de nosotros, sino la misericordia misma. Ahí resplandece el amor del Padre; ahí me siento seguro de ser acogido y comprendido como soy; ahí, con todas mis limitaciones y mis pecados, saboreo la certeza de ser elegido y amado. Al mirar a ese corazón, renuevo el primer amor: el recuerdo de cuando el Señor tocó mi alma y me llamó a seguirlo, la alegría de haber echado las redes de la vida confiando en su palabra (cf. Lc 5,5).

El corazón del Buen Pastor nos dice que su amor no tiene límites, no se cansa y nunca se da por vencido. En él vemos su continua entrega sin algún confín; en él encontramos la fuente del amor dulce y fiel, que deja libre y nos hace libres; en él volvemos cada vez a descubrir que Jesús nos ama «hasta el extremo» (Jn 13,1), sin imponerse nunca.

El corazón del Buen Pastor está inclinado hacia nosotros, «polarizado» especialmente en el que está lejano; allí apunta tenazmente la aguja de su brújula, allí revela la debilidad de un amor particular, porque desea llegar a todos y no perder a nadie.

Ante el Corazón de Jesús nace la pregunta fundamental de nuestra vida sacerdotal: ¿A dónde se orienta mi corazón? El ministerio está a menudo lleno de muchas iniciativas, que lo ponen ante diversos frentes: de la catequesis a la liturgia, de la caridad a los compromisos pastorales e incluso administrativos. En medio de tantas actividades, permanece la pregunta: ¿En dónde se fija mi corazón, a dónde apunta, cuál es el tesoro que busca? Porque —dice Jesús— «donde estará tu tesoro, allí está tu corazón» (Mt 6,21).

Los tesoros irremplazables del Corazón de Jesús son dos: el Padre y nosotros. Él pasaba sus jornadas entre la oración al Padre y el encuentro con la gente. También el corazón de pastor de Cristo conoce sólo dos direcciones: el Señor y la gente. No la distancia con la gente, el encuentro con la gente.

El corazón del sacerdote es un corazón traspasado por el amor del Señor; por eso no se mira a sí mismo, sino que está dirigido a Dios y a los hermanos. Ya no es un «corazón bailarín», que se deja atraer por las seducciones del momento, o que va de aquí para allá en busca de aceptación y pequeñas satisfacciones, es pecador; es más bien un corazón arraigado en el Señor, cautivado por el Espíritu Santo, abierto y disponible para los hermanos

Para ayudar a nuestro corazón a que tenga el fuego de la caridad de Jesús, el Buen Pastor, podemos ejercitarnos en asumir en nosotros tres formas de actuar que nos sugieren las Lecturas de hoy: buscar, incluir y alegrarse.

Buscar. El profeta Ezequiel nos recuerda que Dios mismo busca a sus ovejas (cf. 34,11.16). Como dice el Evangelio, «va tras la descarriada hasta que la encuentra» (Lc 15,4), sin dejarse atemorizar por los riesgos; se aventura sin titubear más allá de los lugares de pasto y fuera de las horas de trabajo. No aplaza la búsqueda, no piensa: «Hoy ya he cumplido con mi deber, me ocuparé mañana», sino que se pone de inmediato manos a la obra; su corazón está inquieto hasta que encuentra esa oveja perdida. Y, cuando la encuentra, olvida la fatiga y se la carga sobre sus hombros todo contento.

Así es el corazón que busca: es un corazón que no privatiza los tiempos y espacios. ¡Mal del pastor que privatiza su ministerio!

Es un corazón que no es celoso de su legítima tranquilidad, y nunca pretende que no lo molesten. El pastor, según el corazón de Dios, no defiende su propia comodidad, no se preocupa de proteger su buen nombre, sino que, por el contrario, sin temor a las críticas, está dispuesto a arriesgar con tal de imitar a su Señor.

