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viernes, 8 de agosto de 2014

LA VIRTUD DE LA FE


 
Enseñanza bíblica sobre la fe.
La fe, fundamento de la vida cristiana.
Obligación de profesar, conservar y extender la fe.
Pecados contra la fe.
Fe y vida de fe: la fe que obra por la caridad.

A. Enseñanza bíblica sobre la fe
.En su sentido bíblico la fe puede describirse como la plena adhesión del intelecto y de la voluntad a la palabra de Dios.
En el Antiguo Testamento los términos más frecuentes para representar la actitud del creyente son am‰n (mantenerse fiel a...) y batah (esperar confiadamente en...). En el Nuevo Testamento la raíz batah corresponde principalmente a elpís, elpizo (en la Vulgata latina: spes, sperare), mientras que am‰n corresponde a pistis, pistéuo (Vulgata: fides, credere). Ambos expresan las dos facetas del verdadero creyente: confianza en la persona que revela, y adhesión del intelecto a sus signos o palabras.
Los primeros capítulos del Génesis hacen referencia a la fe en la vida de Adán y Eva. A pesar de la caída y pecado de ambos, Dios les promete un Salvador que aplastará la serpiente (Gen 3,15). A partir de entonces la vida "en exilio", arrojados de la presencia de Yahvé, empieza a ser, a la vez, vida de fe para el hombre. En el desastre del diluvio (Gen 6-9), Noé confía en Dios, y al final Dios hace un pacto con él y "toda carne que está sobre la tierra" (Gen 9,16). Esta Alianza se concretará más en la vida de Abraham, al cual Dios promete la tierra en herencia (Gen 12,1) con una descendencia de su propia carne, que será numerosa como las estrellas (Gen 15,5); sin pedir ninguna señal Abraham creyó en Dios y le fue considerado como justicia (Gen 15,6). Esta misma confianza del Patriarca llegará al máximo cuando no se niega a sacrificar a su único hijo Isaac por obedecer a Dios (Gen 22,10).
La historia de las misericordias de Dios continúa en los descendientes de Abraham. Los libros del Éxodo, Números, Levítico y Deuteronomio narran la constitución del pueblo con los favores que Yahvé le concede, especialmente la salida de Egipto. La fe del pueblo se concreta en los Mandamientos dados a Moisés en el Sinaí. La tradición deuteronómica insiste especialmente sobre su carácter obligatorio y en las disposiciones internas del hombre para cumplirlos; en el plano individual la fe exige una entrega de todo el corazón (Dt 4,v.29).
Las experiencias del pueblo elegido en la tierra prometida varían según su fidelidad a la Alianza con Yahvé. En la época de Josué hubo manifestaciones divinas como la caída de Jericó (Ios 6), pero también castigos al pueblo por sus continuas faltas de confianza y por su idolatría (Idc 6,v.1; 10,v.6; 13,v.1). El juez Samuel muestra la delicadeza de la fe en su docilidad a la palabra de Yahwéh desde pequeño (1v.Sam 3,v.10); es el que unge a David como rey de Israel, en el que se va a centrar la esperanza mesiánica. David siguió a Yahwéh sinceramente a pesar de sus fallos personales, y un poco antes de morir comunica a su hijo Salomón la sustancia de una vida de fe: "Sé fiel (wesamarta) a Yahwéh, tu Dios, marchando por sus caminos, guardando sus mandamientos, sus leyes y sus preceptos como están escritos en la Ley de Moisés..." (1v.Reg 2,v.3). Después de Salomón, en los reinos de Israel y Judá habrá reyes que hagan lo recto y otros que obren el mal, siendo juzgados individualmente por Yahwéh (2v.Reg 18,v.5).
La fuerza de los Profetas del Antiguo Testamento viene de su visión de fe, y su interpretación de situaciones personales e históricas como procedentes de Dios. Su mensaje puede ser dirigido a los judíos o a las naciones y normalmente comunica una señal o conocimiento. Este conocimiento (Os 2,v.11; Is 19,v.21), que es conversión a la vez, llega a una gran intimidad en el profeta Jeremías: "Les darás conocerme" (Ier 24,v.7). Pero es un conocimiento dirigido a la vida y a las obras; Habacuc nos dice: "el justo vivirá por la fe" (2,v.4).
