Dios puede hacer milagros con mi pan si yo no lo guardo egoístamente
¡Es tan fácil ser egoísta con la propia vida! El corazón busca el descanso, busca protegerse en medio del cansancio. Busca el reposo en medio de la tormenta. Busca el silencio después de muchas palabras.
Jesús se conmueve al ver el hambre que tengo. Conoce mi sed y mi cansancio. Sabe lo que tengo y lo que me falta. Le conmueven mi soledad y mi cansancio. Le conmueve ver tanto dolor, tanta pena en el mundo que ha creado con tanto amor. Ha visto el sufrimiento del hombre y sufre por él. Sabe cuánto sufrimiento hay en el alma. Sufre conmigo.
Decía Tim Guenard: “Si compartes tus penas con Jesús, ya no te pertenecen más. Hay gente que acude al sacramento del perdón, pero sigue hablando de sus sufrimientos. Es porque no se los han entregado a Dios. Pero si se los das, Él los acepta y te cura”.
Me gusta pensar que le puedo entregar mi dolor a Jesús. A Él le importa todo lo mío. Le importan mis alegrías y mis penas. Por eso le puedo entregar el dolor de los que sufren. Mi propio dolor y el de muchos.
Tantas veces me toca ofrecerlo en la eucaristía. Dejo allí, sobre el altar, esos dolores que yo no puedo cargar solo. Esos dolores que pesan más que mi alma. Esos dolores que me hacen llorar en lo más hondo del corazón.
A veces pienso al ver a otros: ¿Cómo se puede sufrir tanto y seguir sonriendo y creyendo? Es posible, porque yo lo veo. Es posible hacerlo con una fe inmensa. Necesito entregárselos a Dios. Necesito soltarlos para que Jesús los transforme.
En los muros del Santuario, decía el Padre José Kentenich, se rompen nuestros dolores. Allí, en esas paredes que lo escuchan todo, lo guardan todo.
María, a quien una espada atravesó el corazón, aguarda mi llegada. María, que abrazó entre lágrimas el cuerpo muerto de su hijo, me espera con las manos vacías dispuestas a recoger mis dolores, mi vida cansada.
Es verdad que el dolor permanece después de haberlo entregado todo: “Comprendí que la oración no elimina el dolor físico ni la angustia psíquica. Pero sí proporciona cierta fortaleza moral para sobrellevarlos con paciencia. Sin duda, fue la oración la que me ayudó en cualquier momento de dificultad”[1].
[1] Walter Ciszek, Caminando por valles oscuros
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