La forma más elevada de la alabanza es la obediencia
Paul Williams-Yann Caradec-Carlos Smith-Peter Dahlgren-cc |
Comencemos por decir que la adoración está reservada sólo a Dios. Sólo Él es digno y no cualquiera de sus siervos (Ap 19, 10). No debemos adorar a los santos, ángeles, criaturas, etc.
La palabra adorar proviene del término adoris del latín formado por el prefijo ad (hacia) más el verbo orare (hablar). Adorar es pues, en su etimología, hablar hacia Dios o a Dios.
Adorar, según un diccionario, significa rendir culto a alguien o a algo que se considera como divinidad o que está relacionado con ella; según otro diccionario adorar es reverenciar y honrar a Dios con un culto religioso. Por tanto adorar es un acto de culto espiritual a Dios. Para adentrarnos más en lo que es adorar, contemplemos el episodio bíblico en que Jesús dialoga con una samaritana. Ella en cierto punto le pregunta a Jesús sobre los lugares de adoración a Dios: si en Jerusalén según los judíos o en el Monte Garizim según los samaritanos.
Jesús le dice: “Pero llega la hora (ya estamos en ella) en que los adoradores verdaderos adorarán al Padre en Espíritu y en verdad, porque así quiere el Padre que sean los que le adoren” (Jn 4, 23-24).
Se ve que la inquietud de la samaritana por saber adorar correctamente a Dios es sincera, aunque ella estaba más preocupada por un lugar que por su relación personal con Él. Aunque la samaritana tenía la inquietud de saber si el lugar donde adoraba era el correcto, ella es consciente de que sus prácticas de adoración no habían tenido ningún efecto en su vida espiritual, pues seguía practicando una vida inmoral.
Y Jesús conociendo su sinceridad le dice cómo y dónde adorar a Dios Padre: en el Espíritu y en la Verdad.
Adorar al Padre es, de consecuencia, adorar a Dios Trinidad. “Y así, al confesaros Dios verdadero y eterno, hemos de adorar al mismo tiempo vuestra esencia, única, las personas, distintas, y su idéntica majestad” (Prefacio de la Santísima Trinidad). Adoramos a Dios Padre en el hijo por el Espíritu Santo; o, lo que es lo mismo, por el Espíritu Santo (en el Espíritu) y en Jesús (en la Verdad); por esto Jesús dice: “Llega la hora (ya estamos en ella)”.
El Espíritu Santo, la promesa de Cristo para con sus discípulos (Jn 14, 26), debe morar en el verdadero adorador para guiarlo por el camino correcto y adorar a Dios Trinidad de manera genuina en Jesucristo (la verdad); pues el Espíritu de la verdad (Jn 16,13) es enviado por Jesús (Jn 16, 7). Jesús por tanto nos ha dicho a quién y cómo adorar. Adorar a Dios equivale a rendirle un culto espiritual.
Nos lo dice san Pablo: “Os exhorto, pues, hermanos, por la misericordia de Dios, a que ofrezcáis vuestros cuerpos como una víctima viva, santa, agradable a Dios: tal SERÁ VUESTRO CULTO ESPIRITUAL. Y no os acomodéis al mundo presente, antes bien transformaos mediante la renovación de vuestra mente, de forma que podáis distinguir lo que es la voluntad de Dios: lo bueno, lo agradable, lo perfecto” (Rm 12, 1-2).
De aquí se desprenden los siguientes elementos:
1. MOTIVACIÓN. ¿Qué motivación tenemos para adorar a Dios? Su misericordia nos mueve a adorarlo. Es saber que Dios nos ha creado; y, si nos ha creado, lo ha hecho por amor; Él es nuestro Dueño. Adorar a Dios es darnos cuenta que dependemos totalmente de Él.
Tener conciencia de la misericordia divina y tratar de comprenderla nos motiva a la alabanza y/o a la acción de gracias, en otras palabras, a la adoración.
2. FORMA. Como Dios nos ama, nosotros le queremos amar, le queremos adorar. ¿Pero en qué forma? Ofreciéndole nuestros cuerpos “como una víctima viva, santa, agradable a Dios”.
El ofrecimiento de nuestros cuerpos o de todo nuestro ser a Dios, significa darle a Dios todo de nosotros mismos; en definitiva, cederle a Dios el control de nuestra vida.
Para Jesús, el dar la vida es signo de amor (Jn 15, 13). Ofrecernos, darnos o entregarnos a Dios con todo nuestro corazón, con toda nuestra alma, y con toda nuestra mente (Mt 22, 37) es hacer un sacrificio vivo, santo y agradable a Él. Este es nuestro culto espiritual.
3. CONDICIÓN. Para que nuestro culto espiritual a Dios sea auténtico, verdadero, y agradable a Él, debemos hacerlo con una mente renovada; y esto se logra a través de un proceso constante de conversión.
La conversión, que es expresión de fe y que nace de la humildad, nos motiva a inclinarnos, arrodillarnos, postrarnos ante Dios (que no es sólo una postura corporal), y hacerlo tanto ante su presencia eucarística como fuera de ella.
Eso significa sentirnos infinitamente inferiores a Dios, que dependemos de Él, que Él es nuestro Creador y Señor. Significa rendirnos ante Dios, reconocernos dependientes de Él en todo.
Adoramos a Dios en la medida en que vamos renovando nuestra mente a la luz de la verdad, de la verdad de Cristo. El esfuerzo por tener y mantener nuestra mente renovada, purificada, limpia, incluso integrando las emociones, nos permitirá adorar a Dios sin ataduras.
4. CONTEXTO. La mente renovada se traducirá concretando la voluntad de Dios, haciendo “lo bueno, lo agradable, lo perfecto”. “Y todo lo que puedan decir o hacer, háganlo en el nombre del Señor Jesús, dando gracias a Dios Padre por medio de él (Col 3, 17)”.
Es lo que también nos dice Jesús: “Adorarás al Señor tu Dios y a Él sólo servirás” (Mt. 4, 10). ¿Cuándo? Siempre: en todo momento y lugar. Y sabemos que Dios lo que desea para nosotros es nuestro mayor bien; por tanto, su voluntad será siempre lo mejor para nosotros.
La verdadera adoración se siente por dentro, y se expresa a través de nuestras acciones momento tras momento.
La adoración a Dios es reconocerle toda su omnipotencia y gloria en todo lo que hacemos. La adoración es para glorificar y exaltar a Dios y mantenerle nuestra lealtad.
La forma más elevada de la alabanza y de la adoración es la obediencia constante a Él y a su Palabra
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