37.1) La santidad como expresión de la vida espiritual cristiana
37.2) La llamada universal a la santidad
37.3) El camino hacia la santidad: oración, lucha ascética y fidelidad a la vocación divina.
37.1 La Santidad Como Expresión De La Vida Espiritual Cristiana
Como ha solemnemente señalado el último Concilio, el Señor Jesús, divino Maestro y Modelo de toda perfección, predicó la santidad de vida, de la que El es autor y consumador, a todos y cada uno de sus discípulos, de cualquier condición que fuesen: Sed, pues, vosotros perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto (Mt 5, 48). Envió a todos el Espíritu Santo, que los moviera interiormente para que amen a Dios con todo el corazón, con toda el alma, con toda la mente y con todas las fuerzas (Mc 12, 30) y para que se amen unos a otros como Cristo los amó (Ioh 13, 34; 15, 12). Los seguidores de Cristo, llamados por Dios y justificados en el Señor Jesús, no por sus propias obras, sino por designio y gracia de El, en el bautismo de la fe han sido hechos verdaderamente hijos de Dios y partícipes de la divina naturaleza, y por lo mismo realmente santos; conviene, por consiguiente, que esa santidad que recibieron sepan conservarla y perfeccionarla en su vida con la ayuda de Dios. Les amonesta el Apóstol a que vivan como conviene a los santos (Eph 5, 3) y que, como elegidos de Dios, santos y amados, se revistan de entrañas de misericordia, benignidad, humildad, modestia, paciencia.
En definitiva podemos afirmar, que la santidad no está vinculada a especiales condiciones de vida ni a particulares experiencias místicas. Lo único que presupone es una profunda conversión interior que lleve a juzgar desde Dios la propia existencia y a vivirla en consecuencia. Y eso puede acontecer en cualquier vida, ya que "el Señor nos busca en cada instante" y "todos los caminos de la tierra pueden ser ocasión de un encuentro con Cristo". De esta manera, la santidad es expresión de la vida espiritual cristiana.
37.2 La Llamada Universal a La Santidad
El Catecismo de la Iglesia Católica 2013, recogiendo las mismas palabras de Lumen Gentium 40, afirma: "Todos los fieles de cualquier estado o condición, están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad". Todos son llamados a la santidad: "Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto" (Mt 5, 48).
Nada ni nadie es ajeno al designio sobrenatural de Dios. En efecto, todos los hombres que, al ser creados, han recibido de Dios juntamente con el ser la llamada única en el mundo visible a relacionarse personalmente con El, están además llamados, por medio de Cristo, a una nueva vida de amistad y trato con Dios.
Esta segunda llamada, la vocación cristiana, fruto también de otra iniciativa divina como la primera llamada creadora o vocación humana, se asienta sobre ésta en perfecta y maravillosa armonía. Por eso, el cristiano, el hombre que ha recibido esta segunda llamada, es enteramente igual a los demás. Al recibir y seguir su vocación no pasa a ser una nueva persona, sigue siendo el mismo, pero elevado a un fin y llamado a una vocación esencialmente más alta y superior, sobrenatural la santidad.
Vocación que por ser sobrenatural es absolutamente gratuita: no sólo en el sentido de que el hombre por sí solo no puede alcanzar las cimas a que le invita la vocación cristiana, sino también porque, aún después de haberla seguido con fidelidad, mediante el auxilio de la gracia, la perseverancia final sigue siendo un don totalmente gratuito.
Así podemos decir con San Pablo: "No vivo yo, es Cristo que vive en mí" (Gal 2, 20). Esta plena identificación con Cristo en que se resume la santidad exige por parte de todos una respuesta decidida y sin condiciones de tiempo, lugar o espacio; pero no se vive por todos de idéntica manera, se puede realizar válidamente de múltiples modos. La riqueza del Modelo, Jesucristo, hace posible esa variedad de imitaciones y maneras de seguirlo. El Concilio Vaticano II, partiendo de la unidad de santidad cristiana, afirma solemnemente la pluralidad de caminos: "Por tanto, todos los cristianos, en las condiciones, ocupaciones o circunstancias de su vida, y a través de todo eso, se santificarán más cada día si lo aceptan todo con fe de la mano del Padre celestial y colaboran con la voluntad divina, haciendo manifiesta a todos, incluso en su dedicación a las tareas temporales, la caridad con que Dios amó al mundo" (LG, 41).
