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viernes, 8 de agosto de 2014

LA VIRTUD DE LA ESPERANZA


 
 
Enseñanzas bíblicas sobre la esperanza.
Esperanza y condición viadora del hombre.
Pecados contra la esperanza.

La virtud teologal de la esperanza se define como "hábito sobrenatural infundido por Dios en la voluntad, por el cual confiamos con plena certeza alcanzar la vida eterna y los medios necesarios para llegar a ella, apoyados en el auxilio omnipotente de Dios". Su objeto formal quod es la posesión eterna de la Bondad divina; su objeto formal quo: la ayuda omnipotente y misericordiosa de Dios.
De la definición se deducen las propiedades de esta virtud:
a) es sobrenatural, por ser infundida en el alma por Dios (cfr. Rom 15,v.13; 1v.Cor v.13,v.13), y porque su objeto es Dios que trasciende cualquier exigencia o fuerza natural. El Conc. de Trento afirma que en la justificación viene infundida la esperanza, junto con la fe y la caridad (Dz-Sch 1530);
b) se ordena primariamente a Dios, bien supremo, y secundariamente a otros bienes necesarios o convenientes para llegar a El (cfr. Mt 6,v.33);
c) es una disposición activa y eficaz, que lleva a poner los medios para alcanzar el fin; no es mera pasividad;
d) es actitud firme, inquebrantable, porque se funda en la promesa divina de salvación (cfr. Rom 8,v.35; Philp 4,v.13); ni siquiera la pérdida de la gracia santificante puede quitar la esperanza (S.Th. II-II, q. 18, a. 4, ad 2). 
La esperanza, que lleva a desear a Dios como suprema bondad, deriva de la fe (S.Th. II-II, q. 17, a. 17), y por esta razón, la fe se llama madre de la esperanza. La fe muestra a Dios como fin supremo del hombre, su felicidad, por lo que nace en el corazón humano un fuerte deseo de poseerlo (Heb 11,v.1). Sin la fe, la esperanza no se concibe (cfr. Conc. Vaticano II, Lumen gentium, 41). En el desarrollo de la vida sobrenatural, la esperanza sigue a la fe y precede a la caridad; la esperanza puede existir sin caridad (Dz-Sch 2457). La virtud de la esperanza, siendo teologal e infusa, está íntimamente unida a la gracia, con que el amor divino nos envuelve, y a dones particulares del Espíritu Santo como el don de temor de Dios (Is 66,v.24).
A. Enseñanzas bíblicas sobre la esperanza
En la Biblia la distinción entre fe y esperanza no es siempre clara; la mayor parte de las veces se habla de ambas a la vez. El futuro ocupa un puesto fundamental en la historia del pueblo de Israel, que espera la plenitud de los tiempos, la era mesiánica. La fe en las promesas de Dios sostiene la esperanza del pueblo elegido (cfr. Heb 11) y lo empuja a observar todas las exigencias morales que esta esperanza lleva consigo. Israel confía en Dios del cual depende únicamente su futuro, soporta con paciencia las pruebas del tiempo presente y permanece fiel a las promesas divinas que patriarcas y profetas transmiten y renuevan de generación en generación. Fe, confianza, fidelidad, paciencia, esperanza y amor son los varios aspectos del comportamiento espiritual del pueblo de Dios ante las promesas mesiánicas, que tocan no sólo a la comunidad de Israel, sino también a cada israelita.
La originalidad de la esperanza bíblica está en el hecho de no ser simple espera de un acontecimiento futuro de cualquier clase; la palabra griega elpízein, de la versión de los Setenta, indica un concepto positivo, no neutro: espera confiada y perseverante de un bien, la Salvación. El israelita vive en todo momento -y no sólo en la necesidad (Ier 17,v.7)-, esperando en Dios, en las manos del cual está su futuro: El es la única certidumbre, todo pasa, El sólo permanece. Falsa esperanza es la de quien confía en las riquezas (Iob 31,v.24), en los hombres (Ier 17,v.5), en el poder (Is 31,v.1; 36,v.6) o en los mismos objetos sacros (Ier 1,v.4; 48,v.13). Otro aspecto peculiar de la esperanza de Israel, que se conserva también en la virtud cristiana de la esperanza, deriva del sentido religioso que el tiempo posee en la Biblia; para el israelita con la muerte cesa la esperanza (Iob 17,v.15; Is 38,v.18; Ez 37,v.11): la fe y la esperanza pasan, dice San Pablo (1v.Cor 13,v.13; cfr. Dz-Sch 1000) aunque las almas del purgatorio ejercitan todavía la virtud de la esperanza (cfr. S.Th. II-II, q. 18, a. 3).