Los temas de conocimiento interior y exterior a raíz de la fe continúan en otros profetas y en el salterio. El libro de Daniel habla de un Dios que conoce y revela secretos (Dan 2,v.27). La fe en Yahwéh también da el poder de interpretar lo difícil y lo misterioso. En toda actividad profética se aprecia el afán de confirmar y desarrollar la fe del pueblo, tan azotado por circunstancias históricas, pero que debe permanecer fiel al principio de su vida: Yahwéh es Dios y el único Dios. Los salmos también presentan esta inconmovible verdad con variedad de expresiones en una multitud de situaciones: el hombre que sufre y llama a Yahwéh para salvarle (Ps 6.v.7.v.31), el hombre que pide el castigo de su enemigo (Ps 68.v.69.v.108), el hombre que confía simplemente en Dios su Pastor con fe de abandono (Ps 23). También hay ceremonias en que todo el pueblo reunido da gracias y gloria a Dios por las maravillas que le ha hecho, especialmente en los salmos hallel (Ps 113-118).
En la literatura sapiencial la fe aparece necesaria e indispensable; la verdadera sabiduría incluye la fe. Las facultades intelectuales del hombre (zaman=meditar; byn=juzgar) están encauzadas en una búsqueda de Dios. Por eso, la sabiduría misma (hokm‰n) empieza con el temor de Yahwéh: "El temor de Yahwéh es el comienzo de la sabiduría y la inteligencia es el conocimiento del Santo" (Prv 9,v.10). De igual modo, "toda sabiduría viene de Dios" (Eccli 1,v.1) y además puede ser comunicada a los hombres (Prv 2,v.6).
En los Evangelios, la fe se desenvuelve con la revelación del Reino de Dios, cuyo fundamento es Jesús mismo. Este revela la doctrina de su Reino como quien tiene autoridad (Mt 7,v.7; Mc 1,v.22; Lc 4,v.32), y sus milagros la confirman. Sin embargo, Cristo deja claro que hace falta la gracia del Padre para tener esta fe en El (Mt 11,v.25.v.27par.). Esa gracia y correspondencia de la fe en Jesús, como Mesías, se refleja perfectamente en la confesión de San Pedro (Mt 16,v.16-18). La fe del centurión está considerada por el mismo Jesús como maravillosa (Mt 8,v.10; Lc 7,v.1-10), precisamente porque el centurión sabía lo que era la autoridad del que revela, y sólo tuvo que oír la palabra de autoridad para creer firmemente en su resultado: "Pero di sólo una palabra y mi siervo será sano" (Lc 7,v.7). El modelo de la fe es la Virgen María: ella cree enseguida y deja obrar a Dios, según su palabra; Isabel le dirá "Dichosa la que ha creído en la palabra de su Señor" (Lc 1,v.45). Si la Encarnación fue el comienzo, el hecho central y raíz de la fe evangélica es la Resurrección de Cristo, que inspirará toda la presentación de Jesús en otros escritos neotestamentarios (Hechos, Epístolas, Apocalipsis).
El libro de los Hechos proclama aquella realidad de Cristo resucitado, tanto con obras como con palabras. En el discurso de San Pedro se manifiesta ese valor testimonial de la fe: "Nosotros somos testigos de estas cosas, con el Espíritu Santo que Dios ha dado a los que son dóciles" (Act 5,v.32). En repetidas ocasiones los Apóstoles aparecen como 'martyres', testigos apoyados en la verdad de Cristo y su Espíritu (Act 10,v.39-42; 13,v.31; 22,v.15; 23,v.11). La fe que proponen a judíos y gentiles se confirma con signos y milagros (Act 2,v.22; 5,v.12; 14,v.3), entre los cuales se nota en primer plano la curación de un cojo por Pedro "en nombre de Jesucristo Nazareno" (Act 3,v.6). La consecuencia sacramental de la fe es el Bautismo. En el caso del Eunuco etíope se une el entendimiento de la Escritura, pero la exigencia central es "Felipe dijo: si crees de todo corazón, bien puedes (bautizarte). Y respondiendo dijo: Creo que Jesucristo es el Hijo de Dios" (Act 8,v.37). La fe en Jesús lleva a una transformación de la vida y una comunión entre creyentes, viviendo juntos y compartiendo todo (Act 2,v.44). Su fidelidad se manifiesta en su perseverancia en la enseñanza de los Apóstoles, en la unión, en la fractio panis, y en las oraciones (Act 2,v.42).