El pastor según Jesús tiene el corazón libre para dejar sus cosas, no vive haciendo cuentas de lo que tiene y de las horas de servicio: no es un contable del espíritu, sino un buen Samaritano en busca de quien tiene necesidad. Es un pastor, no un inspector de la grey, y se dedica a la misión no al cincuenta o sesenta por ciento, sino con todo su ser. Al ir en busca, encuentra, y encuentra porque arriesga; no se queda parado después de las desilusiones ni se rinde ante las dificultades; en efecto, es obstinado en el bien, ungido por la divina obstinación de que nadie se extravíe. Por eso, no sólo tiene la puerta abierta, sino que sale en busca de quien no quiere entrar por ella. Como todo buen cristiano, y como ejemplo para cada cristiano, siempre está en salida de sí mismo. El epicentro de su corazón está fuera de él: no es atraído por su yo, sino por el tú de Dios y por el nosotros de los hombres.

Incluir. Cristo ama y conoce a sus ovejas, da la vida por ellas y ninguna le resulta extraña (cf. Jn 10,11-14). Su rebaño es su familia y su vida. No es un jefe temido por las ovejas, sino el pastor que camina con ellas y las llama por su nombre (cf. Jn 10, 3-4). Y quiere reunir a las ovejas que todavía no están con él (cf. Jn 10,16).

Así es también el sacerdote de Cristo: está ungido para el pueblo, no para elegir sus propios proyectos, sino para estar cerca de las personas concretas que Dios, por medio de la Iglesia, le ha confiado. Ninguno está excluido de su corazón, de su oración y de su sonrisa. Con mirada amorosa y corazón de padre, acoge, incluye, y, cuando debe corregir, siempre es para acercar; no desprecia a nadie, sino que está dispuesto a ensuciarse las manos por todos. El buen pastor no sabe que son los guantes. Ministro de la comunión, que celebra y vive, no pretende los saludos y felicitaciones de los otros, sino que es el primero en ofrecer mano, desechando cotilleos, juicios y venenos. Escucha con paciencia los problemas y acompaña los pasos de las personas, prodigando el perdón divino con generosa compasión. No regaña a quien abandona o equivoca el camino, sino que siempre está dispuesto para reinsertar y recomponer los litigios. Es un hombre que sabe incluir.

Alégrarse. Dios se pone «muy contento» (Lc 15,5): su alegría nace del perdón, de la vida que se restaura, del hijo que vuelve a respirar el aire de casa. La alegría de Jesús, el Buen Pastor, no es una alegría para sí mismo, sino para los demás y con los demás, la verdadera alegría del amor. Esta es también la alegría del sacerdote. Él es transformado por la misericordia que, a su vez, ofrece de manera gratuita. En la oración descubre el consuelo de Dios y experimenta que nada es más fuerte que su amor. Por eso está sereno interiormente, y es feliz de ser un canal de misericordia, de acercar el hombre al corazón de Dios. Para él, la tristeza no es lo normal, sino sólo pasajera; la dureza le es ajena, porque es pastor según el corazón suave de Dios.

Queridos sacerdotes, en la celebración eucarística encontramos cada día nuestra identidad de pastores. Cada vez podemos hacer verdaderamente nuestras las palabras de Jesús: «Esto es mi cuerpo que se entrega por vosotros en sacrificio». Este es el sentido de nuestra vida, son las palabras con las que, en cierto modo, podemos renovar cotidianamente las promesas de nuestra ordenación. Os agradezco vuestro «sí» y por tantos «sí» escondidos cotidianamente que solo el Señor conoce. Os agradezco vuestro «sí» a dar la vida unidos a Jesús: aquí está la fuente pura de nuestra alegría.

domingo, 29 de mayo de 2016

Eucaristía: Una presencia que descansa

Me calmo al recibir su cuerpo


La fiesta del Cuerpo y la Sangre de Cristo tiene que ver con ese Jesús que no quiere que esté solo y quiere quedarse conmigo. Jesús se hace carne para que yo no vuelva a estar solo. Su carne se queda conmigo para siempre y me acompaña en el camino:

“Jesús, en la noche en que iban a entregarlo, tomó un pan y, pronunciando la acción de gracias, lo partió y dijo: – Esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros. Lo mismo hizo con el cáliz, después de cenar, diciendo: – Este cáliz es la nueva alianza sellada con mi sangre”.