Con la venida de Jesús, la esperanza mesiánica de Israel se realiza: la plenitud de los tiempos se ha cumplido, la vida eterna ha comenzado. La primera comunidad cristiana es consciente de que la salvación ha llegado, aunque aún no se ha actuado totalmente. El Conc. Vaticano II ha desarrollado en varios documentos este carácter escatológico de la vocación cristiana tan presente en la Sagrada Escritura (cfr. Lumen gentium, 48; Gaudium et spes, 39); el acceso a las promesas de Dios exige el ejercicio de la virtud teologal de la esperanza en medio de las pruebas y tribulaciones del mundo (Apc 21,v.1-5; 21,v.22-26).
Así, pues, la fe y la esperanza están unidas entre sí a través de la común actividad de la inteligencia y de la voluntad: las dos se apoyan en la Palabra de Dios, las dos tienden al bien particular del hombre, las dos se viven en el tiempo; pero se distinguen esencialmente:
a) por su actividad: la fe es formalmente acto del entendimiento, la esperanza lo es de la voluntad;
b) por su objeto: la fe se fija en Dios en cuanto Verdad, la esperanza en Dios en cuanto Bondad no poseída (cfr. S.Th. II-II, q. 17, a. 6);
c) por la certeza del acto, que aunque en las dos es absoluta (en cuanto entrega incondicionada a la Verdad y Fidelidad divinas), sin embargo, en la esperanza no se tiene "infalibilidad" de conseguir la salvación. Precisamente el error de Lutero fue ver, en esa certeza infalible de la salvación personal, la esencia de la fe justificante, identificando ambas virtudes. Por eso Trento definió que "acerca del don de la perseverancia... nadie se prometa nada cierto con absoluta certeza, aunque todos deben colocar y poner en el auxilio de Dios la más firme esperanza" (Dz-Sch 1541). Por lo demás ésa es la enseñanza de la Sagrada Escritura que afirma la voluntad salvífica universal de Dios, pero pone condiciones morales para la eficacia de la redención y habla también de la posibilidad del pecado y de la condenación (cfr. Philp 2,v.12; 1v.Cor 4,v.4; 10,v.12; etc.).
B. Esperanza y condición viadora del hombre
La moral católica hace hincapié sobre el hecho que toda la vida cristiana está bajo el signo de la esperanza. La experiencia de Israel se vive en la Iglesia, pueblo elegido, Israel espiritual, que lleno de gratitud a Dios por la riqueza de gracias ya obtenidas, confía y espera en la posibilidad de perseverar y cumplir el propio destino sobrenatural (cfr. Rom 8,v.37). La esperanza es necesaria para perseverar en la vocación cristiana, ser justificados y obtener la salvación: "Porque la fe, si no se le añade la esperanza y la caridad, ni une perfectamente con Cristo, ni hace miembro vivo de su cuerpo" (Dz-Sch 1530). La fe muestra al hombre la meta y el camino de la vida sobrenatural; la esperanza orienta la voluntad humana hacia Dios en cuanto fin último, le hace tender seriamente a la salvación mostrada por la fe, y le hace apoyarse con confianza en el único medio para alcanzarla: la gracia auxiliadora. Por tanto, la esperanza, al estar conectada con el fin último, es necesaria para la salvación. Es exigida sobre todo a la hora de la tentación, para vencer la cual es necesaria la confianza en que la ayuda de Dios no faltará.