En la epístola a los Hebreos (cap. 11) se da lo que podemos llamar una definición de la fe, junto con una exégesis de cómo la vivían los protagonistas del Antiguo Testamento. "La fe (pistis) es la garantía (hypostasis) de lo que se espera, la prueba de las cosas que no se ven" (11,v.1). Literalmente la palabra griega hypostasis se traduce mejor por el término latino substancia. En este sentido la fe es lo que está debajo de (o subyace a) toda nuestra esperanza; se refiere fundamentalmente a lo que no se posee, pero que se espera. Siendo el principio de nuestra esperanza, nos capacita para saber que el mundo ha sido creado por la Palabra de Dios (11,v.3), y que Dios remunera a quienes le buscan (11,v.6). También se repite un tema implícito en todo el Antiguo Testamento, el cual fundamenta la misma justificación del hombre: sin la fe es imposible agradar a Dios (11,v.6).
B. La fe, fundamento de la vida cristiana
Desde el comienzo de su ministerio, Jesús pedirá a sus oyentes creer en la Buena Nueva (Mc 1,v.15) y presenta siempre la fe como condición indispensable para entrar en el reino de los cielos. Ya se trate de la curación corporal (Mt 9,v.22; Mc 10,v.52; Io 11,v.25-27, etc.), ya se trate de los milagros que Cristo realiza (cfr. Mt 13,v.28), la fe es la que todo lo obtiene. Por eso, los Apóstoles ponen esta condición: "cree en el Señor y serás salvo" (Act 16,v.31).
La fe divide a los hombres en función de su destino eterno: "el que crea y se bautice se salvará, el que no crea se condenará" (Mc 16,v.15 ss.; Io 13,v.18); se trata pues, de una condición indispensable y radicalmente necesaria para el estado de gracia: "Sin fe es imposible agradar a Dios" (Heb 11,v.6); "la fe es fundamento de la salvación" (Heb 11,v.1).
En la enseñanza de San Pablo se ve cómo la justificación nace de la fe, se realiza por medio de la fe, reposa en la fe (Rom 1,v.17; 3,v.22 ss.; 5,v.1; Gal 2,v.10; 3,v.11; Philp 3,v.9).
La fe es necesaria para la salvación y así lo ha expresado el Magisterio de la Iglesia. El Conc. de Trento afirma que la fe es "inicio de la salvación humana, fundamento y raíz de toda justificación, sin la cual es imposible agradar a Dios y llegar al consorcio de hijos de Dios" (Dz-Sch 1532); y el Conc. Vaticano I, recogiendo esas mismas palabras, añade: "de ahí que nadie obtuvo jamás la justificación sin ella y nadie alcanzará la salvación eterna si no perseverase en ella hasta el fin" (Dz-Sch 3012).
La teología, distinguiendo un hábito de fe (fe habitual) concedido por la gracia santificante (también a los niños, por medio del Bautismo), y un acto de fe (fe actual), necesario para aquellos que son capaces de obrar moralmente (porque tienen uso de razón), expresa esa radicalidad de la fe en la vida cristiana con esta tesis: la fe es necesaria con necesidad de medio para la justificación y para la salvación eterna, de tal modo que sin ella nadie puede salvarse; en el caso de todos los hombres en general (incluidos niños), se trata de la fe habitual, y en el caso de los que tienen uso de razón, de la fe actual. De modo que los niños, para salvarse, necesitan de la fe habitual conferida por la gracia santificante (de ahí la obligación de administrar el Bautismo cuanto antes sea posible), y los adultos necesitan el acto de fe para entrar en el reino de los cielos.
Una dificultad se plantea, sin embargo, con los que ignoran invenciblemente, sin culpa, el Evangelio, porque a ellos no ha llegado la predicación o por otras razones. Estos, ¿necesitan también la fe para salvarse? Ciertamente; lo que ocurre es que no hay que identificar la necesidad de la fe con la necesidad de aceptar explícitamente todo el Evangelio. Este tema ha sido afrontado repetidas veces por el Magisterio, y resuelto: cfr. Dz 1645-1647; Dz-Sch 2865-2867; 2915-2917. El Conc. Vaticano II ha recogido claramente la doctrina sobre este punto (Lumen gentium, nn. 14-16; Ad gentes, n. 7).