Se queda conmigo para siempre, para que no sufra la soledad. Para que no me sienta aislado en mi dolor. Para que crea en todo lo que yo puedo llegar a ser con su presencia, con su abrazo en mi espalda, con sus palabras de ánimo.Su presencia cada día en mi carne me sostiene. Esa presencia que puedo ver y tocar me ayuda a caminar más confiado. Él está conmigo para siempre, todos los días de mi vida, hasta el final. Se ha quedado para siempre a mi lado.

Dice el papa Francisco en la exhortación Amoris Laetitia: “La Eucaristía no es un premio para los perfectos sino un generoso remedio y un alimento para los débiles”.

Su presencia es un remedio en mi debilidad. Un alimento constante para mi hambre. Un amparo en medio de mi pobreza. Es un hogar en medio de mis miedos. Me enriquece. Me levanta.

Cuando recibo a Jesús mi vida se hace más fuerte y más plena. No es un premio por mi buen comportamiento. No es algo merecido, es un don. No es una palmadita en la espalda por haber sido tan bueno. Es un remedio. Es un apoyo en medio del camino.

No tengo que ser inmaculado para merecer su compañía. Él viene a mí me lo merezca o no. Viene a mi vida tantas veces empecatada. Viene para quedarse y darme su descanso en medio de mi cansancio.

Decía el papa Francisco: “Y, cuando uno se queda solo, se da cuenta de que grandes sectores de la vida quedaron impregnados por esta mundanidad y hasta nos da la impresión de que ningún baño la puede limpiar. Sólo el amor descansa. Lo que no se ama cansa mal y, a la larga, cansa peor”.
El amor verdadero no nos cansa. Lo que no amo me cansa. La compañía de Jesús a mi lado me descansa. Su ausencia me cansa. Mi cansancio a veces no es sano. Es un cansancio provocado por haber estado desparramado por el mundo, sin un centro en el que encontrar paz y sosiego. Ese cansancio me envenena y me quita la paz del alma.

¿Estoy cansado de verdad? ¿Cómo es mi cansancio? A veces no es el cansancio bueno, fruto de haberlo dado todo en la entrega.

Así lo describe el papa Francisco: “Está el que podemos llamar el cansancio de la gente, el cansancio de las multitudes: para el Señor, como para nosotros, era agotador, pero es cansancio del bueno, cansancio lleno de frutos y de alegría. La gente que lo seguía, las familias que le traían sus niños para que los bendijera, los que habían sido curados, que venían con sus amigos, los jóvenes que se entusiasmaban con el Rabí”.El cansancio bueno lo ofrecemos. Todos podemos estar cansados al final del día cuando nos hemos dado por entero por amor. El cansancio malo nos envenena, nos quita la paz, nos hace sentirnos culpables. ¿Cómo es mi cansancio?
Una vida que no ama me cansa y me llena de pobreza. Me llena de soledad. Me deja vacío. Me sorprende, me conmueve siempre de nuevo, ver el mal a mi alrededor. El mal que cansa. El mal que agota. El mal que envenena.

En corazones llenos de rabia, de ira, de odio. En corazones que han perdido el sentido de la vida. Desesperados arañan luz a las sombras. Pero no logran encontrar paz en el camino. Viven en medio de la noche.

El mal agota el alma. Un corazón emponzoñado no puede vivir con paz. Un corazón que no perdona no puede tener paz. Se cansa de no amar. Se cansa de odiar. Se cansa de buscar el mal, de querer el mal de los otros. Se desangra en la crítica, en el juicio, en la condena. Se desgasta en la queja y en las agresiones. No hay paz. Un corazón así no tiene paz.