La necesidad de la esperanza, aunque con un significado totalmente diverso del cristiano, es exaltada socialmente por algunos escritores y filósofos marxistas. Sin embargo, el objeto, fundamento y camino de la esperanza marxista y de la cristiana son diametralmente opuestos. La esperanza, virtud teologal de los cristianos, tiende a la felicidad eterna en la otra vida; la marxista, a una beatitud intramundana y sólo histórica. La solidaridad marxista se constituye en torno al odio que genera el sufrimiento debido a las injustas condiciones sociales; la solidaridad que crea la esperanza cristiana se funda en el sacrificio amoroso de Cristo. Sin embargo, la esperanza cristiana no justifica la pasividad y la inercia ante las miserias humanas (Lumen gentium, 31 y 35), sino que más bien sostiene los legítimos esfuerzos de todos los hombres y empuja a la realización de sus nobles aspiraciones (cfr. 1v.Tim 6,v.17; 1v.Pet 5,v.9).
C. Pecados contra la esperanza
La presunción es confianza no acompañada de santo temor de Dios. La esperanza del pecador que no se arrepiente de su pecado sino que persevera en él degenera en arrogante presunción (perversa securitas). La moral católica considera la soberbia causa fundamental de la presunción, pecado propio de personas temerarias, que viven habitualmente en estado de falsa seguridad material y espiritual. El presuntuoso funda su seguridad y su esperanza no en la omnipotencia de Dios misericordioso, sino en sus propias fuerzas. Las herejías de Pelagio y de Lutero difunden sentimientos de presunción, haciendo creer que la gracia de Dios se consigue fácilmente, sin necesidad de esfuerzos alcanzar la salvación sin la ayuda de la gracia, confiando únicamente en las propias fuerzas (pelagianismo).
La desesperación se define como apartamiento voluntario de la felicidad eterna, porque se juzga imposible de alcanzar. Tiene, pues, dos elementos: uno intelectual, que consiste en el juicio sobre la imposibilidad de alcanzar la felicidad eterna, y otro volitivo, el más esencial, que es la fuga de voluntad de aquella meta: "la desesperación no comporta sólo privación de esperanza, sino también una repulsa (recessum) de la cosa deseada, porque se estima imposible de alcanzar" (S.Th. I-II, q. 40, a. 4, ad 3).
El desesperado niega la eficacia de la Redención en su vida; se rinde delante de las dificultades, no confía en las promesas divinas de salvación y renuncia a la ayuda de Dios para conseguirla.
La desesperación es el pecado del hombre solo, espiritualmente aislado, que rechaza cualquier ayuda y se deja llevar por tendencias destructoras. Algunos moralistas identifican la desesperación con el pecado contra el Espíritu Santo, dado que la esperanza es indispensable para obtener la remisión de los pecados. El apóstol Judas fue víctima de él.
Causas de la desesperación son, entre otras, la falta de fe, los pecados frecuentes que aumentan la potencia del mal en la voluntad, la soberbia, la no aceptación de las dificultades que la vida lleva consigo, etc. Santo Tomás las resume en la lujuria, que elimina la condición de bien del objeto de la esperanza, y la pereza, que exagera la dificultad de la adquisición de ese bien (S.Th. II-II, q. 20, a. 4).
Finalmente, conviene señalar la distinción que existe entre la desesperación y el desánimo (desesperación privativa), que procede de las dificultades no superadas, de la misma debilidad humana (enfermedades, etc.) o del carácter pusilánime; en estos casos no se duda de la Omnipotencia y de la Bondad divinas, sino que suele haber un cansancio físico o psíquico que produce el desaliento, que poco o nada tiene que ver con el pecado de desesperación, sobre todo si se ponen los medios ascéticos convenientes: humildad, descanso, etc.

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