Supuesta la necesidad de la fe, la Moral se ha preguntado cuáles son las verdades que se deben creer, como absolutamente indispensables, para la salvación. Explícitamente, hay que creer, al menos que Dios existe y es remunerador (cfr. Heb 11,v.6) y a esas verdades se añaden, para los que quieren ser admitidos en el cristianismo, la fe en la Trinidad y en la Encarnación de Cristo (cfr. Simbolo Quicumque: Dz-Sch 75-76; 2164; 2380-81). Aunque esta segunda parte ha sido ocasión de disputas teológicas, es obvio que tratándose de temas tan importantes en los que está en juego la propia salvación, hay que estar por la opción más segura.
Pero aparte de las verdades necesarias mínimas, el cristiano tiene el grave deber de conocer todas las verdades reveladas por Cristo y propuestas por la Iglesia; ésta, desde el principio, procuró expresar en conceptos el contenido de la fe y así surgieron los Símbolos. Se considera deber grave el conocimiento del Credo, del Decálogo, Sacramentos y oración dominical. Pero, implícitamente, se debe creer toda la Revelación, es decir, lo que Dios ha manifestado a los hombres y ha sido propuesto por la Iglesia para creer: "Deben creerse con fe divina y católica todas aquellas cosas que se contienen en la palabra de Dios escrita o tradicional y son propuestas por la Iglesia para ser creídas como divinamente reveladas, ora por solemne juicio, ora por su ordinario y universal Magisterio" Dz-Sch 3011).
La fe, además de la actitud personal de entrega a Dios, tiene un contenido objetivo, que reúne un conjunto de verdades, que el hombre debe aceptar: es un cuerpo de doctrina (verdades sobrenaturales e incluso naturales), que se deben conocer y vivir. Es lógico que el grado de conocimiento venga determinado por la capacidad de cada cristiano, aunque la Iglesia, como se ha visto, considera necesarias un mínimo de verdades, que deben conocerse para poder salvarse. Los laicos necesitan, dice el Conc. Vaticano II, "una sólida preparación doctrinal, teológica, moral, filosófica, según la diversidad de edad, condición y talento" (Apostolicam actuositatem, 29).
Pues bien, el cristiano, una vez aceptado globalmente todo el contenido de la fe, ha de procurar conocer y estudiar, a la luz de la razón ilustrada por esa misma fe, lo que Dios ha revelado. De acuerdo con su edad, nivel cultural, etc., tiene el deber de adquirir una sólida formación doctrinal-religiosa, de llegar a un conocimiento cada vez más serio y hondo de las verdades de la fe.
El cristiano tiene el deber de dar testimonio de su fe, como se afirma frecuentemente en el Nuevo Testamento: "el que me confiese delante de los hombres, yo también le confesaré delante de mi Padre" (Mt 10,v.32; cfr. Lc 9,v.6; Rom 10,v.10). La Iglesia siempre lo consideró un deber, y los mártires (=testigos) son demostración palpable de ese convencimiento.
Este deber tiene dos aspectos: uno negativo, que exige no renegar de la propia fe; y otro positivo, que obliga a confesarla públicamente en determinadas circunstancias, concretamente, "siempre que el silencio, la tergiversación o la manera de obrar lleven consigo la negación implícita de la fe, desprecio de la religión o escándalo del prójimo" (CIC, c. 1325). La confesión pública es necesaria cuando se es interrogado por pública autoridad (cfr. Dz-Sch 2118), o cuando se deben cumplir determinados deberes religiosos (contraer matrimonio, por ejemplo); también cuando lo exige el bien de la propia alma o el bien espiritual del prójimo, en aquellos casos, sobre todo, en los que el silencio podría poner en peligro la propia fe o producir escándalo. Existe también ese deber cuando, por ley eclesiástica, se manda una profesión de fe en ciertas circunstancias: conversión a la Iglesia católica, Bautismo, orden sacerdotal, promoción a la Jerarquía eclesiástica, etc. (cfr. CIC, c. 1406, 2314). Sólo cuando haya graves motivos, causa justa y proporcionada, se puede ocultar la propia fe o la pertenencia a la Iglesia (convertidos en ambiente hostil, épocas de persecución, etc.). Y aun en esos casos, si se hace mediante negación implícita o con escándalo para el prójimo, esa ocultación puede ser pecaminosa.