Jesús viene para quedarse y darme su paz. Viene para llenarme de su presencia. ¿Una comunión puede cambiar mi forma de mirar y de amar? Una comunión sola no basta. Recibir a Jesús una sola vez no es suficiente. Es necesario hacerlo con frecuencia.

Una y otra vez compartir el pan, compartir el vino, su Cuerpo y su Sangre. Ofrecer mi vida. Recibir la suya. Dejar lentamente que su amor vaya siendo mi amor. Su mirada la mía.Para vencer el cansancio malo que se me pega al alma. Para no dejarme llevar por ese mal que veo a mi alrededor y me hace tanto daño. Para que no sea yo instrumento de ese mal, de ese odio, de esa ira.
Jesús se queda conmigo para cambiar mi mirada y mi amor, para hacerme distinto. No sólo se queda a mi lado. Se queda en mí, en mi carne, en mi alma. Su cuerpo en mi cuerpo. Su sangre en mi sangre. Me hago más como Él.

Y Él se queda para hacerlo todo nuevo en mi vida. Para cambiar mi forma de ser, de estar. Cambia el cansancio en paz. La huida en encuentro. La ira en abrazo. Me calmo al tocar su cuerpo. Me quedo quieto al notar su presencia.
Quisiera tener la fuerza para abrirme a Él cada día. Dejar de buscar caminos propios lejos de Él. Comenzar a besar la vida tal como Dios me la regala. Sembrar amor allí donde hay odio. Sembrar paz en medio de la guerra.El amor verdadero no cansa nunca, siempre me descansa. El amor verdadero me da una paz verdadera que antes no conocía. Es remedio para el camino. Alimento para mi hambre.

Esta fiesta de hoy me habla de esa generosidad que llega al extremo. Jesús se ha partido para llegar a todos los corazones. Y me pide que yo me parta como Él se parte por mí.

Decía el padre José Kentenich: “Cada día participo en la misa y me dejo clavar con el Señor en la cruz. Cada día pendo decididamente de mi propia cruz, o bien, cada día doy al Señor la oportunidad de llevar su cruz, con mi originalidad, hasta la próxima eucaristía”[1].

Me cuesta esa generosidad que me hace partirme por amor. Partirme por entero. Esa generosidad que me descentra y me lleva a amar más, a amar partido, roto, vacío. Y me invita a ponerme en camino hoy, no mañana.

[1] J. Kentenich, Vivir la misa todo el día, 55

sábado, 28 de mayo de 2016

5 Razones para quedarse hasta el final de la misa


Esperamos que nuestro pastor y amigos no se den cuenta que nos vamos temprano pero Alguien sí


La mayoría de nosotros lo ha hecho al menos un par de veces.

Vamos directos a la puerta con la cabeza gacha nada más recibir la comunión porque tenemos algo importante que hacer.
Confiamos en que el pastor y nuestros amigos no se den cuenta. Tal vez ellos no lo noten. Pero hay Alguien que sí.

Como  he viajado bastante de aquí para allá, e sorprende lo radicalmente diferentes que pueden ser unas parroquias de otras según la zona o  país. Soy del norte de España y rara vez veras a alguien salir de misa antes tiempo.  Viví en Francia durante unos cuantos años,en la parroquia a la que asistía, la gente llegaba tarde y a veces se iba pronto. Ahora vivo en el noroeste de España me sorprende que tanta gente deje la misa antes de que termine. Es un fenómeno interesante. Un incidente aislado no es algo que me preocupe, pero si la mitad de los feligreses se han fugado al aparcamiento antes de que termine el canto final, mi corazón se entristece un poco.

A veces me gustaría correr detrás de estas personas que veo salir apresuradamente de la iglesia justo después de recibir la comunión para decirles “¡Tenéis a Jesús dentro de vosotros! ¡Tomaos aunque sea un minuto para hablar con él, para darle gracias, para amarle!”.

¿Necesitas más motivación para quedarte un poco más hasta haber completado la misa? ¿Sabes de alguien que no le vendría mal algún acicate?