La perfección de cada uno está determinada por lo que Dios quiere y por la respuesta personal. En el nivel del orden de la existencia cada uno debe buscar la santidad en el camino en el que Dios lo llama. Esta llamada especifica no es un nuevo añadido a lo que se tiene, es simplemente decirle a uno como utilizar eso que ya se tiene. Porque todo cristiano está llamado a la vida en Cristo, a la santidad.
37.3 El Camino Hacia La Santidad: Oración, Lucha Ascética Y Fidelidad a La Vocación Divina
Situándonos en la respuesta del hombre al designio divino, la vida espiritual se nos presenta como un desarrollo, un ir creciendo en la santidad. El punto de partida es la naturaleza en pecado, y el punto de llegada la gracia, la santidad.
A. Oración.
La palabra oración, viene del latín os oris: boca, algo que sale de la boca, algo pronunciado. En el lenguaje latino clásico: frase o discurso pronunciado. En el lenguaje cristiano se toma para significar el trato con Dios. En las definiciones clásicas se ven algunas particularidades:
San Gregorio de Niza: "conversación o coloquio con Dios"
Santa Teresa de Jesús: "tratar de amistad con quien sabemos nos ama"
San Agustín: "elevación afectuosa de la mente hacia Dios"
San Gregorio y Santa Teresa destacan el elemento existencial del diálogo. San Agustín destaca la actitud espiritual de quien reza, sabe que Dios es cercano pero no patente.
El hombre debe admitir hasta la raíz su condición de criatura, la propia indigencia, y así abrirse a Dios. Al dirigirse a su Creador el hombre no sólo siente la necesidad sino el absoluto imperativo de una grande, intensa y creciente oración.
En la tradición viva de la oración, cada Iglesia propone a sus fieles, según el contexto histórico, social y cultural, el lenguaje de su oración: palabras, melodías, gestos, iconografía. Corresponde al magisterio (cfr DV 10) discernir la fidelidad de estos caminos de oración a la tradición de la fe apostólica y compete a los pastores explicar el sentido de ello, con relación siempre a Jesucristo (CI»C, 2663).
La oración judía consiste en recordar lo que Dios ha hecho con su pueblo con amor. Este recuerdo se convierte en acción de gracias, lamentación etc. a la vez que piden se prolongue al futuro. La oración aparece como respuesta a un Dios que interviene en la historia. La oración cristiana está en intima relación con la oración de Cristo, El mismo invita a rezar en su nombre Jn 16,26; la oración cristiana participa de la novedad de la oración de Jesús, realizada de manera intensa y constante en la intimidad con el Padre poniéndose en sus manos con plena confianza. A diferencia de la oración judía, la cristiana recuerda o remite a un Dios que se entregó de manera definitiva, un Dios que sigue encarnado, que sigue siendo hombre. Estamos por tanto en un presente que no es solo trascendente, sino que está en la Iglesia, en los sacramentos. Esto da la fortaleza total a la esperanza cristiana, da la seguridad de que la segunda venida llegará pero que de alguna manera ya está en la primera. Así el cristiano al orar entra en comunión con Dios que está presente, entra en una relación intensa, viva y personal con Dios.
La oración cristiana es una relación de Alianza entre Dios y el hombre en Cristo. Es acción de Dios y del hombre; brota del Espíritu Santo y de nosotros, dirigida por completo al Padre, en unión con la voluntad humana del Hijo de Dios hecho hombre. (CI¼C, 2564).
La vida cristiana requiere un recurso constante a la oración: "vigilad y orad" (Mt 26, 41); "es necesario orar siempre sin desfallecer" (Lc 18, 1); pedid y se os dará; buscad y encontraréis; llamad y se os abrirá. Todo el que pide recibe, y el que busca encuentra, y al que llama se le abre" (Mt 7, 78); "orad sin interrupción" (1 Thes 5, 17); "perseverad en la oración y manteneos vigilantes gracias a ella" (Col 4, 2); "sed sobrios, para poder dedicaros a la oración" (1 Pet 4, 7); etc. La oración familiariza con los bienes del espíritu y hace desearlos, mostrando cuán atractivos son: "cuanto más pensamos en los bienes espirituales, más nos agradan y más plenamente desaparece aquel tedio engañoso que pueden engendrar en quien los conoce sólo superficialmente" (Sto. Tomás, Summa theol, II-II, q. 35, a. 1, ad 4).