El cristiano debe dar constantemente testimonio de su fe: "Brille así vuestra luz delante de los hombres para que vean vuestras obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en el cielo" (Mt 5,v.16). "Su fe no sólo debe crecer, sino manifestarse; debe llegar a ser ejemplar, comunicativa, informada por la expresión que muy justamente llamamos testimonio" (Pablo VI, aloc. 14-XII-1966).
Al cristiano nunca le es lícita la negación de la propia fe, ni directamente, por palabras, signos, gestos, escritos, ni indirectamente, por aquellas acciones que, sin indicar en sí mismas oposición a la fe, sin embargo, por las circunstancias en que se realizan, podrían interpretarse así; esto ocurre también cuando un creyente niega con su conducta práctica la verdad en la que cree, o cuando con sus acciones (indiferencia, pecados personales) está negando la fe que dice profesar.
C. Pecados contra la fe
Es éste un problema que en nuestra época adquiere vastas dimensiones, cuando "muchedumbres cada vez más numerosas se alejan prácticamente de la religión" (Gaudium et spes, 7) y el ateísmo se convierte en fenómeno de masas. Ciertamente, el hombre por propia culpa puede perder la fe, don de Dios condicionado a una actitud humana de aceptación, de respuesta, de modo que la falta de correspondencia continuada puede llevar a la pérdida de la fe. En este proceso inciden diversas causas, entrecruzándose muchas situaciones y actitudes: la exageración de la libertad, el relativismo histórico, el recelo frente al Magisterio de la Iglesia, los desórdenes morales, las dudas de fe, la influencia del ambiente, etc., unidas gran parte de las veces a la ignorancia religiosa.
Entre todas, tal vez la más importante sea el desorden moral. Al estar el acto de fe sostenido por la voluntad y en última instancia por la gracia, es lógico que esté condicionado por las disposiciones morales del sujeto.
También se ha planteado el problema de si la fe puede perderse sin propia culpa:
 
Doctrinalmente, el problema fue resuelto por el Conc. Vaticano I, que afirma que "los que han recibido la fe bajo el Magisterio de la Iglesia no pueden jamás tener causa justa para cambiar o poner en duda esa misma fe" (Dz-Sch 3013; 3036). Los teólogos posteriores al Concilio interpretaron el texto unánimemente así: No existe causa objetivamente justa, ni subjetivamente justa, es decir, no hay motivo justo para la persona, que le lleve a abandonar la fe sin pecado.
Los pecados contra la virtud de la fe son de forma y gravedad diversa, y se han dado diversas clasificaciones. Se puede pecar contra la obligación de creer (infidelidad, apostasía...), contra la obligación de confesar la fe (ocultación, negación de la fe), contra la obligación de acrecentarla (ignorancia religiosa) y de preservarla de los peligros. También puede pecarse por omisión (por no cumplir el deber de confesarla externamente, por ignorancia de las verdades que deben creerse...) y por actos contrarios a esa virtud (pecados de comisión); éstos pueden ser por exceso y por defecto. Hablando propiamente no hay pecados por exceso, ya que no se puede exagerar en la medida de las virtudes teologales, pero se habla así cuando se consideran como objeto de la fe cosas que no caen dentro de él, como ocurre, por ejemplo, en la credulidad temeraria o en la superstición, cuando se cree en falsas devociones, en lugares pseudo- milagrosos, horóscopos, etc.; también entran en este apartado la adivinación y el espiritismo.
Se consideran pecados por defecto la infidelidad, la apostasía y la herejía, y a ellos suelen añadirse el cisma, el indiferentismo religioso, la duda positiva contra la fe y el ateísmo.
La infidelidad es, en general, la ausencia de fe debida; en sentido técnico, es la ausencia de fe en aquellos que todavía no han recibido su hábito mediante el Bautismo (en el Derecho canónico el infiel es el no bautizado). Atendiendo a la culpa moral se habla de infidelidad negativa o material cuando no es culpable por provenir de ignorancia (paganos, por ejemplo), infidelidad privativa debida a negligencia consciente y voluntaria, e infidelidad positiva o formal cuando existe una oposición culpable a la fe. No es siempre fácil decidir a cuál de estas tres especies se reduce la infidelidad de un individuo o de un grupo.

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