Aquí tienes algunas razones por las que yo me quedo hasta el final de la misa (además del hecho de que soy monja y sería un poco escandaloso si saliera corriendo tras la comunión de cada domingo):



1- La comunión es conversación:
Cuando recibimos la comunión, recibimos al mismísimo Jesús. Si comemos y salimos corriendo es como ir a visitar a un amigo y precisamente en el momento en que ya puede sentarse y dedicarnos tiempo plenamente, nos levantamos de repente y salimos corriendo por la puerta mientras gritamos, “Ha sido fantástico pasar un rato contigo, ¡hasta la semana que viene!”. En la comunión hay que conversar con nuestro Señor y Salvador. Y para poder conversar de verdad tenemos que saborear ese momento especial con Él y aprovechar ese breve momento de intimidad con nuestro Señor.


2- No está bien ser irrespetuoso:
En el Santuario, tenemos una hora de adoración y meditación sobre el Evangelio. Algunas veces llego tarde y entro rápidamente mirando hacia abajo, avergonzado de que todos puedan ver que me he quedado dormido. Hace poco me di cuenta de que mi motivación para llegar a tiempo no debería ser evitar la vergüenza, sino el hecho de que voy a ver a Jesús. ¿Por qué nos preocupamos tanto de las reacciones de los demás y tan poco de la reacción de Jesús? Pensamos, Tengo que darme prisa porque me queda mucho que hacer, que si esto, que si lo otro, ¡no puede esperar! ¿Por qué nos resulta tan fácil irnos tan rápido, incluso llegando tarde a veces, cuando es el Creador del Universo el que nos espera para reunirse con nosotros?


3- Ir a misa no es hacer un recado:
A menudo, cuando veo a personas salir corriendo de misa, me da la sensación de que están tachando de la lista uno de los recados de ese día y que estaban deseando pasar a lo siguiente. La vida cristiana no es una lista de tareas. Es una invitación a tener una relación con Dios. Si vamos a misa por un sentido de responsabilidad, es cierto que estaremos evitando el pecado mortal, pero contentarnos con evitar el pecado mortal no es precisamente el objetivo de la llamada de nuestra vida espiritual. Estamos llamados a relacionarnos, a santificarnos, a transformarnos.


4- La bendición final es importante:
 El Día del Perdón, Zacarías, padre de Juan Bautista, tuvo el honor de entrar en el Sancta Sanctorum el día que el ángel le dijo que su esposa y él tendrían un hijo. El pueblo esperaba con entusiasmo a que él les diera su bendición tras hacer la ofrenda de incienso. Cuando Zacarías regresó mudo porque no pudo creer el mensaje del ángel, la falta de una bendición amplificó la deshonra y la tragedia de haber perdido su voz. Estoy seguro de que los allí presentes volvieron a casa muy decepcionados. Las bendiciones son un tesoro. Cuando un sacerdote, que por su ordenación está configurado con Cristo, da su bendición final, estamos siendo bendecidos por Dios mismo. Si Jesús estuviera preparándose para darnos su bendición antes de que nos fuéramos de misa para volver al mundo, ¿no le esperarías?


5- Recibes MÁS gracia:
 Según el Catecismo, “los frutos de los sacramentos dependen también de las disposiciones del que los recibe” (CIC 1128). El poder de los sacramentos está en ellos y también se deriva de ellos, pero la cantidad de poder que cala en nuestras almas y se desarrolla en nuestras vidas depende de nuestra disposición. Si salimos con prisas de la iglesia tras la comunión, no es muy probable que nuestra disposición sea la de un conocimiento reverencial del asombroso hecho de estar consumiendo el cuerpo, la sangre, el alma y la divinidad de Dios mismo. No es poca cosa. Así que merece una actitud y una disposición de gran respeto, aunque fuera sólo porque a todos nos hace falta toda la gracia que podamos recibir.


¿Se te ocurren más motivos? Pues me encantaría escucharlos.

¡Escríbelos en los comentarios!

sábado, 21 de mayo de 2016

Pinceladas sobre el sacerdocio