La vida cristiana asume todas las energías bio-psíquicas y espirituales de la persona que ésta debe aportar con libertad, pero no es una vida simplemente humana: está traspasado por la acción del Espíritu Santo y su continua iniciativa en el alma, en la que inhabita. La vida cristiana es vida de oración, requiere un diálogo constante con Dios Uno y Trino, y es a esa intimidad a donde nos conduce el Espíritu Santo. ¿Quién sabe las cosas del hombre, sino solamente el espíritu del hombre, que está dentro de él? Así, las cosas de Dios nadie las ha conocido sino el Espíritu de Dios (1 Cor 2, 11). Si tenemos relación asidua con el Espíritu Santo, nos haremos también nosotros espirituales, nos sentiremos hermanos de Cristo e hijos de Dios, a quien no dudaremos en invocar como a Padre que es nuestro" (cfr. Gal 4, 6; Rom 8, 15).
El Señor conduce a cada persona por los caminos que El dispone y de la manera que El quiere. cada fiel, a su vez, le responde según la determinación de su corazón y las expresiones personales de su oración. No obstante, la tradición cristiana ha conservado tres expresiones personales de la vida de oración: la oración vocal, la meditación y la oración de contemplación. Tienen en común un rasgo: el recogimiento del corazón. Esta actitud vigilante para conservar la palabra y permanecer en presencia de Dios hace de estas tres expresiones tiempos fuertes de la vida de oración. (CI¼C, 2699).
B. La Lucha Ascética.
Un estudio del pecado en la perspectiva de la Revelación cristiana no puede terminar sin insistir en cuanto se ha recordado desde el principio: Cristo ha vencido el pecado y nos ha dado todos los medios para llevar una vida santa. En el inicio superador de una existencia pecadora está la conversión, a la que Dios llama de tantas maneras, hasta con las mismas penas inmanentes a la culpa, y que desemboca en esa seguridad de su perdón anunciado conmovedoramente en la parábola del hijo pródigo, y prodigado sacramentalmente en el bautismo y la penitencia.
A diferencia de cualquier humanismo utópico, el cristianismo ha concedido siempre gran importancia al combate personal por adquirir la virtud. La herida que la libertad sufre por el pecado exige una actitud de constante vigilancia y no sólo para vivir rectamente sino incluso para entender la verdad salvadora que el Señor ha revelado: quiénes somos, cuál es el sentido de nuestra acción en el mundo y el destino eterno que nos aguarda. "La decisión de amar a Dios y al prójimo no se mantiene sin una convencida y continua lucha personal contra el egoísmo, fruto de las heridas del pecado" (cfr. Pío XII, Enc. Mystici Corporis, p. 234). Por eso, en el Padrenuestro rezamos "fiat voluntas tua", porque el cumplimiento de la voluntad de Dios en la tierra requiere la cooperación de los hombres; y decimos "venga a nosotros tu Reino", porque el mismo Señor nos enseñó: "no todo el que me dice Señor, Señor entrará en el Reino de los Cielos; sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en los Cielos" (Mt 7, 21). Y comenta Santa Teresa: "Quien de veras hubiera dicho esta palabra: “Fiat voluntas tua” todo lo ha de tener hecho, con la determinación, al menos" (Santa Teresa, Camino de perfección, c. 63, n. 2).
Toda la tradición habla de esta lucha que, inevitablemente, empeña al cristiano para vivir en plenitud su fe: "El que verdaderamente desea la perfección va siempre adelante, sin darse punto de reposo, y si no se cansa al cabo llegará. Por el contrario, quienes no alimentan este deseo volverán atrás y cada día serán más imperfectos. Dice San Agustín que, en los caminos de Dios, no ir adelante es retroceder. Quien no se esfuerza por seguir adelante en lo comenzado, presto verá que vuelve atrás, arrastrado por la corriente de la corrompida naturaleza. En gravísimo error están quienes contienen que Dios no exige que todos seamos santos, ya que San Pablo afirma: “Esta es la voluntad de Dios, vuestra santificación” (1 Thes 4, 3). Dios quiere que todos seamos santos, y cada uno según su estado: el religioso como religioso, el seglar como seglar, el sacerdote como sacerdote, el casado como casado, el mercader como mercader, el soldado como soldado y así los demás estados y condiciones. Hermosos son los documentos que acerca de esto trae mi gran abogada Santa Teresa; en un lugar dice: “que siempre vuestros pensamientos vayan animosos, que de aquí vernán a que el Señor os dé la gracia para que sean las obras”. En otro se expresa así: “Tener gran confianza, porque conviene mucho no apocar los deseos, sino creer de Dios, que, si nos esforzamos poco a poco, aunque no sea luego, podremos llegar a lo que muchos santos con su favor”. Y en confirmación de lo dicho, atestiguaba tener experiencia de que las personas animosas en poco tiempo aprovechan mucho" (San Alfonso María de Ligorio, Práctica del amor a Jesucristo c. 8, III). Más aún, realza el sentido positivo de la lucha; y, de algún modo, su necesidad para fortalecer el alma: "Los árboles crecidos en lugares sombreados y libres de vientos, mientras externamente se desarrollan con aspecto próspero, se hacen blandos y fangosos, y fácilmente los hiere cualquier cosa; en cambio, los árboles que viven en las cumbres de los montes más altos, agitados por muchos y fuertes vientos, constantemente expuestos a la intemperie y a todas las inclemencias, golpeados por fortísimas tempestades y cubiertos de frecuentes nieves, se hacen más robustos que el hierro" (San Juan Crisóstomo, Homilía de gloria in tribulationibus). A través de la lucha, que la gracia sostiene y guía desde lo íntimo, el alma se enrecia, se hace generosa y paciente; saborea la alegría de rectificar, que no es un fracaso, sino el enriquecernos con las luces que nos da Dios, a menudo a través de los demás; se hace humilde y paciente, y así fuerte, como el bienaventurado Apóstol Pedro después de sus negaciones (Ioh 13, 26; 21, 15 y ss); aprende a superar el desánimo ante los propios defectos, acabando por verlos como "la sombra que, en nuestra alma, logra que destaquen más, por contraste, la gracia de Dios y nuestro intento por corresponder al favor divino" (Beato Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, n. 76).
No se trata de un conjunto de negaciones abrumadoras y pesantes sino del imprescindible e ilusionado quitar los obstáculos que estorban a nuestro amor de Dios y del prójimo: "la lucha ascética no es algo negativo ni, por tanto, odioso, sino afirmación alegre. Es un deporte. El buen deportista no lucha para alcanzar una sola victoria y al primer intento. Se prepara, se entrena durante mucho tiempo, con confianza y serenidad: prueba una y otra vez, aunque al principio no triunfe, insiste tenazmente hasta superar el obstáculo" (Beato Josemaría Escrivá, Forja, n. 169).
C. La Fidelidad a la Vocación Divina
La vocación o llamada de Dios es invitación y regalo: apertura de nuevos horizontes, comunicación por parte de Dios de sus designios, más aún, de su propia vida,
El hombre se define por la llamada. Cada hombre es aquello para lo que Dios le ha creado. La vida humana no tiene otro sentido que el ir conociendo y realizando libremente esa voluntad divina. La vocación es realidad que se encarna en la vida y que se precisa con la misma vida. todo acontecimiento es llamada, invitación que Dios dirige al hombre para que reaccione manifestando el amor de Cristo de la manera que el momento lo exija. Cada situación va perfilando la vida del hombre y manifestando, por tanto, su vocación. Puede así decirse que la vocación de cada hombre, aquello para lo que Dios lo ha creado, es algo que solo se dará a conocer plenamente en el momento en que se consume la existencia temporal y se entre en la eternidad.
¿Qué obligación existe de seguir la vocación divina, supuesto que haya llegado a ser claramente conocida?.
Ante la gracia, el cristiano no puede situarse como si fuese un bien útil, cuyas ventajas sopesa o valora indiferentemente, sino con conciencia de estar ante Dios que llama, y, por tanto, con toda la seriedad y responsabilidad, alegría y agradecimiento, que de ahí se derivan.
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